Tribuna

Trasteo jurídico

Hablar de lawfare estará de moda e identifica una patología nada nueva, se ha manifestado en no pocas ocasiones, tiene aromas de prevaricadores y que no padecen esos jueces respetuosos con el Derecho. Es la patología típica más bien de algunos jueces estrella -o ya estrellados-

No se me va de la cabeza lo que dijo Puigdemont tras el pacto de investidura: a partir de ahora «no hay otro límite que la voluntad del pueblo catalán». Pregonaba así un pacto que no derogará formalmente la Constitución, pero la denucleizará; que declara exenta la acción política -al menos la catalana- de los límites del Estado de Derecho, vacío que no ocupará esa fantasmagórica «voluntad del pueblo catalán», un eufemismo que no cuela. Más bien ese límite será la voluntad o los intereses -insaciables- de una élite política secuestradora del pueblo catalán.

Tras el pacto han venido los primerísimos efectos: ataques a los jueces en general y a concretos jueces en particular y no perderé el tiempo censurando lo que dijo una macarra metida a parlamentaria. Sí me irrita la hipocresía de algunos ministros pidiendo respeto a la Justicia. Como reza el dicho, obras son amores y no buenas razones y esas obras serían de sincero amor si reculasen cerrando comisiones de investigación o se renunciase a pactos infames. Eso sería pedir demasiado, de ahí que apelen a unas bonitas razones cuya sinceridad a estas alturas nadie en sus cabales les compra.

Pero hay más. La gravedad del momento viene no sólo -que no es poco- de lo inaudito de ver que en un país democrático, europeo, sean los mismísimos gobernantes quienes den a los delincuentes el poder de hacer las leyes para su beneficio o les brinden la oportunidad de ajustar cuentas con quienes hacen presente el Estado de Derecho. Lo grave -y le afecta a usted-, está más allá del ataque a los jueces, más incluso del ataque a la Justicia como poder del Estado; tampoco está en el afán por controlar órganos constitucionales y, en última instancia, los tribunales.

Lo realmente grave es que nos han embarcado en una empresa suicida: anular la garantía de que haya un orden jurídico y que evita que no reine una barbarie, de momento, cool, de alto standing, quizás no físicamente grosera, pero bien revestida de tramposas y arteras razones. Una barbarie que ve en ese orden jurídico un obstáculo para ambiciones varias, en unos serán personales, en otros ideológicas o territoriales y en general, para todos los empeñados en ello, de poder. Nuestra tragedia es que vaya esfumándose en la mente ciudadana que lo rectamente jurídico tiene un sentido cabal, no caprichoso, que hay unas reglas y un entendimiento común de lo jurídico y que eso cale como sustitutivo del Estado de Derecho.

Bajo el pretexto de que todo es opinable, surgen leguleyos que ejercen de expertos diseñadores de argumentos contra el Derecho mismo, contra la lógica jurídica; trileros para quienes el Derecho no es el arte de lo justo, sino cuestión de habilidad para trastear con unas normas que aparecen y desaparecen a ojos del ciudadano atónito y hacen realidad en toda su crudeza aquella sentencia de von Kirchmann: «tres palabras rectificadoras del legislador, y bibliotecas enteras de Derecho se convierten en basura». El Derecho como cosa accidental, sin sustancia, cuestión de conveniencia, mudable según capricho del poder: porque, y parafraseo a Puigdemont, para la acción política no hay otro límite que la voluntad de quien ejerce el poder.

Tal planteamiento lleva por sí sólo a que florezcan los verdaderos artistas del lawfare, de ese empleo del Derecho y de la Justicia contra el adversario político e ideológico. Toda una paradoja porque los que firman pactos infames como esos trileros que les suministran argumentos falaces contra el Derecho son los que atribuyen prácticas de lawfare a los jueces empeñados en hacer prevalecer el Derecho, jueces que exigen responsabilidades porque hay unos límites y no son precisamente su voluntad, sino la ley, por mucho que se pacte lo contrario.

Hablar de lawfare estará de moda e identifica una patología nada nueva, se ha manifestado en no pocas ocasiones, tiene aromas de prevaricadores y que no padecen esos jueces respetuosos con el Derecho. Es la patología típica más bien de algunos jueces estrella -o ya estrellados- que demostraron su habilidad para trastear las causas e incidir en el devenir político. O aquella frase adosada a una sentencia y que sirvió de pretexto para una moción de censura: cómo será que hasta lo reconoce Sánchez en su presunto libro, un caso para mí paradigmático, salvo que otra cosa diga el Consejo General del Poder Judicial.

Ese lawfare lo ejerció alguna que otra aguerrida fiscalía, diseñadora de operaciones policiales contra políticos siempre de un color, previo aviso a la prensa amiga que, casualidad, llegaba al lugar de las detenciones antes que la policía. Se explica así un planteamiento intensamente lawfareano que un personaje, ciertamente hoy dudoso, Rodrigo Rato, pone en boca de algún fiscal: «en caso de absolución, nosotros ya hemos ganado cinco a uno: detención, filtraciones, fianzas, embargos y banquillo». Nadie le ha contradicho.