Tribuna
Un verdadero filántropo: el rico epicúreo Diógenes
Leamos hoy a Diógenes, que ofrece en su inscripción una verdadera medicina del alma con rescoldos de filosofía viva
Imaginemos que somos un anciano o una anciana con una dolencia del corazón, con problemas dentales y con muchísimo dinero –acaso producto de nuestra labor en el comercio o de una herencia–, tanto como para vivir desahogadamente y tener una bonita residencia en nuestra pequeña pero próspera ciudad de provincias y una villa en una isla para invernar. Hemos vivido razonablemente bien, pero ya se vislumbra el final. ¿Qué haríamos en el otoño de nuestra vida con esa fortuna? Estaríamos rodeados de familia, amigos, médicos y no pocos caraduras y aduladores. Pero, ¿qué hacer con el tiempo que nos quede? Supongo que algunos optarían por un simple hedonismo, otros por un cierto estoicismo sufrido, los más por un nihilismo desesperado o desengañado… pero, si nos vamos a la esencia de la sabiduría clásica, no deberíamos desechar la idea de la filantropía epicúrea. Tras esta escena que les propongo, me saltan a la memoria dos personas muy opuestas: por un lado, en la actualidad, a un sedicente filántropo, uno de esos tecnomillonarios que crean fundaciones con las migajas de su fortuna y se dedican a una presunta y malentendida filosofía clásica (no se dice el pecador); por otro, en la antigüedad, a un personaje irrepetible en la historia, un verdadero filántropo que nos ha dejado un monumento único en su especie: Diógenes de Enoanda y su gran inscripción.
En realidad, no sabemos casi nada de este buen hombre, salvo que era muy rico, anciano, que estaba enfermo (tal vez del corazón o del estómago), que tenía buenos amigos y una mujer que lo cuidaba (no es seguro que fuera su esposa) y que vivía prósperamente en Enoanda, la ciudad «vinosa», en la provincia de Licia, al oriente del Imperio Romano en el siglo II de nuestra era, época fascinante para entender el transcurso de la humanidad. Es impresionante considerar el contexto histórico de la floreciente época de los Antoninos, cuando el imperio romano fue más filosófico, con emperadores como el culto Adriano, seguramente adicto a la secta estoica de Epicteto, o el buen Marco Aurelio, pero también con tantos felices secuaces de Epicuro, como Luciano o este Diógenes. Y es que, en la historia romana, desde las épocas de Lucrecio u Horacio, había cundido el epicureísmo como visión alternativa para conseguir la vida feliz con lemas como el beatus ille o la aurea mediocritas.
Este filántropo, Diógenes de Enoanda, quizá se enriqueció con el comercio de bienes de larga distancia, pues su ciudad estaba en las rutas hacia Oriente y no lejos del puerto de Telmeso (actual Fethiye, en Turquía). Sabemos que tenía una villa en la isla de Rodas, pero, llegado a la vejez, en vez de comprar más casas o más cosas, dedicarse a la política, amasar una fortuna mayor o darse al simple hedonismo, decidió invertir su dinero en levantar, junto a un pórtico en la vía pública principal de su ciudad, un enorme y carísimo muro de unos 90 metros de largo por tres de alto. Ahí hizo grabar una espléndida inscripción con un resumen de la doctrina de Epicuro, a modo de evangelio filosófico, a modo de libro desplegado para que lo leyeran sus compatriotas y cualquiera que pasara por aquel frecuentado camino. Pensando que iba a procurar la salvación de mucha gente, incluyó sus propias reflexiones, sentencias del maestro, algunas cartas y, por supuesto, el tetrafármaco epicúreo (1. nada de miedo a los dioses, 2. no a la angustia por la muerte, 3. fácil es lograr el bien y 4. es efímero el dolor) con vistas a conseguir la feliz serenidad o «eudaimonía» a través del placer en ascenso desde el más básico a la pasión por el conocimiento. Hizo grabar, junto a una física y ética epicúreas, epístolas a sus amigos Antípatro y a Dionisio, una colección de máximas del maestro, que incluyen algunas de sus Doctrinas principales, y su Carta a la madre, entre otras cosas. La inscripción es también singular porque parece imitar un libro con su disposición, como en los rollos antiguos de papiro.
La inscripción de este entusiasta evangelista del epicureísmo es fantástica porque nos cuenta mucho sobre la repercusión real, viva y social de esta corriente filosófica. El enfermo y anciano Diógenes se empeñó en curarnos el alma a todos, como su propio precursor Epicuro. De este decía Nietzsche que «sólo alguien que sufría constantemente pudo inventar felicidad semejante». Resulta, pues, que Diógenes sabía que el dinero hay que usarlo como su maestro Epicuro, para cuidar a sus amigos, sus viudas y huérfanos, y crear una suerte de fundación para el estudio de la filosofía y de la vida feliz. Pero Diógenes, que consideraba a todo el género humano también como amigo (esto es lo que significa filantropía), acabó por emplear su tiempo, dinero y esfuerzo en esta inscripción, la obra de su vida, consiguiendo los permisos y edificando ese enorme muro en un lugar público. Esta pieza única, dedicada a promocionar la filosofía al mayor público posible –se dirige abiertamente a locales y foráneos, con su mensaje universal, como sabía Epicuro, que admitía a esclavos y heteras en su escuela–, refleja la esperanza de que la gente se convirtiera a una doctrina que proporciona la felicidad al género humano. No sabemos cómo fue destruida la inscripción, seguramente ya en la antigüedad tardía, quizá por invasiones bárbaras o por decreto de las autoridades cristianas. El caso es que sus piezas derribadas y dispersas, por suerte, han sido hoy restituidas en lo posible por los arqueólogos y filólogos, que desde finales del siglo XIX han ido rescatando gran parte del texto. Leamos hoy a Diógenes, que ofrece en su inscripción una verdadera medicina del alma con rescoldos de filosofía viva, que abarca desde la comprensión del cosmos y de la física atomista a la ética cotidiana, con consejos sobre la vejez y la amistad para pasar mejor la vida. Eso sí que es un filántropo: ya sabemos a qué podemos dedicar el tiempo que nos quede.
David Hernández de la Fuente es escritor y Catedrático de Filología Griega en la UCM.