
Opinión
El ruido que mata
A las máquinas no las podemos callar, pero sí podemos tomar conciencia, quejarnos al poder. Y bajar el volumen de nuestros ruidos, por favor

Lo que más me sorprende del manifiesto que suscriben un montón de sociedades científicas relacionadas con la audición y el ruido que no descansa ni de día ni de noche es que nos digan que no existen quejas concretas de la ciudadanía al respecto. Fíjense si estamos sordos o alelados para no pedir de rodillas que cese este tormento. Se siente en calles, bares, terrazas, patios… un nivel sonoro de máquinas y voces que aparentemente no inmutan a los ciudadanos. Al contrario, nuestra reacción es la subida de volumen de voz inmediata hasta superar la locura de decibelios que nos rodea.
Yo que me dedico al teatro, y que siempre estamos bregando con la potencia y la proyección de la voz, flipo con la gente de a pie y su capacidad resonadora. ¡Todos al escenario!, pienso. La falta de conciencia es tan grande que asomas la cabeza en un local de ocio y el griterío te abofetea hasta la expulsión. Lo malo es que buscas otro para tomar algo y es prácticamente imposible. Todos truenan. Creo que se produce un fenómeno de aturdimiento general, bebemos, comemos, pero gritamos solo cuando queremos que nos escuchen, renunciando sumisamente a escuchar a los otros. ¡Viva la comunicación! Yo algunas veces, sin darme cuenta, pego un chistido salvaje. La mayoría se calla y me mira con irritación; asustada, pido perdón con una sonrisa. Me perdonan, creo, y vuelven a vociferar sin piedad. Pues bien, según los científicos este nivel de ruidos que sufrimos impacta en 22 millones de europeos. Incide en la mortalidad prematura de 22.000 personas, 1.000 en España; 48.000 cardiopatías; 6,5 millones de personas con trastornos crónicos del sueño; 12.500 menores con deterioro cognitivo. ¡Y más de 1.100 millones de personas de entre 12 y 35 años con el riesgo de perder la audición! Los mayores ya estamos sordos.
A las máquinas no las podemos callar, pero sí podemos tomar conciencia, quejarnos al poder. Y bajar el volumen de nuestros ruidos, por favor. El cuerpo y el alma lo agradecerán infinito.
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