Joaquín Marco
Fracaso y regeneación
Atravesamos tiempos de pesimismo, oscuridad, opacidades y silencios. De poco ha de servirnos superar una crisis económica tras otra si no disponemos de políticas cuya obsesión no resida únicamente en hacerse con el poder o mantenerlo con mentiras que ahora se denominan posverdades.
La sensación de fracaso recorre la espina dorsal no sólo de Cataluña, víctima y a la vez culpable, sino de buena parte de la sociedad española pensante que algunos entienden como minoría. La vertiginosa sucesión de hechos todavía no se ha convertido en un término que desde algún tiempo ha logrado la máxima popularidad: el relato. No hemos alcanzado la serenidad suficiente para transformar hechos aislados en lo que procede del ámbito literario y que sugiere orden, veracidad, tiempos y hasta ritmo, su complemento. La sensación de fracaso histórico tampoco resulta ninguna novedad en España. El que vivimos los supervivientes fue la guerra de nuestros antepasados (como bien tituló Miguel Delibes). Pero con anterioridad habíamos superado otra gran crisis, la de 1898, que desplazó este país todavía colonial con presencia más o menos simbólica en América y Asia. Rompió con la rara fascinación imperial al despojarse de territorios, tras la breve guerra con los EE.UU. Hubo exagerados que lo calificaron de Desastre (así, en mayúsculas), aunque de él surgiera un grupo de pensadores y escritores, alguno de los cuales pudo vivir años después la verdadera catástrofe, el enfrentamiento armado entre españoles en su propio suelo. Bien es verdad que poseíamos a lo largo del siglo XIX la tradición de las guerras carlistas que se soportaron con resignación y agua bendita. Algunos de aquellos pensadores, como Miguel de Unamuno –todavía vivo según Jon Juaristi– pudieron enlazar en vida ciertas experiencias colectivas que habrían de llevarle desde la tristeza a la angustia, coincidiendo con los existencialistas. Lamentablemente no disponemos de otro «rector de la Universidad de Salamanca» que pueda comparársele, ni de otros personajes, como aquel profesor de instituto, Antonio Machado, con tanta lucidez y sentido de lo auténticamente moderno.
Destacaron, desde el pesimismo, por un Regeneracionismo que encabezaron políticos como Picavea, Mallada o Costa. Estamos lamentando en muchos ámbitos lo que se califica de fracaso de la política, algo en lo que históricamente éramos expertos. Unamuno vivió los albores del catalanismo que, a comienzos del pasado siglo, era capaz de llenar plazas de toros. Fue, tras una de estas manifestaciones cuando le comentó a Joan Maragall que a los catalanes les perdía la estética. No sé muy bien qué habría pensado si hubiera vivido las circunstancias valleinclanescas por las que estamos atravesando. Murió en soledad espiritual desengañado del fascismo que le rodeaba. Ya ni nos sirven las palabras de López Aranguren, quien tras ser derrotado en unas oposiciones, dictaminó en latín: «No hay estética sin ética». Carecemos en gran parte de Cataluña y España de una y otra. Atravesamos tiempos de pesimismo, oscuridad, opacidades y silencios. De poco ha de servirnos superar una crisis económica tras otra si no disponemos de políticas cuya obsesión no resida únicamente en hacerse con el poder o mantenerlo con mentiras que ahora se denominan posverdades. El retorno a la guerra de banderas, símbolos de aquel nacionalismo que creíamos superado tras el advenimiento de la Unión Europea, incrementa una tristeza compartida. Un futbolista como Piqué, que algunos admirarán por su juego y otros odiarán por sus opiniones, no tiene ya empacho en llorar frente a las cámaras. Deberíamos hacer una profunda reflexión sobre las imágenes de la violencia que alcanzaron las primeras páginas de los periódicos y los titulares de tantos medios en todo el mundo. Vivimos en la era de la imagen y no sería mala idea retornar al mundo de la palabra. Porque la palabra desnuda, despojada de falsificaciones significantes, representa la posibilidad más oportuna de comunicación. Si hojeamos el Diccionario de la RAE podremos observar cuán rica puede ser la comunicación verbal. Y al mencionado debemos añadir los de las otras tres lenguas que suman y jamás pueden dividir esta sufrida piel de toro que habitamos.
¿Qué hacer? se preguntaba también Lenin. Lo que se pueda hacer, debe hacerse. Y también los silencios han de resultarnos significativos. Cabe valorar también los tiempos de reflexión, tal vez de duda –quizá fértil– o la posible incapacidad de articular una solución. Porque lo que está sucediendo en Cataluña –antes y mañana– no es una cuestión local, sino que afecta al conjunto de España y, como observamos, no resta ajena al mundo occidental. Esta rápida sucesión de acontecimientos pretende acelerar la historia. Los políticos tratan de evadir sus responsabilidades y las trasladan al mundo judicial o a la calle. Pero las manifestaciones nunca se organizan solas, tras ellas descubriremos cabezas pensantes. El proceso ha dejado de ser el «procès» para transformarse en otro imaginario. El qué hacer significa que se trunca y brota el desconcierto, el desorden. Ondean de nuevo las tan respetables, por otra parte, banderas de la CNT. Los sindicatos que creíamos que controlaban la calle renuncian a ello y a las perspectivas sociales. Aparecen organizaciones y gentes que se asoman a los medios para reiterar la novedad de lo caduco. Casi nada es nuevo bajo el sol y los jóvenes se asombran de lo que algunos ya vivieron en más de una ocasión. Pero situados, como equilibristas, sobre el tenso alambre, podremos advertir los abismos que estamos conjurando. Todo podría ser todavía peor o parecerlo, aunque los túneles finalizan a corta o larga distancia. No hay otra luz que el diálogo, la regeneración o como quiera llamársele. Si Cataluña es España y ésta es Europa y aquella es parte del mundo occidental, necesitamos ojeadores del futuro y elegir caminos verdaderos, los que se hacen al andar.
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