Estados Unidos

Bismarck versus Bismarck

La centralidad de Alemania para Europa y, en términos más generales, para los asuntos mundiales quedó demostrada ampliamente, y muchas veces de manera sangrienta, durante muchos siglos. De hecho, la posición estratégica de Alemania en el corazón de Europa, así como su gigantesco potencial económico y militar, primero la convirtieron en un premio a conseguir y luego, tras la concreción por parte de Otto von Bismarck de la unificación alemana en 1871, una nación estado a quien temer. El legado de Bismarck fue una Alemania que dominó la política europea hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

Ese legado ahora se está reafirmando. Después del interludio de la Guerra Fría, durante el cual Alemania desempeñó el papel del centro de discordia entre el este y Occidente, la reunificación permitió la reafirmación del poder alemán dentro del contexto de la Unión Europea y, en particular, de la eurozona. Hoy, sin embargo, el interrogante es si Alemania está preparada y dispuesta a ejercer liderazgo a la hora de llevar adelante los asuntos de la UE –y, si fuera así, con qué fin–.

Europa actualmente enfrenta su crisis más exigente del periodo de posguerra. Después de seis trimestres de recesión, la crisis se está propagando a los países centrales de la eurozona. El desempleo, por encima del 12% en promedio, está en un pico sin precedentes. En España y Grecia, más de una cuarta parte de la fuerza laboral no tiene trabajo, mientras que la tasa de desempleo ronda el 60% entre los jóvenes. A pesar de una austeridad severa, los grandes déficits fiscales persisten y los bancos siguen descapitalizados y sin posibilidades de respaldar una recuperación económica sostenida.

El malestar social se está profundizando en tanto las expectativas –y las perspectivas reales– respecto del progreso económico probablemente sigan siendo pobres para el futuro previsible. La fe en el proyecto europeo está declinando y, dada la falta de cohesión de la eurozona, el estancamiento y la recesión pueden derivar en un rechazo popular de la UE, acompañado de retos serios a la democracia, incluyendo el ascenso de los partidos neo-fascistas.

Y, sin embargo, a pesar de los riesgos, los líderes europeos siguen siendo notablemente inactivos, aparentemente tranquilizados por la promesa del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, de hacer «lo que sea necesario» para proteger a la unión monetaria del colapso. Pero una inacción prolongada, inducida por una relativa calma en los mercados financieros, perpetuará la inactividad y, llegado el caso, conducirá a una división de algún tipo. Cualquiera de estos desgastes graduales, con un «default» de los países más débiles, derivará en un club más restringido de países «virtuosos» liderado por Alemania, o bien la propia Alemania optará por adoptar una política de estrecha ventaja fiscal separándose de la eurozona.

La debilidad política y económica de Francia e Italia, junto con el desentendimiento gradual de Gran Bretaña de los asuntos de la UE, resaltan el papel clave de Alemania en cuanto a rescatar a la eurozona de la crisis actual. Pero un verdadero liderazgo requiere una sensación de dirección y un deseo de saldar la cuenta y, aquí, Alemania últimamente pareció deficiente.

A pesar de las evidentes capacidades políticas y el gran prestigio interno de la canciller alemana, Angela Merkel, su Gobierno carece de un designio concreto para «una Unión cada vez más estrecha» en Europa. En consecuencia, también está en una posición débil para movilizar los recursos y las competencias necesarias para restaurar a Europa. Por el contrario, la Alemania de Merkel ha estado haciendo lo menos posible, lo más tarde posible, para impedir el hundimiento del euro.

Esta política no puede perdurar por mucho tiempo. O la inactividad conduce a la disolución de la eurozona, o las circunstancias impondrán un cambio de política.

Así las cosas, ¿en qué áreas debe liderar Alemania? Primero, la deuda pública europea debería mutualizarse parcial y gradualmente. Deberían unificarse los sistemas bancarios nacionales, para poder separar las pérdidas privadas de la deuda soberana, y el núcleo de una unión bancaria europea debería estar basado en una supervisión centralizada y autoridades de resolución, así como en un esquema de seguro de depósitos. Se necesitan instituciones centrales fuertes, responsables ante un parlamento elegido directamente, para coordinar las políticas fiscales y económicas.

En el más corto plazo, debería extenderse el mercado único al área de servicios a la vez que tendrían que promoverse los acuerdos de libre comercio, ya sea multilateralmente o bilateralmente, con socios comerciales importantes como Estados Unidos. Se debería aliviar la austeridad, particularmente en las economías centrales fiscalmente más sólidas, y deberían dedicarse recursos sustanciales a impulsar el empleo juvenil y la inversión en pequeñas y medianas empresas en los países excesivamente endeudados.

La reticencia de Alemania a ejercer una posición de liderazgo en estas cuestiones refleja en parte inhibiciones históricas, que siempre son difíciles de superar. La persistencia de una ortodoxia pre-keynesiana en el pensamiento económico alemán, con su desprecio moral por el «pecado de endeudarse» (y, en consecuencia, su desconsideración de la demanda agregada), tampoco ayuda. Es más, la estructura federalista del sistema político de Alemania favorece las estrategias provincianas sobre los designios más importantes.

No obstante, Alemania debe aceptar que la alternativa para una unión monetaria unificada democráticamente es la hegemonía económica alemana. En el más largo plazo, ese resultado destruiría el proyecto común europeo, minando a su vez la propia prosperidad económica y la seguridad estratégica de Alemania -un escenario bismarckiano que habría hecho recular a Bismarck, horrorizado.