Afganistán

Cuando la CIA se convirtió en aliado de la poliomielitis

L a lucha por la erradicación de la poliomielitis es una de las grandes epopeyas de la humanidad que no ha tenido un Homero a su altura. Los que ya tenemos una edad sabemos perfectamente de compañeros de juegos infantiles marcados por la cojera y la ortopedia, pero, también, dotados de la materia con la que se moldea el coraje. En 1988, ayer, como quien dice, el mapa de España aún estaba teñido por el rojo terrible de la endemia, como el resto de Europa, y la OMS había recibido notificación de 350.000 contagios a lo largo y ancho del mundo.

Hoy, la polio sólo resiste, terca, en reductos donde cuenta con la inestimable alianza del oscurantismo y la pobreza: Afganistán, noroeste de Pakistán, norte de Nigeria. Son los reservorios de las tres variantes del polivirus, en los que se hace preciso alcanzar un casi imposible umbral de inmunidad del 90 por ciento para conjurar la reinfección. Es decir, hay que vacunar a nueve de cada diez niños, ya habiten en aldeas remotas, asoladas por la guerra, o en inmensos barrios de chabolas, desasistidos de la mano de Dios. Y con un elemento común: la tiranía de un islam rigorista, regido por unos individuos que ven en las campañas de vacunación una muestra más de la conspiración occidental y extienden la especie de que la vacuna salvadora busca, en realidad, la esterilización de los buenos musulmanes.

Sí, más que contra la geografía y la falta de medios; más que contra la corrupción política y la indiferencia, la erradicación de los últimos reductos de la polio choca contra el fanatismo... y también contra la insensatez de quienes, por su resposabilidad y conocimientos –estos últimos, sólo supuestos– deberían saber que con la salud pública no se juega. Que si es un crimen de guerra ampararse bajo la bandera de la Cruz Roja para llevar a cabo una operación militar, es una iniquidad injustificable cubrir una misión de espionaje con una falsa campaña de vacunación. La CIA lo hizo en la primavera de 2011, en Pakistán, cuando perseguía a Bin Laden. Infiltraron en Abbotabad un supuesto equipo de lucha contra la polio, bajo la dirección del médico Shakil Afridi. Querían muestras de ADN de la población para confirmar que el líder de Al Qaeda se escondía por los alrededores. Les pillaron. El médico fue a la cárcel y los talibanes comprendieron el provecho que podían sacar de la situación. Al fin y al cabo, ellos sólo prosperan allí donde la gente del común vive en condiciones miserables. Desde entonces, medio centenar de trabajadores sanitarios, la mayoría mujeres, han sido asesinados en Pakistán y Afganistán; otros cuarenta, en el norte de Nigeria, feudo de los radicales de Boko Haram. Hubo que detener las campañas, y la OMS ya daba a primeros de este año un aviso de emergencia sanitaria por el repunte experimentado por la poliomielitis en África y Asia.

Hace tan sólo unos días, los responsables de la CIA prometieron que la agencia nunca más volverá a utilizar las campañas de vacunación como tapadera de otras actividades. Bien está. Pero, tal vez, el presidente Barack Obama podría compensar el fiasco con una buena inyección de fondos a la OMS. Que, al menos, haya dinero para pagar los gastos de seguridad de los equipos sanitarios que vuelven a jugarse la vida para que la polio, como ya ha ocurrido con la viruela, sólo sea un capítulo más en los libros de historia.