Oración

El punto decisivo

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Habitarse, instalación fotográfica
La plenitud de la Ley La Razon

Lectio Divina desde el evangelio del VI domingo de Pascua

Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor, que esté siempre con vosotros (…) vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros (Juan 14, 15-21).

Esta semana comentaba mi artículo del pasado domingo con un joven que me presentó una inquietud después de leerlo: “Sé que Dios ha puesto su fuerza en nosotros, pero no entiendo por qué necesito estar dirigiéndome a Él continuamente. ¿Es que debo seguir cogido de la mano como el niño pequeño que más bien debe aprender a andar por sí mismo?”. Le expliqué entonces que había llegado al punto decisivo de la vida cristiana y de su propio camino personal. Este se trata de no poner nuestra confianza únicamente en nosotros mismos, sino darle primacía a la gracia que Dios nos otorga para que vivamos la verdadera libertad.

Este domingo seguimos meditando el discurso de despedida de Jesús a sus discípulos en la Última Cena. Él ya se había hecho su siervo al lavarles los pies, y también se hacía mucho más que un padre, alimentándolos a su mesa con su propia vida. Ahora les explica el significado de sus últimas horas y lo que ha de venir después. Ese después de su resurrección y del envío de su Espíritu llega hasta nuestra actualidad. Somos capaces de conocer a Cristo en el presente porque él mora con nosotros y está en nosotros. Efectivamente, “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28). Su Espíritu nos hace reconocer su presencia tanto en lo más íntimo de nuestro ser como en todo lo que nos rodea y nos toca vivir. Él sabe que por nosotros mismos no podemos conocerle y amarle perfectamente, pues nuestra naturaleza herida necesita su ayuda para vivir la verdadera libertad. La inteligencia y la voluntad humanas por sí solas yerran. Necesitamos que el Salvador nos restaure con su resurrección y nos defienda con su Espíritu del pecado que sigue acechándonos.

Dios había revelado sus Mandamientos a Israel durante el camino de libertad que abría para él. Porque existe una estrecha relación entre lo que Él manda y la libertad hacia la que nos encaminamos. Los mandatos divinos no son para coaccionarnos, sino para hacernos libres. Libre sobre nuestras propias heridas que nos inducen al pecado. Libres porque al cumplir lo que Dios nos pide nos mantenemos en comunión con Él. Es decir, existimos para movernos en una relación de amor y confianza que une lo humano y lo divino. Dicha relación no se puede reducir a un moralismo –“esto es bueno, eso es malo”; “esto se puede, aquello no”. La fe es ante todo comunión con Dios, que es en sí mismo unidad de amor trinitario, por tanto, relación dinámica, creativa y generadora de vida. Es esta relación con Él la que hace arder nuestros corazones como los de los discípulos cuando el Resucitado les acompañaba y enseñaba las verdades eternas por el camino.

La historia de Israel, que fracasaba una y otra vez en cumplir lo que Dios le mandaba, nos ilustra sobre todo esto. La primera Alianza de Dios con este pueblo no podía basarse solo en el cumplimiento exterior de prescripciones rituales y morales. Tenía que partir desde lo más íntimo de cada persona, desde sus corazones renovados y encendidos por el amor a Dios. Por eso Él promete que pondrá su ley en los corazones de sus hijos, es decir, en el centro vital de cada uno (Jeremías 31, 33). Esta promesa se cumple, precisamente, en la Nueva Alianza que Cristo sella con nosotros en su cruz y con el envío de su Espíritu Santo. Él se ha dejado herir en su carne para sanar nuestras heridas e inscribir en nuestra carne su ley de libertad. En su corazón traspasado se ha abierto el canal por el que su Espíritu entra hasta lo más íntimo de cada corazón humano. Así el Redentor lleva a su plenitud los antiguos mandamientos, que ahora llama “suyos”, porque él mismo nos los hace conocer y vivir desde su presencia en nosotros. Por eso, ante la inquietud del joven que me preguntaba por qué necesitamos dirigir continuamente nuestra mirada a Dios, en vez de “andar por libre” en el camino de la vida, la respuesta es que volver a Dios es ser lo más auténtico de nosotros mismos. Mirar a Cristo es contemplar el horizonte de nuestra propia vida ya sanada y redimida mientras aún vamos de camino.

Ante esta realidad, tenemos necesidad de discernir unos puntos muy concretos desde esta hora tan difícil de la humanidad. ¿En quién estamos poniendo nuestra confianza ante las dificultades? ¿Nos sostenemos en nuestros propios medios o en la fuerza de su Espíritu que renueva la faz de la tierra? En definitiva, ¿las pruebas de la vida nos hacen buscar la santidad? En este amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos se resumen todos los Mandamientos, que suponen acciones concretas, muchas veces exigentes y valientes, yendo en contra de la corriente de lo fácil y del propio gusto para elegir lo que cuesta más porque más vale.

–Ya veo que este es un camino exigente– concluyó el joven.

–Pues sí –le respondí–, pero aquel que se ha puesto en camino y no deja de avanzar, ya ha llegado a la meta dentro de sí mismo.