Joaquín Marco
¿Dónde vas, Europa?
Mirando por el retrovisor cabe admitir que se forjó una Unión Europea y una moneda, pero, a la vez, con el tiempo han ido debilitándose los principios de una Europa que trataba de realizarse a través de una política común, de Estado del bienestar y de justicia social
Se tiene la impresión de que los problemas que asedian a Europa se observan cada vez con menos interés incluso por los europeos. Había que observar los rostros ausentes de los máximos dignatarios del continente ante las palabras, no exentas de dramatismo, del Papa Francisco hace pocos días con motivo del premio Carlomagno. Conviene, sin embargo, admitir que desde el día 9 de mayo de 1950, fecha en la que Robert Schuman iniciaba el proceso de lo que debía ser la integración, se ha avanzado mucho. Quedaban próximos los desastres de las dos grandes guerras del pasado siglo que enfrentaron a los europeos entre sí, salvo alguna excepción. Y, además, la ya extinta Unión Soviética había instalado un socialismo centralizado, a la espera del redentor comunismo, en un espacio geográfico que en Occidente se calificaba de países satélites. Pero la historia –el transcurrir de los decenios– ha transformado aquella Europa y, a la vez, el mundo entero. Nadie se atrevía a hablar entonces de globalización, ni podía imaginarse a China, tan castigada por la invasión japonesa, convertida en una gran potencia que está disputándole la hegemonía a EE UU. Mirando por el retrovisor cabe admitir que se forjó una Unión Europea y una moneda, pero, a la vez, con el tiempo han ido debilitándose los principios de una Europa que trataba de realizarse a través de una política común, de Estado del bienestar y de justicia social. Pero hace ya algunos años, tras las guerras balcánicas, cualquier observador habrá advertido la pérdida de ilusiones políticas de aquellos ciudadanos que mostraban orgullosos su pasaporte europeo (otra indudable aportación) al pasar una frontera no comunitaria. Es posible que la nostalgia –fruto de la edad– nos lleve a edulcorar el pasado, como opinarán algunos. La cultura humanística o el Humanismo según lo entendieron desde el mismo Renacimiento (el mantenimiento de los valores greco-latinos) se ha ido diluyendo al tiempo que desaparecía la enseñanza (mala o buena, según casos) del griego y del latín, disminuía el papel de la filosofía y la literatura pasaba a considerarse una cuestión de mercado.
El fenómeno no es exclusivamente europeo, sino occidental y no tiene vuelta atrás. La tecnología y las nuevas formas de comunicación han transformado especialidades como la Medicina, antes humanística y hoy tan atenta a los progresos de la informática. Estamos amenazados o lograremos redimirnos en un futuro por la robotización, porque las máquinas atraen más que unos versos de Catulo o la novela de Miguel de Cervantes y lo que entendemos como ciencia adquiere un valor indiscutible. Ciencia y Humanismo no deberían ser excluyentes, pero la cotidianeidad difumina cualquier propuesta humanística. En los últimos días los políticos europeos, de tan escasa entidad y proyección, han vuelto a las andadas con Grecia, martirizada por recortes y amenazas. Han logrado que Alexis Tsipras se haya convertido, desde sus utopías iniciales, en un político irrelevante, obligado a soportar en los últimos meses dos huelgas generales, arruinando su inicial aunque contradictoria popularidad. Incluso nuestro ministro de Asuntos Exteriores en funciones, un verso casi suelto, José Manuel García-Margallo, se ha atrevido a declarar: «Nos hemos pasado cuatro pueblos en el tema de la austeridad», refiriéndose a los dirigentes de Bruselas y Berlín, no así al Gobierno español, que ha seguido a pie juntillas los dictados que le han venido imponiendo. La Europa de la que formamos parte resulta tan imperfecta en estos momentos que hasta un país, siempre reticente, como Gran Bretaña estaría dispuesto a abandonar el club. No le conviene ni a los poderes económicos ni a EE UU, aunque el candidato republicano in pectore Donald Trump lo entienda oportuno.
El desconcierto europeo, pese a las multitudinarias organizaciones burocráticas que se han ido generando, no se reduce tan sólo a una reafirmación de los nacionalismos (contra los que se planeó originariamente), sino a un crecimiento irresponsable de la xenofobia, fruto del racismo y de la islamofobia. En consecuencia puede observarse también una preocupante decantación hacia una derecha radical no sólo en Hungría, en Polonia o en Austria, sino en la misma acogedora Grecia (un creciente Amanecer Dorado) o en la poco receptiva Macedonia u otros países de los Balcanes. La liberal sociedad europea salta por los aires incluso en Dinamarca, donde los trabajadores votan más al PF, extrema derecha, que a la socialdemocracia. La amenaza de la saga Le Pen en el país vecino es tan real que pocos dudan de que el partido de Marine puede convertirse en una de las dos formaciones que lleguen a la habitual segunda vuelta electoral. Todo ello llega acompañado por el desconcierto general de la socialdemocracia. Paradójicamente parte de los votantes demócratas en EE UU han demostrado en sus elecciones primarias cierta inclinación hacia posiciones más a la izquierda que las de Hillary Clinton. Europa busca alternativas a una situación preocupante, de la que España no deja de ser un referente. Francia acaba de aprobar vía decreto-ley una reforma laboral parecida a la que se impuso en nuestro país siguiendo los dictados de Bruselas. El Partido Socialista Francés se ha plegado también a los incógnitos «hombres de negro», aunque su paro no pase del 10% y mantenga servicios sociales de calidad. Los resultados electorales en España podrían dar una idea de hasta dónde puede llegar la Europa que no nos gusta.
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