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Dos papas santos

Padres conciliadores

La Razón
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El Papa Francisco ha unido la canonización de Juan Pablo II a la de Juan XXIII –para lo cual ha dado un permiso especial para que este último fuera canonizado sin haberse probado un milagro obtenido por su intercesión–, porque quería mostrar a todos que en la Iglesia se puede ser santo de muchas maneras y también con sensibilidades diferentes. Algunos piensan que Juan XXIII es el Papa de los progresistas y Juan Pablo II, el de los conservadores.

Lo piensan y lo dicen porque consideran que la convocatoria del Concilio Vaticano II por Juan XXIII le sitúa en el bando de las izquierdas, mientras que la lucha contra el comunismo del Papa Wojtyla le coloca claramente con las derechas. Estas simplificaciones me dan risa, porque indican que quien las hace ni conoce la Iglesia ni conoció a los dos Papas santos.

Es verdad que se puede ser santo según sensibilidades distintas en la Iglesia. Es verdad también que Juan XXIII y Juan Pablo II eran diferentes, pero ni uno era de izquierdas ni el otro de derechas.

Ambos eran de Cristo y sólo de Cristo. Juan XXIII no convocó un Concilio para romper con la tradición; su «aggiornamento», la puesta al día que quería para la Iglesia, debía consistir sobre todo en la «vuelta a las fuentes», en el retorno a los orígenes; jamás hubiera ni pensado ni deseado que el Postconcilio se aplicara en la clave de ruptura con que se ha aplicado en muchos casos, tal y como denunció Benedicto XVI. Por otro lado, Juan Pablo II luchó efectivamente contra la dictadura marxista y contribuyó eficazmente a destruirla, pero su dimensión social (en encíclicas como la «Sollicitudo rei socialis» o la «Laborem excercens») es tan importante dentro de su magisterio como lo fueron sus enseñanzas sobre la vida y la familia.

Juan XXIII y Juan Pablo II son dos Papas santos y los dos fueron «padres conciliares, uno como Pontífice y el otro como obispo de Cracovia. Ambos amaron a Jesucristo con toda su alma y ambos lucharon por defender a la Iglesia de sus enemigos.

Al Papa Juan le tocó un tiempo más dulce que a su sucesor, ciertamente, pero eso era algo que el Espíritu Santo sabía. Cada Pontífice completa siempre la obra de su predecesor, pues, por grande que haya sido éste, no deja de ser un ser humano y, por lo tanto, limitado cuando no imperfecto. Así se pone de manifiesto que quien de verdad guía a la Iglesia es el Espíritu Santo. Él, como el buen padre de la parábola, sabe sacar del baúl el paño que corresponde a las necesidades que tiene la Iglesia en cada momento.

En el siglo XX, lo hizo una y otra vez, con una hilera de Papas de auténtico lujo, dos de los cuales ven ahora reconocida su santidad. Esto tiene que darnos a todos una gran paz y serenidad, pues Dios sabe siempre lo que hace. Con San Juan Pablo II le decimos: «En ti confío».