Educación
Repensar la universidad
El ridículo papel de las universidades españolas en los llamados rankings internacionales ha hecho que la sociedad se interrogue a menudo acerca de esta institución. Eso sigue a una desazón continuada entre muchos docentes de edad y prestigio que se ha traducido en varios ensayos sobre la decadencia de la universidad y, en concreto, sobre el declive de las humanidades. Libros como «Adiós a la universidad» (2011) de J. Llovet, «La universidad cercada» (2013), editado por varios autores, y una cascada de artículos se hacen eco de un malestar nada nuevo ya en nuestras aulas tras las sucesivas reformas que se han hecho últimamente. Parece extraño que una democracia avanzada con tanta proyección como España tenga tan poca relevancia académica internacional en universidades, investigación o patentes. Era de esperar otra cosa, acaso comparable a los numerosos éxitos en campeonatos deportivos, de un país con nuestro PIB y con tamaña importancia histórico-cultural en el plano de la creatividad artística, literaria y musical.
Pero el desánimo de los profesores más jóvenes también es notorio. No hace tanto, en la universidad en la que estudió el que suscribe, hace justo veinte años, había maestros de humanidades clásicas que fueron parte de una escuela española que, sin grandes inversiones de dinero, fue referencia internacional y que, dicho sea sin ánimo nostálgico, formaba con valores de mérito y excelencia. ¿Cómo explicar entonces el declinar de nuestra universidad? Entre muchas causas, solo hay que ver el lugar que ocupa en nuestro presupuesto la I + D en comparación con otras democracias occidentales o comparar la política científica de nuestro país –con tantos vaivenes y convocatorias tan inestables, que aparecen y desaparecen como riachuelos o contienen nuevas astucias cada año para eliminar concurrencia y ahorrar presupuesto–, con la de países líderes como Alemania, con un programa de ciencia y captación de talento estable y renovado anualmente desde hace más de medio siglo. Grande es el daño para nuestra investigación, no solo achacable a la reciente crisis, sino más bien a la falta de una dirección razonable, racional y unificada de esta política. Se piden proyectos de humanidades –y de otras áreas, pero hablo de la que se ha puesto a imitar desaforadamente las modas científicas más abstrusas o hiperespecializadas– porque obtenerlos significa fondos, prestigio y parcelas de poder, pero, ¿realmente son esenciales y se traducen en avances para el conocimiento? Otras causas apuntan al profesorado y los criterios para su selección desde la desaparición de un sistema de oposiciones nacional. La inmensa mayoría de los profesores españoles se han formado en la universidad en que trabajan (algo raro en los países de referencia) y su selección se hace a partir de concursos públicos que no son sino promociones internas encubiertas. Son el turno, la resistencia y el criterio de antigüedad, más que la excelencia o el mérito, los criterios seguidos para su consolidación. Más allá de esto, que afecta a la médula de la universidad, son muchos los contrasentidos tan evidentes que, vistos desde fuera, por un escrita o un persa, casi no haría falta señalarlos. No nos sorprendamos de la mala calidad de algunos ámbitos de la democracia española –desde la corrupción al actual bloqueo egoísta– si el espacio de debate intelectual y formación por excelencia que es la universidad se encuentra en esta situación.
Nada nuevo pueden aportar estas líneas a las consabidas quejas sobre la penuria de nuestra universidad. Sin embargo, querría invitar a una reflexión basada en dos palabras griegas pensado sobre todo en quienes no suelen tener voz en este debate: los estudiantes. Y es que a veces parece que se ha hecho una universidad de espaldas al alumno cuando, por ejemplo, muchos docentes son testigos de que, en la pugna que se desata con cada enésima reforma de planes de estudios, se busca ante todo mantener cuotas de poder en vez de tener en mente lo que debería conocer en verdad un estudiante. ¿Por qué no pensar más en ellos si, como decía Ortega, la misión primaria de la universidad es enseñar «a la legión inmensa de los jóvenes»? En cuanto a la primera palabra griega, la democracia, desde sus orígenes se fundó sobre el debate público de los ciudadanos dedicados al ocio productivo que describió Aristóteles como único posible para los hombres de bien («kaloikagathoi», «chrestoi»): el que se pone al servicio a la comunidad de la polis y el que se ocupa en la especulación científica, filosófica o de las «artes de las Musas» para su transmisión a los jóvenes. La academia, en sentido amplio y no estrictamente platónico, evoca aquel lugar ameno para el segundo ejercicio, mientras el primero se situaba en el ágora. La universidad ha de ser lugar de encuentro de esa otra comunidad, dentro de la política y fundamental para su buena salud, que es la formada por maestros y alumnos. Hoy más que nunca debemos recobrar esa íntima ligazón clásica entre democracia y academia, con sus valores humanísticos y de excelencia. La universidad debe ser, sobre esta base, la comunidad de enseñanza y aprendizaje de materias selectas y siempre humanas –o «universitas studiorum», como se diría en la recepción medieval y renacentista de esta tradición– que procura un saber amplio, global y circular, una «enkyklios paideia», que a la vez forme buenos ciudadanos en lo general y eruditos especializados. Volviendo a los griegos, solo poner nuestro pensamiento en los jóvenes y retomar la fórmula que equipara academia y democracia podrían restaurar la transparencia en la universidad y la racionalidad en la política.
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