Coronavirus

Pandemia

Una pandemia de mala ciencia

Estudios erróneos, expectativas exageradas, manipulaciones interesadas… La urgencia por acabar con el coronavirus pone en riesgo algunos cimientos de la credibilidad científica

Coronavirus situation in Hungary
Hospitales de Francia y EE UU han hallado positivos de coronavirus en muestras de finales de añoCSABA KRIZSANEFE

Las mascarillas eran innecesarias y ahora son imprescindibles. La vacuna contra la Covid-19 está a punto de llegar o está a años luz. El virus no se contagia a los gatos o hay gatos contagiados. El mejor tratamiento contra la enfermedad debe ser sobre las vías respiratorias o mejor tratar con anticoagulantes. La inmunidad de rebaño es necesaria. La inmunidad de rebaño es una locura. El SARS-CoV-2 surgió en diciembre de 2019. El Sars-CoV-2 surgió hace años. Pangolín sí, pangolín no. El paciente cero francés se contagió en febrero. No: fue en diciembre del año pasado.

Todas estas afirmaciones han sido recogidas en los medios de comunicación y, en su gran mayoría, procedían de declaraciones, estudios o publicaciones científicas. Nunca antes en la historia de la humanidad un solo problema había concitado tal cantidad de investigaciones, esfuerzo intelectual y económico. Pero parece que no ha sido suficiente para despejar las grandes incertidumbres que sobrevuelan la peor crisis sanitaria que recordamos. La pandemia vírica ha venido acompañada de una pandemia de desconcierto, información cruzada, apresuramiento y, por qué no decirlo, mala ciencia.

Un reciente artículo publicado en el diario chino South China Post daba en una de las claves de ese invisible efecto secundario que puede estar provocando el virus en forma de deterioro de la credibilidad científica. «La urgencia por hallar una vacuna contra la Covid-19 ha superado todos los límites conocidos. Cada día que pasa sin una solución cientos de personas mueren en el mundo».

La frase es realmente exagerada y profundamente injusta para la comunidad científica. En el fondo la ciencia siempre ha sido y siempre será un instrumento para avanzar en la carrera hacia la solución de los grandes males que nos afligen y no está en sus manos solucionarlos de un día para otro. Pero el diario asiático recogía con tino el grado de estrés al que está sometida la comunidad científica en esta crisis y los peligros a los que ese estrés nos enfrenta.

Revistas tan prestigiosas como Science han alertado de que algunos investigadores están sacrificando parte de su disciplinada parsimonia y de su rigor metodológico en busca de vías aceleradas para alcanzar su objetivo: una vacuna, un tratamiento, una solución.

La urgencia de una vacuna

La búsqueda de una vacuna, por ejemplo, es un empeño que generalmente requiere de décadas. Hoy el mundo ansía (incluso espera con seguridad) que para 2021 exista una vacuna contra un virus del que no teníamos si quiera idea de su existencia en 2019. Es cierto que hoy contamos con plataformas de fabricación, sistemas estructurados de diseños de antígenos, potentes ordenadores y capacidad de ingeniería genética que pueden acortar los tiempos espectacularmente. Pero ¿tanto?

Para que una vacuna funcione a escala global ha de ser, sobre todo, segura: atacar los receptores adecuados con la molécula adecuada en la dosis adecuada. Cualquier error puede generar más daño del que se pretende evitar. Según Science, los anticuerpos que se dirigen a virus de los que no se ha neutralizado suficientemente su infectividad pueden aumentar la replicación viral en lugar de detenerla. La seguridad es vital en un medicamento que está pensado para ser suministrado a gente sana y evitar así que enferme. Las prisas son malas consejeras en inmunología. Las vacunas exprés son peligrosas. También lo son las conclusiones exprés.

El proceso desde que se tiene una idea teórica hasta que se convierte en realidad a través de la experimentación es largo. La garantía de que se procese es seguro procede del riguroso método de comprobación y publicación de resultados. Cuando una investigación ha dado fruto, debe ser publicada en un medio de prestigio que previamente ha revisado el texto mediante un estricto sistema de tribunales científicos. Pueden pasar años desde que el investigador termina su trabajo en el laboratorio hasta que la comunidad científica acepta su idea publicada. Pero en una crisis como la actual no tenemos años. Ni siquiera tenemos muchos meses. Necesitamos herramientas para actuar cuanto antes. Cuando un gobierno admite que toma una decisión contra el coronavirus basada en la ciencia en realidad está confiando en la poca y apresurada ciencia de la que disponemos por el momento. Para tratar de acelerar el proceso, han proliferado las llamadas «prepublicaciones», estudios que aparecen en medios de Internet antes de ser rigurosamente revisados y que, en muchos casos, sirven de combustible para ayudar a impulsar otros estudios de otros científicos. Una suerte de catalizador de la inspiración científica. Su intención es loable: poner a disposición de los científicos de todo el mundo posibles pistas por las que seguir investigando. Pero los riesgos son elevados. En la presente crisis del coronavirus hemos asistido a numerosos casos de prepublicaciones que han generado entusiasmo y atención mediática sin ser realmente sólidas. El 17 de marzo los medios de todo el mundo recogieron un estudio que avalaba el uso de la hidroxicloroquina como estrategia de referencia contra el mal. Pero expertos como el director de los Institutos Nacionales de Alergia e Infecciones habían declarado que la investigación era puramente anecdótica.

Una publicación sin revisar sobre la posible transmisión del virus a perros domésticos generó alarma a principios de año. Luego se demostró realmente inconsistente. La expectación levantada por el uso de plasma de enfermos convalecientes como medicamento para otros contagiados se basa en una evidencia muy pobre que nace al hilo de las urgencias y del autorizado uso compasivo de algunos medicamentos, pero que no cuenta con estudios sólidos que confirmen su eficacia.

El ejemplo del ibuprofeno

Los medios de comunicación son altavoces de muchos de estos deslices. Pero no son los responsables primeros: muchos de ellos nacen de la comunidad científica. Es el caso de la carta publicada en The Lancet en la que un grupo de médicos alertaba del peligro de usar ibuprofeno en el tratamiento del coronavirus. Los medios recogieron la alerta y dos días después el gobierno francés emitió un comunicado desaconsejando el medicamento. La OMS realizó una nota similar. El asunto corrió a una velocidad muy superior a la que la prudencia científica aconseja. En realidad no hay ninguna publicación sólida que demuestre que los antiinflamatorios como el ibuprofeno agraven los síntomas de la Covid. Días después de la alerta la OMS se vio obligada a retractarse: «Basándonos en la información científica disponible hasta el momento, la organización no tiene ninguna recomendación en contra del uso del ibuprofeno», comunicaba vía Twitter.

Redes sociales, portales de prepublicaciones, científicos con conexiones directas en los medios, divulgadores poco duchos, gestores políticos necesitados de alimentar ruedas de prensa diarias. El campo de la investigación científica en tiempos de pandemia es un campo minado donde las oportunidades para que aflore el error, la mala interpretación o la ciencia sesgada abundan. El mayor esfuerzo científico de la historia ha de seguir transitando por el camino de la cautela. Pero el tiempo apremia.