Alfredo Semprún

Una amenaza a China

Una amenaza a China
Una amenaza a Chinalarazon

Corea del Norte es una criatura de los comunistas chinos, engendrada en el breve amor de verano de Mao y Stalin. Por ello, nunca hay que perder de vista este hecho cuando se trata de analizar las amenazas y las salidas de pata de banco de los Kim, porque siempre tienen como primer destinatario a Pekín. Bastaría con que los chinos movieran un solo dedo para que la tiranía norcoreana pasara al museo de los horrores de la historia, con sus momias presidenciales. Para entender lo que ganan los chinos manteniendo al régimen de Pyongyang habría que desarrollar aquella genial disciplina imaginada por Asimov, la «psicohistoria», y adentrarnos en los reflejos antijaponeses de los chinos, inmunes al paso del tiempo, y en las heridas sin cicatrizar de la guerra del opio, cuando Occidente enseñó al decadente imperio del centro, que se tenía por el ombligo del mundo, que la pólvora servía para algo más que disparar fuegos artificiales. Los norcoreanos han desempeñado el doble papel de espina incordiante y de recordatorio de lo conveniente que es llevarse bien con China. Cuando la guerra de Corea, la de 1950, que fue una de las más mortíferas de la historia reciente, el general McArthur propuso lanzar un par de bombas atómicas sobre China. Estaba convencido de que Rusia, la otra potencia nuclear de entonces, no reaccionaría más allá de los comunicados de condena porque, entre otras cuestiones, tenía un millón de soldados chinos apostados en la frontera con Siberia.

Truman, menos optimista, destituyó al general, desarticulando, de paso, al sector republicano belicista. Recordarán que los norcoreanos, con el respaldo político de Stalin, habían invadido el sur en junio de 1950. McArthur, pese a los avisos de la CIA, no había tomado ninguna medida defensiva y los soldados de Kim entraron hasta la cocina. Rodeados en Pusán, en el extremo sur de la península, surcoreanos y norteamericanos consiguieron aguantar una semanas decisivas hasta que McArthur, que era un genio militar, llevó a cabo el desembarco en Inchón, muy en la retaguardia norcoreana, y dejó aislado al Ejército de Kim. Esto ocurría el 15 de septiembre de 1950 y un mes después, las tropas aliadas, que actuaban bajo mandato de la ONU, habían conquistado Pyongyang y se bañaban en el río Yalu. Washington le había advertido a McArthur que no llegara tan lejos, pero al general lo que menos le importaba era una guerra con China. De hecho, hoy parece claro que la buscó con ahínco. Entonces intervinieron los chinos. El puro peso de los números y algunos centenares de Mig-15 rusos –la única ayuda que prestó Stalin–, hicieron retroceder a los aliados hasta más allá del paralelo 38, en una retirada tremenda, que costó miles de muertos a los norteamericanos. El 4 de enero de 1951, los comunistas tomaron de nuevo Seúl y llevaron a cabo la segunda depuración de los «enemigos de clase». Antes, los surcoreanos habían depurado de comunistas la capital y, tras la reconquista definitiva, volverían a hacer los mismo.

Fueron años de terror y matanzas por ambas partes, pero el presidente surcoreano Syhgman Rhee era uno de «nuestros cerdos», que tan útiles resultaron durante la Guerra Fría. No hay datos contrastados, pero los muertos civiles se acercan a los dos millones de personas, con decenas de miles de desaparecidos. A base de poner soldados chinos muertos y de la destrucción sistemática de todas las infraestructuras del norte –ahí se demostró la superioridad de la aviación estadounidense–, el frente se mantuvo estático hasta 1953, cuando se firmó el armisticio. El que supo sacar la mejor lección de lo ocurrido fue el propio Kim il Sung. Comprendió que su Ejército había sido barrido del campo de batalla y que sólo la geopolítica le había salvado. Pero, también, que su régimen estaba para siempre sujeto a Pekín. Ahora, con algunas cabezas nucleares e inciertos medios de lanzamiento, su nieto pretende cambiar las cosas y propala aires de autonomía. Por eso amenaza al mundo, para pedirle a China que le deje ser mayor. No habrá caso.