Cuidemos a los mayores: Nuestro primer deber como nación
¿Qué dice de nosotros el hecho de que como sociedad no seamos capaces de garantizar que al menos no mueran desvalidos y solos? LA RAZÓN habla con intelectuales, juristas, políticos y expertos sobre esta lacra colateral que ha descubierto la pandemia que asola al país
A pesar de que la prudencia llama a retrasar las investigaciones sobre la situación de las residencias de ancianos de nuestro país para cuando acabe la pandemia, España vive sobrecogida por la vergüenza y la culpa provocadas tras evidenciarse el estado calamitoso de varios de nuestros geriátricos por el abandono que muchos mayores padecen incluso por parte de sus propias familias y por la incapacidad para evitar que estas personas, cuando contraen la enfermedad, mueran en soledad. ¿Qué nos dice de nuestra sociedad el hecho de que dicha situación esté teniendo lugar en nuestras ciudades? LA RAZÓN ha hablado con intelectuales, juristas, políticos y expertos sobre esta lacra colateral que ha descubierto en esta última semana la epidemia del coronavirus. Así, el escritor y ex ministro de Cultura César Antonio Molina considera que «todo tendrá que analizarse con detenimiento cuando pasen estos días llenos de rumores, falsas noticias, e imprecisiones», pero cuando pase «el maremoto habrá que estudiar qué ha pasado en los centros de mayores, quiénes son los responsables, por qué no se han hecho las inspecciones».
El también poeta considera que en nuestro mundo apenas hay tiempo para dedicarse, no solo a los mayores, sino tampoco a los hijos. «Es una culpa general de todos y de la sociedad en la que vivimos de capitalismo salvaje que es incapaz de apreciar que se vive por otros motivos más allá de los económicos». Molina señala asimismo que cuando se cerraron los colegios hubo problemas que solo se solucionaron cuando se cerraron las empresas. «Si la sociedad no resuelve esta cuestión veremos cosas infames. Hay que revisar de arriba abajo la sociedad en la que vivimos y el valor de la existencia. «Lo de Holanda es una aberración», considera el ex dirigente socialista sobre las opiniones de Frits Rosendaal, jefe de epidemiología clínica del Centro Médico de la Universidad de Leiden (Holanda), que no dudó en criticar «la posición cultural» respecto a los ancianos de países como Italia y España.
«Personas viejas»
Rosendaal ha sido apoyado por varios colegas de su país, y considera que la saturación de hospitales en España se debe a que «admiten a personas viejas en la UCI». César Antonio Molina dice al respecto que «esas cosas se dicen y quedan ahí. Vivimos en un mundo irresponsable con políticos irresponsables. Debemos meditar porque esto volverá a pasar. No estamos preparados para esta guerra. Esa soberbia tecnológica y de todo tipo en la que estamos viviendo no nos va a salvar. Debemos ponernos a pensar, no ya en las medidas médicas, sino en cómo evitar ir cada vez a una mayor deshumanización».
Otro ex ministro, esta vez del Partido Popular, Jorge Fernández Díaz, secunda la visión de Molina: «Estamos inmersos en una sociedad muy utilitarista: tanto produces, tanto vales. Desde esta lógica los mayores se convierten en una carga. El problema está en que no valoramos a las personas por lo que son, por su dignidad inherente, sino por la ‘’utilidad’’ que aportas a la sociedad. Esto sirve no solo para las personas mayores ‘’improductivas’’, sino para los que no aportan nada. Las leyes de eutanasia, aunque no se quiera reconocer, van en esa dirección. Esta es una misma concepción del hombre que está implícita en la actividad de las administraciones».
Asimismo, Teresa Freixas, catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona, contribuye a este intercambio de ideas de Bruselas donde le ha pillado la epidemia y nos habla «en primera persona, porque tengo 70 años». Para Freixas tenemos un problema de mala administración, que tendrá que ser revisado porque según todos los textos (vinculantes y de orientación, nacionales, europeos e internacionales), todas las personas tienen derecho a la salud sin discriminación. «No puede suceder que los mayores tengan que ser preteridos, social o médicamente, por el mero hecho de serlo. Sobre todo, en aquellas sociedades, como las del sur de Europa, en las que gran parte de la economía y del cuidado ha reposado sobre ellos mientras no lo eran tanto».Una triste polémica ha aparecido en diversos Estados miembros de la UE acerca del trato que las respectivas sociedades dan a los mayores. «A mí», explica Freixas, «me ha pillado el confinamiento en Bruselas, donde la situación no es tan preocupante como en España, si bien es también necesario tomar medidas estrictas sobre los contactos interpersonales».
En el fondo de esta cuestión entran en juego factores culturales, de ética y criterios de buena o mala administración según Freixas: «Por ejemplo, la ratio de habitante/cama hospitalaria, decisiva para enfrentar la crisis sanitaria que padecemos, es muy distinta según países. La OCDE constata que mientras que en Alemania es de 8 por cada 1.000 habitantes, en España solo tenemos 3; en Francia, 6; en Bélgica, 5,6; en Italia, 3,2; en los Países Bajos, 3,3; en el Reino Unido, 2,5; y en Estados Unidos, 2,8. No pensemos en Japón, donde poseen una ratio de 13,1, o en Corea del Sur, con 12,3». Y continúa su análisis: «Los que somos mayores siempre tememos ser más vulnerables en todo tipo de crisis. Aunque he comprobado que no en todas partes se tiene la misma actitud hacia nosotros». Freixas recuerda que en España e Italia, donde la familia solía tener estrechos lazos intergeneracionales, se ha ido imponiendo en estos últimos años el hecho de que, sin que fuera estrictamente necesario, a una cierta edad, los padres y abuelos pasen a vivir en residencias o geriátricos. «En otros países más al norte, incluso se ha puesto en duda que los mayores tuvieran que ser atendidos en los hospitales durante esta pandemia porque estaban “quitando” posibilidades de vivir a personas de menor edad y con mejores perspectivas de recuperación», reflexiona.
Por su parte, el prior del Valle de los Caídos, el padre Santiago Cantera, explica cuáles podrían ser las causas de fondo de esta situación. Para él, la sociedad occidental contemporánea ha perdido el sentido de la piedad filial, que es un principio de Ley Natural que se ha desarrollado en todas las culturas y civilizaciones en el mundo y está recogido por el Cuarto Mandamiento de la Ley de Dios. «La piedad filial, entre otros elementos, genera respeto a las generaciones mayores y descubre en ellas el valor de la experiencia y de una sabiduría adquirida por los años», explica. Para Cantera, uno de los problemas es que la sociedad occidental contemporánea ha optado por una línea antinatalista. Y esto conduce a una sociedad sin esperanza y muy deshumanizada. Los niños aportan alegría y futuro y son ellos quienes mejor empatizan de un modo natural con los ancianos. En este sentido, «los ancianos son personas, tienen la misma dignidad que un joven o que alguien de mediana edad. La dignidad de la persona no tiene que ver con su edad, ni con su capacidad mental, grado de conciencia o salud, sino que es intrínseca metafísicamente al ser humano por participar del ser y estar hecha a imagen y semejanza de Dios».
Y es curioso comprobar cómo no pocos de las planteamientos de un ex dirigente político (y doctor en medicina) como Gaspar Llamazares coinciden con la visión ofrecida por el prior benedictino: «Con los ancianos desvalidos frente, por ejemplo, a las enfermedades raras, nos jugamos seguir siendo una civilización», afirma. Llamazares considera que al margen del legítimo debate sobre la gestión de la crisis–que en su opinión debería relegarse al final de la pandemia para tener un mejor criterio y no desperdiciar las fuerzas que hoy deberían estar unidas, para con ello dar un mensaje de liderazgo político y cívico– «si algo nos ha impresionado ha sido la fragilidad de nuestras sociedades desarrolladas donde la economía y la técnica parecía situarnos por encima del resto. Era un espejismo. Desde su doble perspectiva de político y doctor en medicina, explica que «hablando de fragilidad hemos visto las debilidades de nuestro sistema del medio estar que tras la recesión se ha tornado también en malestar social».
Llamazares considera que esta fragilidad se manifiesta en particular entre nuestros mayores: «No es aceptable ni la desprotección y mucho menos el abandono. Lo cierto es que lo que mejor ha funcionado y que disminuye un 12% la pobreza ha sido nuestro sistema público de pensiones a pesar de las críticas. Pese a todo, en sanidad, si bien tenemos un sistema público de calidad, la epidemia nos ha cogido con el pie cambiado cuando tan solo empezaba la transición del modelo de curación de pacientes agudos al modelo de cuidados a enfermos crónicos, geriátricos y pluripatológicos. No hay más que ver las carencias que tenemos en geriatría y enfermería». Sin embargo, es la «fragilidad en materia residencial y de atención a dependientes la que más nos avergüenza y escandaliza. Más que fragilidad, es carencia. Porque el tipo de familia ha cambiado, pero el desarrollo de la red social de protección ha ido más lento. Somos más individualistas pero sin red social», sentencia el ex coordinador general de Izquierda Unida, para quien el modelo carece de la calidad y los recursos materiales y humanos necesarios debido entre otras cosas a que dedicamos a servicios sociales la tercera parte de la media de la UE.
En cualquier caso, «no solo se trata de recursos. Se trata también de replantearse el modelo actual como aparcadero. Se trata de una mayor participación, responsabilidad y control público sobre unas residencias masificadas y deshumanizadas. Pero también de una mayor participación y exigencia cívica de las propias familias para combatir la soledad y el abandono».
El experto en bioética José Ramón Amor recuerda además que el caso mencionado anteriormente del doctor holandés no es el único y nos relata otro triste precedente: «El vicegobernador de Texas, Dan Patrick, que cumplirá en unos días 70 años, aboga claramente por priorizar la economía sobre la supervivencia de los mayores. «Los que tenemos 70 años o más edad nos cuidaremos nosotros mismos, pero no sacrifiquemos al país», contestó Patrick cuando le preguntaron por el coste humano del levantamiento de medidas que él preconiza. «Creo que hay muchos abuelos que coincidirían conmigo en que quiero que mis nietos vivan en el Estados Unidos en el que yo viví. Quiero que tengan una oportunidad de alcanzar el sueño estadounidense». Supremacismo y neoliberalismo en estado puro».
Para José Ramón Amor, la discriminación de las personas por la sola razón de su edad (cuya denominación es el ageísmo, edadismo, etaísmo) es igual o peor que el racismo o el machismo. «Es una inmoralidad como la copa de un pino. Pero, además, injusto: porque esas personas, hombres y mujeres que en circunstancias muy difíciles –nuestra guerra civil, la segunda guerra mundial– supieron sacrificarse por el bien común, para construir el estado de bienestar del que hoy disfrutamos». Este experto considera que «no podemos asistir impasibles ante hechos como este, que no son más que el resultado del derrumbe y la deconstrucción del modelo ético y antropológico tradicionales».
Por su parte, el dramaturgo Albert Boadella considera que «la longevidad de nuestra población es algo que ha pillado por sorpresa a nuestro Estado de Bienestar» y lo cierto es que José Ramón Amor está de acuerdo con que ésta sea una de las causas de fondo de la crisis latente que nos ha desvelado el coronavirus. «Tener 80 o 90 años hoy es algo común. Llegar a los 100 años ya no es ninguna cosa de otro mundo: sin ir más lejos, en Galicia, la Comunidad que me vio nacer y en la que vivo, hay ya unas 1.800 personas con esa edad, y casi todas con buena calidad de vida», explica.
Amor también ha ofrecido en la revista «Vida Nueva» un intento paralelo al de Cantera para analizar cuales son las causas de fondo de lo que está sucediendo con nuestros mayores. Para este experto es fundamental que nos demos cuenta de que «no podemos asistir impasibles ante hechos como estos, que no son más que el resultado del derrumbe y la deconstrucción del modelo ético y antropológico tradicionales». Y contra el «ageísmo» y la cultura de la muerte hace falta una «cultura de la vida, y un sí a una sociedad inclusiva en la que todos sus miembros valen lo mismo porque tienen dignidad y no precio».