Joaquín Marco

Encuestas inclementes

Pocos, salvo los más pesimistas, podían esperar un vuelco en las elecciones andaluzas como el que se produjo. Ni siquiera quienes nos consideramos escépticos y hasta pesimistas hubiéramos podido llegar a lo que la población andaluza, de súbito, ha expresado en las urnas, también con su abstención o deliberado silencio. Las encuestas, madre de previsiones han vuelto a fallar de forma estrepitosa, salvo las de ABC. Por consiguiente, convendrá olvidarse de ellas en el futuro porque en estas tierras nunca logran acertar. Su metodología, su cocina, no llegan a descubrir el punto de ebullición. Pocos imaginaron un vuelco que puede expandirse al ámbito nacional, fruto del sentimiento del votante antes que de una lógica reflexiva. No se trata de la esplendorosa irrupción de Vox, el nuevo partido de extrema derecha, diga lo que diga, antes situado en los aledaños de un PP que trataba de albergar su conjunto. Este extraordinario país, rebosante de inclementes sorpresas políticas, una vez más se comporta como el tobogán, no sólo el de los hambrientos, como tituló Camilo José Cela, sino el de los irritados. ¿Y quién no lo estará por una u otra razón? En las vigilias de las Navidades, que nos ponen de los nervios, cabría añadir los pronósticos políticos que se avizoran. Se amontonarán elecciones, una tras otra, y Sánchez seguirá en sus viajes internacionales mientras aquí devanaremos el hilo interminable de inclementes encuestas. Ni los partidos políticos en la oposición andaluza hubieran podido imaginar el escenario que las incógnitas nos deparan. Alejados de cualquier interpretación estadística, los politólogos tampoco logran situar a tantos votantes resabiados.

Tal vez convendría reflexionar no sólo sobre el voto de castigo que supone para la política tradicional andaluza y sus repercusiones indudables sobre el resto del país, incluida la rebelde Cataluña, sino el signo que significa desplazarse de lo que se entendía ya como una cansina tradición. Se advierte, una vez más, que cuando se levantan los adoquines de las calles de París, Europa empieza a temblar. Lo hicieron al tiempo que se producían elecciones en una lejana Andalucía, frontera de la emigración norteafricana, aunque llegue desde África profunda. Nuestra posición integradora de la emigración chocará ahora, de triunfar en elecciones municipales y generales, con la nueva política que rechaza a los semiahogados del Mediterráneo y cuantos confían lograr su salvación en el top manta de las ciudades españolas. Como en la mayor parte de la Europa más civilizada, la emigración ha pasado a convertirse en el tema principal de interesada reflexión populista, porque en España no caben, por descontado, todos los africanos, ni se lo han propuesto. Como nuestro amigo americano ésta podría convertirse en la cortina de humo de tantas desdichas colectivas. Preferimos observar cómo se desangra en el Mediterráneo el continente de nuestros orígenes a proponer alguna solución, que las hay, alternativas y hasta satisfactorias. Algo de racismo subyace en esta problemática que la Europa blanca –y no tan feliz– debería advertir y autoflagelarse. El mundo, desde el siglo anterior, y desde la América hispana se advertía ancho y ajeno. Por descontado, lo observamos desde aquí como más ajeno y, tal vez, poco ancho metafóricamente.

Las elecciones andaluzas mostraron el retorno a un rancio nacionalismo español, sumado al odio hacia cualquier alternativa feminista y el rechazo a las alternativas de una sexualidad rigurosamente definida por la más ortodoxa iglesia católica, que, pese a los esfuerzos vaticanos, vuelve a resurgir como aquel franquismo que creímos solventado con una Transición de andar por casa. Este país ha redescubierto, una vez más, el freno y marcha atrás. Hay parte de la población que pretende restaurar viejas y amarillentas fotografías del caudillo Franco en lugar de alejarlo del culto del Valle de los Caídos. Están en su derecho, como otros el de sepultarlo en lugar discreto y sin aspavientos. Quienes vivimos durante aquel régimen sabemos muy bien las consecuencias que todavía hoy nos alejan de la llamada Europa democrática. Porque nuestra extrema derecha, a diferencia de otras de la UE, busca enlazar con el pasado. Tal vez sea menos violenta que la francesa e intransigente que la italiana, la húngara o la polaca, pero sólo cabe leer sus principios electorales para añorar a Mariano Rajoy. Ya Pío Baroja titulaba «El mundo es ansí» y, sin duda, nos colocaba ante una realidad inapelable. La democracia es el menor de los males, advertía Churchill, y a ella debemos atenernos. Si a este país le conviene darse un paseo por los complejos laberintos europeos, donde la extrema derecha constituye el nuevo Frankenstein, que así sea. Seremos más modernos o más antiguos, pero andaremos como los cangrejos. Dicen los socialistas, en crisis ideológica permanente, que no temen a la extrema derecha. Sus votantes, sí. Resultaría preferible no dar marcha atrás por el camino de hacia ninguna parte. Las encuestas señalaron otras direcciones, porque la sociología todavía no forma parte de la multitud de ciencias inexactas.