Alfredo Semprún

Los vergonzantes aliados de Obama

Degollar a los prisioneros de guerra tiene el inconveniente de provocar resistencias numantinas, como la que está desempeñando la guarnición siria del aeropuerto militar de Deir al-Zor, uno de los últimos bastiones del régimen de Al Asad en la provincia del mismo nombre. Ahí, además del prestigio, los islamistas se juegan el dominio de la principal zona petrolera de Siria, que es de donde sacan buena parte del presupuesto. La base aérea está prácticamente rodeada, salvo por un sendero de montaña, a través del cual llegan contados suministros. Los de Damasco también resisten en una zona de la capital regional.

Son soldados y milicianos endurecidos, que mueren por docenas, pero que hacen pagar caro a los islamistas el tributo de sangre. El último episodio de este «fort apache» oriental tuvo lugar el viernes pasado, cuando un ataque del Estado Islámico consiguió penetrar en las defensas exteriores. Aunque no hay que fiarse de los partes oficiales, los de ambos bandos coinciden en la ferocidad de los combates y en el alto número de bajas: 120 muertos y un número indeterminado de heridos. Por supuesto, ningún prisionero. Según todos los indicios, la situación la restableció un oportuno ataque aéreo norteamericano contra concentraciones de tropas y artillería del EI en una de las colinas que dominan la base. Naturalmente, el comunicado oficial gringo no hace referencia alguna al asedio de Deir al-Zor, como si todo se debiera al azar.

Un poco como lo que está ocurriendo en la frontera irano-iraquí, donde la aviación de los ayatolás –viejos Phanton II de la época del Sha que se mantienen en estado de vuelo– no ha dejado de atacar posiciones islamistas, aunque, oficialmente, sin coordinación con los bombardeos de las fuerzas aéreas occidentales. Algo imposible de creer, dada la proximidad de las áreas de operaciones y el riesgo evidente de cruzarse en uno de los pasillos aéreos. Pero mientras el presidente Barack Obama no se decida a desplegar la Infantería, las únicas tropas capaces de hacer frente a los islamistas son los soldados sirios y los aliados chiíes de Damasco y Bagdad. Es decir, los libaneses de Hizbulá –grupo terrorista para la UE y Washington– y los guardianes revolucionarios de Irán, país sometido a embargo por sus inclinaciones nucleares. Damasco y Teherán se convierten, así, en aliados objetivos, pero vergonzantes, de la Casa Blanca, cuyo juego de equilibrios empieza a dar vértigo. Dado que Ashton Carter, el nuevo secretario de Defensa de Obama, es un científico destacado –también profesor de historia medieval– podrá explicar a su jefe aquello de que la física tiene horror a los espacios vacíos.

En las actuales circunstancias, con una rebelión extremista suní extendiéndose por todo el mundo islámico –el último jalón lo han puesto en la destrozada Libia– son los chiíes, más estructurados y jerarquizados, los únicos que pueden llenar el vacío estratégico de dos décadas de incompetencia militar y política occidental. Porque el hecho es que se nos multiplica el trabajo y en Afganistán, Pakistán, Siria, Irak, Líbano, Yemen, Somalia, Nigeria, Kenia, República Centroafricana, Libia, Túnez, Argelia y Mali cada vez hay más grupos jurando lealtad al Estado Islámico. Tiempo al tiempo.