Historia

José Jiménez Lozano

El proyecto «comba»

La Razón
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Hemos leído una vez más una noticia que no ha podido extrañar a nadie y es que el diseño de la enseñanza prosigue en los mismos principios soberanos que están en la base de esta cuestión y que no tienen nada que ver con enseñar y aprender, porque se advierte previamente que no hay nada que aprender, sino que se trata de un misterio pitagórico que es aprender a aprender. Y otro principio, éste menos pitagórico pero también muy profundo, es que la enseñanza sea tan atractiva y divertida que nadie la desee abandonar y no haya lo que se llaman fracasos. Es decir que no se dé la vergüenza de que sean los escolares los que tengan que esforzarse por estudiar, sino que sean los gobiernos los que no toleren que fracasen. Lo que supone la abolición total de los exámenes, una institución burguesa, patriarcal y machista, como ya el Gran Timonel había desterrado de China hace años, durante la Revolución Cultural, que equivale a todos iguales en la ignorancia, como decía Chigaliev el especialista en educación de «Los demonios», de Dostoievski.

Un tercer principio es que todo es opinable y toda opinión es respetable, y que no debe haber nada indiscutible porque esto sería algo autoritario. Y el cuarto principio y principio de los principios consiste en mostrar la evidencia de que no hay que saber nada porque todo está en las reservas electrónicas de la famosas nuevas tecnologías, y lo que hay que hacer es insistir en buscar ahí y luego proceder a otra acción pitagórica que es entender lo que se lee, algo que nunca se le había ocurrido a nadie.

Y el asunto está en que, si no se sabe que la justicia y la libertad y demás señoras ni siquiera existen porque, como ya sabían en el siglo XIII eran nombres universales y abstractos, puede creerse a quien las pregona y encontrarse como aquel listo del que contaba Unamuno que leyó un letrero que ponía: «Púrguese con aceite de ricino», lo entendió, compró el ricino, y se purgó. ¿Para qué más filosofías?

Porque el caso es aligerar el tiempo y el espacio que impidan que un chico pueda votar y, si cree que la señora justicia o la señora igualdad viven en alguna parte o se pueden domiciliar en un partido, resulta perfecto. ¿Para qué se querría la educación, si no?

Lo realmente importante y que acabaría con la cuestión educativa sería una «ley de la comba horizontal» a ras de suelo para evitar todo esfuerzo e incluso todo complejo de inferioridad. Y desde aquí pasar al gran proyecto de que, dado que el país se siente muy a gusto al margen de antiguallas como las enseñanzas del griego, el latín o la historia que no sea la de la tribu, un alumno a sus cinco o seis años, que ya puede escoger a qué sexo desea pertenecer, podría elegir también las titulaciones que prefiriese y comenzar a percibir, para irse acostumbrando, los emolumentos correspondientes y el avezamiento a ser diputado, si le apetece. Y, a todos ellos. se proveerá, gratuitamente desde luego, de un artilugio inteligente de alta tecnología «in quo totum continetur», como antes se decía del Libro del Juicio Final.

La Revolución cultural china, concepción personal del señor Mao Zedong, miraba por encima del hombro al marxismo como a cualquier otra clase de pensamiento, arte o técnica, y no necesitaba ni médicos, ni ingenieros o cualquier otro tipo de profesionales porque para curar, sembrar una planta y una mala hierba juntas por exigencia de dialéctica, o hacer un guiso de arroz, allí estaba y sobraba el Libro Rojo de dicho señor.

Esto explica perfectamente que los países occidentales, como ahora España, quieran aprovecharse de la teoría y práctica pedagógica del señor Mao Zedong, cuyos poemas fueron alabados en Occidente, tan notables como aquel de «Blanco o negro, lo que importa es que el gato cace ratones». Y los hemos copiado, pero dado un toque más intelectual.