Joaquín Marco
Mientras tanto
Tal vez los políticos de nuestro país necesiten más y más tiempo para descubrir la llave que ha de abrirnos la felicidad colectiva. Todos ellos saben, sin embargo, que el tiempo es oro y no es cosa de desperdiciarlo porque también la vida, no siempre dorada, es limitada. Valiosos resultan asimismo los tiempos perdidos de las naciones y de los pueblos. Iñigo Errejón tiene razón al sostener que no pueden alargarse negociaciones políticas de cuya solución, entiende, dependen las condiciones de vida de millones de españoles que han atravesado ya umbrales de pobreza. La «nueva» política deriva en buena medida de un cambio generacional y de otros estilos de entender lo público. Se hizo patente en el atuendo de algunos de los nuevos diputados y en alguna tierna escena que escandalizó a quienes no admiten que los cambios se manifiestan también por el abandono de costumbres por arraigadas que estén. Parte de la calle o de quienes utilizaron las plazas públicas para manifestar su ideario político han traspasado la puerta de los leones y éstos han permanecido inmutables. Bien es verdad que el rostro de Angela Merkel se transmutó cuando Rajoy le insinuó, antes de las elecciones, que Podemos podía convertirse en la primera fuerza de la oposición. Y hay que admitir que los resultados casi se cumplieron. El PSOE se mantuvo no sin dificultades y ello nos lleva a rebuscar tiempo y llegar hasta el fondo del mar, si es necesario, para descubrir la llave que parece encontrarse en sus profundidades. Este prolongado buceo tal vez nos conduzca al fracaso; es decir, a unas nuevas elecciones. Pero todo lleva a suponer que la situación de los partidos que podrían gobernar apenas si sufriría alteración. Y mientras tanto, corre el tiempo y los organismos internacionales que rigen la economía europea manifiestan ya su nerviosismo. Mientras Pablo Iglesias se proponía como vicepresidente y a su alrededor se situaban los presuntos ministros de un nuevo gobierno que debería aceptar el PSOE, en el nevado pueblecito de Davos, en Suiza, se concentraba la flor y nata del poderío económico mundial. Se discutió sobre la cuarta revolución industrial, la robotización, la energía, las divisas (la devaluación del yuan) y la amenaza de una nueva recesión mundial, tal vez la nueva fase de aquella que se inició en septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers. Al último Davos acudió Li Yuan Chao, vicepresidente de la República Popular China, acompañado de Klaus Schwab, el fundador de los encuentros, porque China ha pasado de ser la salvación de la crisis a nuevo factor desestabilizador. Las palabras del dirigente intentaron calmar los ánimos: «La contribución de China al crecimiento mundial no va a cambiar», aseguró. Y los mercados respiraron aliviados con sus palabras durante pocas horas. El precio del petróleo alcanzó los 31 dólares y las bolsas asiáticas y europeas se tomaron un breve respiro en su prolongado descenso. Pero la alegría dura poco en casa de los ricos y los 700.000 millones de dólares que abandonaron China en 2015, probablemente para saldar deudas en dólares, llevan a reflexionar sobre el grave endeudamiento privado del país que podría llevarle, para corregirlo, a tasas de crecimiento de hasta el 4% o 5%, lo que para las expectativas mundiales resulta más que preocupante. También la presencia de Mario Draghi y sus palabras, «no nos rendiremos», animaron al personal, porque Draghi, desde su BCE, mostraría su heterodoxia, buscando fórmulas de expansión monetaria que evitaran la recesión y la deflación. Fórmulas que contrastan con la ortodoxia de la economía liberal dominante en escena.
La inestabilidad política que refleja la situación española debería situarse, pues, en la crisis que se manifiesta no sólo en Europa y en los países emergentes –que ya han dejado de serlo–, sino en un ámbito global. El ministro español De Guindos lo dejó caer como remota posibilidad, pero las bolsas siguen derrumbándose y el descenso del precio del petróleo no es tan sólo el fruto de una operación geoestratégica saudí (pese a los movimientos estratégicos de Rusia), sino que revela la desaceleración del proceso de crecimiento económico mundial. Nos llegan sus efluvios desde la antes lejana Asia, con China y Japón (que ha vuelto a las andadas), pero se dejan sentir ya no sólo en América, sino también en una Europa que parece haber perdido sus señas de identidad. El problema de los refugiados no parece tener solución y ha provocado el aumento de actitudes que creímos superadas, xenofobia y rapiña de los estados, cierre de fronteras y amenazas a Grecia. Los problemas sociales y políticos han provocado la pérdida de confianza, ganada a pulso en un marco corrupto, hacia los grandes partidos tradicionales. Y, por si fuera poco, EE UU emprende ahora su larga marcha electoral, añadiendo más incertidumbres al panorama. Es posible que, enfrascados en problemas de índole personal, en juegos de tronos o de «yoes», nuestros políticos no sean conscientes del momento en el que tratan de alcanzar o retener el poder. Pero deberían mostrarse más humildes y admitir que sus capacidades en el seno de un mundo desbordado por conflictos y en una Europa amenazada por el terrorismo yihadista son limitadas. Falta tiempo para ordenar una casa que muestra ya tantas grietas ante la posibilidad de nuevos y tal vez graves movimientos sísmicos.
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