Lotería de navidad

Sociedad

¿Por qué seguimos jugando si sabemos que (quizás) no nos toque?

Los números son fríos y objetivos, cautos y rigurosos. Por eso contemplar el sorteo de la Lotería de Navidad desde la perspectiva de éstos carece de sentido. El azar es caprichoso y vivaz, cálido y emocional, la antítesis de la matemática. ¿O no?

Continúan las ventas para la Lotería de Navidad 2019
Panel con los boletos de Lotería de NavidadEduardo ParraEuropa Press

Lo que dicen los números es más o menos esto: existe aproximadamente un 14 por 100 de probabilidades de que nos toque algo este año llevando un solo billete. Eso convierte al sorteo de Navidad en uno de los que más agraciados regala cada año. Claro que lo más probable es que ese «algo» sea solo un reintegro. Si lo que queremos es que nos toque una cantidad mayor de la que hemos apostado, es decir, ganar dinero con la lotería comprando solo un décimo, las cosas se ponen más difíciles: la probabilidad es del 0,019 por 100 Y optar al gordo nos coloca en una probabilidad del 0,0001 por 100, realmente ridícula como es sabido, pero muy superior a la de la Primitiva o el Euromillón.

Probabilidades de ganar

Dicen que jugar a la lotería es el impuesto que hemos de pagar por no saber matemáticas. Con los fríos números en la mano lo más rentable es no jugar.

El caso del sorteo más endemoniado de los que jugamos en España es paradigmático. Los modelos de lotería tipo Euromillón o Primitiva presentan una probabilidades ínfimas de premio. Ganarlos parece un milagro, pero puede ocurrir. Basta con acudir a una administración de loterías, acercarse al mostrador, pagar unos dos euros y rellenar los cuadritos con los números al azar. Una y otra vez con combinaciones distintas. Después de 86 millones de veces, quizá hayamos acumulado una probabilidad de ganar similar a la de tirar una moneda al aire. Es decir, tendríamos que invertir 55 años de vida rellenando sin parar boletos durante 12 horas diarias para que tuviéramos la misma probabilidad de perder que de ganar.

Parece sorprendente que, a pesar de lo remoto que resulta obtener un premio, sigamos jugando a las loterías varias y lo hagamos con entusiasmo. Si mantenemos la costumbre es, en parte, porque nuestro cerebro no está ni remotamente preparado para procesar unos números tan ínfimamente pequeños como los que arroja el cálculo de probabilidades. Sabemos que tenemos pocas opciones de que nos toque. Pero no nos hacemos la menor idea de cuán pocas. Tendemos a pensar espontáneamente que a «alguien ha de tocarle» y creemos de inmediato que no hay nada en el mundo que impida, a priori, que ese alguien seamos nosotros. Y, en el fondo, tenemos razón. Economistas, psicólogos y neurocientíficos han indagado en las claves científicas del jugador de lotería y, no sin dificultad, han desentrañado alguno de sus misterios.

Puede que la clave esté en comportamiento humano estudiado desde antaño y muy bien explotado por los expertos del márketing, la sutil relación entre nuestros temores y nuestras esperanzas. Cuando las probabilidades de ganar son tan insignificantes o resultan incluso difíciles de medir, la razón por la que tomamos una decisión de apostar tiene más que ver con la relación entre nuestras expectativas y nuestro riesgo, con el modo en el que priorizamos la información que nos llega e, incluso, con nuestra relación con los vecinos.

Esperanza o costumbre

Aquí entra en juego lo que los científicos llaman «esperanza matemática», el resultado de multiplicar la cuantía del premio prometido por las probabilidades de ganar. Si el resultado es 1 el premio es justo: la probabilidad de ganar o perder es la misma. Si es menor que 1, el premio es más favorable para quien lo organiza. Si es mayor que 1, hay más opciones de ganar que de perder, así que más vale apostar. Obviamente, la esperanza matemática de todas las loterías es menor que 1. Siempre es más favorable a los intereses de Loterías y Apuestas del Estado.

A nuestro cerebro eso le da igual porque en el fondo es más sensible a la posibilidad de perder algo que a la esperanza de ganar Los psicólogos llaman a esto «aversión a la pérdida», uno de los comportamientos humanos más fascinantes. Se sabe que todos tenemos miedo a perder cosas. Nos negamos a tirar esas viejas ropas a pesar de que sabemos que jamás nos las volveremos a poner, mantenemos a toda costa una relación sentimental que no nos hace felices porque nos aterroriza perder a alguien, incluso cuesta mucho más vender una acciones cuando están a la baja. Algunos expertos creen que la razón se encuentra en una peculiaridad intelectual llamada «sesgo de statu quo», lo que en castellano tradicional podría traducirse como «Virgencita que me quede como estoy». En el caso de la lotería tememos inconscientemente estar perdiendo una oportunidad única. Un estudio del departamento de Psicología Social de la Universidad Tilburg de Holanda lo demostró recientemente. No es la probabilidad de ganar lo que nos mueve a jugar sino el miedo a que gane otro en lugar de nosotros: la aversión a perder. El cerebro humano es muy sensible a la pérdida, incluso cuando esta pérdida es muy pequeña. Por eso, si identificamos algo como una pérdida sentimos la compulsión biológica de tratar de evitarlo. De hecho, biológicamente estamos diseñados para evaluar las ganancias y pérdidas en comparación con las de los demás. Si nunca vemos a nadie en un yate no desearemos tenerlo. Si no lo tenemos, tampoco tememos perderlo. Pero si un conocido tiene ocasión de ganar la lotería, nosotros empezamos a entender esa probabilidad como una futura pérdida. Nos genera ansiedad… corremos a comprar nuestro boleto para sofocarla.

La atracción de los juegos de azar juega con otra imperfección matemática de nuestro cerebro: no sabemos calcular bien las escalas. Un experimento de la institución Carnegie Mellon lo ha comprobado. Se crearon tres grupos de voluntarios. A uno se les dio un dólar y se les pidió que decidieran si compraban lotería o no con él. Luego se les dio otro dólar y luego otro hasta en cinco ocasiones. Al segundo grupo se les dieron los cinco dólares de golpe. Y al tercero se les ofrecieron los cinco dólares pero se le dijo que solo tenían dos opciones: gastárselos todos o no gastarse ninguno. El grupo que más boletos compró fue el primero. Y el 87 por 100 de los miembros del tercero decidió no gastarse nada. Cuando uno tiene la opción de gastar una pequeña cantidad, tiende a hacerlo. Aunque, a la larga, la repetición permanente de este gasto suponga una cantidad mayor. Esta dificultad para calcular escalas de gasto funciona cuando vemos que una apuesta solo nos cuesta dos euros. Y está en la base del éxito de los micropagos en juegos de azar tan de moda en las apuestas online. Parece paradójico, pero precisamente el hecho de que la probabilidad de ganar sea tan infinitesimalmente pequeña, convierte en atractivo el juego. La estadística se vuelve irrelevante, nuestro cerebro solo se fija en lo barato que resulta probar. Incapaces de calcular el sustrato matemático del juego, acudimos de manera inconsciente al pensamiento mágico.

Aun así, el cerebro no está satisfecho pensando que ha tomado una decisión irracional. Un cerebro ha nacido precisamente para ser obsesivamente racional, para lo otro ya están las emociones. Por eso tratará de agarrarse a cualquier argumento que permita dotar de cierta racionalidad a su decisión. Por ejemplo: comprar un boleto en la administración de loterías donde más veces ha caído el gordo o comprar un número que parece «bonito». Conocido el dato que sirve de excusa, la decisión parece más inteligente. Le hemos dado una pátina de objetividad a nuestro impulso jugador. Pero, evidentemente, lo único que hemos hecho es caer en una torpe superstición. Cada Navidad, los despachos de venta de lotería donde más veces se ha entregado un premio bullen de clientes haciendo cola. Ignoran que la probabilidad de que te toque el Gordo es exactamente la misma se compre donde se compre el número.

La lotería juega también con nuestra capacidad de ensoñación. Un experimento llevado a cabo por el profesor Daniel Levine de la Universidad de Texas en Arlintong descubrió que imaginarnos a nosotros mismos en una limusina o escuchar el descorche de una botella activan áreas del cerebro visual y auditivo relacionadas con la toma de decisiones. Las ensoñaciones realistas nos motivan a actuar. El efecto del anuncio de la Lotería en televisión sobre nuestro cerebro es irresistible. No cabe duda, jugar a la lotería es una bendita irracionalidad y los loteros son auténticos magos de la neurociencia sin que lo sepan. Yo, por si acaso, ya tengo mis décimos para este año.