Joaquín Marco
Memoria y régimen
Las palabras no son inocentes, su elección dice mucho de quién habla. Algunas ya son historia, pero ésta nunca se ajusta a la experiencia. Cualquier país se sustenta en un régimen político, al nuestro en 1978 le añadimos el adjetivo constitucional, que no es poco
La suma de nuestras memorias individuales debería configurar el verdadero hilo de la Historia, aunque casi nunca resulte así, porque partidos, ideologías y hasta historiadores más o menos profesionales conducen y orientan sus interpretaciones en función de intereses y prejuicios. También las infidelidades de la memoria restan seriedad a los testimonios. Los pueblos y sus mentalidades se construyen con la delicada tela de la intimidad de nuestras creencias y motivaciones, pero fácilmente acaban siendo pasto de banderas y banderías. Las dificultades de la biografía para observar pasajes oscuros o precisar detalles, tal vez fundamentales, de sus personajes se transforman a veces en incógnitas que permanecen irresueltas. ¿Cuántas versiones disponemos del asesinato del presidente J.F. Kennedy?: una amplia conjura, intervenciones de agentes extranjeros cubanos o rusos, mafia nacional, rencores políticos próximos, acción de un hombre solo y su derivado, el Ku Klux Klan. Pero lo cierto es que los gobiernos nunca exhuman suficientes documentos para decantar definitivamente la historia, incluso la de Kennedy, epicentro de una multitud de relatos que han analizado aquella muerte trágica desde infinitas perspectivas. Otras historias nunca contaron con la literatura suficiente. Pienso en la extinta Unión Soviética y en tantos hombres y mujeres asesinados o trasladados a la estepa siberiana en la mayor impunidad. Pienso en tantos años de silencios cómplices. Sin embargo, también allí la verdad fue abriéndose paso y la memoria de los supervivientes ha ido desvelando los perfiles de aquella tragedia que ni siquiera los comunistas europeos se atrevían a admitir. Cuando se alzó el telón de acero brotaron incipientes memorias que nos ayudaron a comprender el enorme sufrimiento de fondo. Una comprensión que resulta siempre un ejercicio difícil. Recuerdo la primera vez que estuve en Alemania –y habían pasado muchos años del nazismo–: un taxista de cierta edad, que me llevaba desde el aeropuerto, decía no saber nada del campo de exterminio de Dachau, que quedaba a pocos kilómetros.
Los pueblos deben preservar las memorias individuales pero fomentar la historia objetiva, capaz de describir críticamente los errores del pasado y también los aciertos. Convendría que este tipo de historia fuera materia científica para los estudiantes desde sus primeras letras. Pero ¿qué objetividad? Nada más conflictivo que la interpretación de los hechos. Disponemos de una bandera de la UE –la bandera que no falte–, pero carecemos de un relato objetivo y manejable de la historia de Europa, una materia que debería considerarse obligatoria para todos los ciudadanos de la Unión. Me sorprendo una y otra vez cuando escucho cómo se trata ahora de la etapa posfranquista: «El régimen del 78». En mi memoria, tras padecer en carne propia lo que fuera el Régimen (porque se escribía en mayúscula y no había otro) y abrir con tanto esfuerzo el camino constitucional –Estatutos de autonomía, Constitución– que se emprendió con la colaboración de todos, no hay otro Régimen que el franquista. Hablar del régimen del 78 es querer ver la Transición como una prolongación implícita del franquismo, enlodando el recuerdo de cuantos soportaron años de violencia, cárcel y represión por querer acabar con una dictadura política. Bien es verdad que la RAE define régimen como «el sistema político por el que se rige una nación». Y efectivamente España, tras la Constitución, se convirtió en un nuevo régimen. Pero aquí conviene llamar la atención sobre el proceso de degradación que sufren las palabras, también ellas sufren. Para algunos de nosotros llamar régimen a la Transición resulta peyorativo: remite al inmediatamente anterior y tan distinto, por más que las personas en muchos casos fueran las mismas. Quienes vienen defendiendo una reforma constitucional están no sólo en su derecho, sino en el deber de hacerlo por responsabilidad. Hemos podido comprobar dolorosamente que una Constitución que se elaboró con tantas presiones no responde ya a las inquietudes de buena parte de la ciudadanía. Los edificios envejecen, las personas también, incluso los libros envejecen. ¿Cómo no va a envejecer un acuerdo político?
Los jóvenes se quejan: ellos no votaron aquel texto fundacional de una nueva política. Y es cierto, lo hicieron sus abuelos o sus padres, también en nombre de sus sucesores. Contra lo que suponen, el período preconstitucional y los últimos años del Caudillo no fueron precisamente un período fácil, sin riesgos –incluso de la vida–. La obligada clandestinidad de tantos años fue siempre un trago áspero y doloroso. Pensemos en los presos políticos recluidos en penales de la mayor dureza, como Burgos u Ocaña. En nada se parecían a Soto del Real. Cuando en la manifestación del pasado 29 de octubre apareció la figura de Paco Frutos y se mencionó al Partido Comunista, algunos de nosotros recordamos que desde que el PC defendió la reconciliación y el pacifismo, éste fue el Partido (también con mayúscula) al que se aludía en ámbitos juveniles y en la oposición. De aquello no queda nada o casi nada. El PC ha sido el gran olvidado de la historia, víctima de la perversa utilización que se hizo de la ideología que lleva su nombre. Pero cuántos vivieron aquellos años recordarán la legitimidad que supuso su legalización para el gobierno de Adolfo Suárez. Convendría pacificar el lenguaje, porque sería una forma sencilla de suavizar la vida colectiva. Las palabras no son inocentes, su elección dice mucho de quién habla. Algunas ya son historia, pero ésta nunca se ajusta a la experiencia. Cualquier país se sustenta en un régimen político, al nuestro en 1978 le añadimos el adjetivo constitucional, que no es poco.
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