Isabel Zendal
Un día en el “polémico” hospital de la Covid
LA RAZÓN recorre las entrañas del Isabel Zendal, que ya ha dado el alta a más de 800 enfermos de coronavirus
Isabel Zendal Gómez (Santa Marina de Parada, La Coruña, 1771) fue la primera enfermera de la historia en embarcarse en una misión internacional. Diez años duró la expedición para llevar la vacuna de la viruela a los territorios españoles de ultramar. Más de dos siglos después, el planeta espera que otra vacuna nos saque del pozo de dolor y muerte en el que nos ha hundido la Covid-19. Esta lucha contra la pandemia, que hoy cumple un año en España, tiene su epicentro en el controvertido Hospital Zendal, en el barrio madrileño de Valdebebas. Un centro hospitalario inédito en el mundo porque está dedicado exclusivamente a una enfermedad. Fernando Prados es el gerente de esta ambiciosa empresa, que busca aliviar a los 34 centros hospitalarios de la Comunidad de Madrid de una presión que comienza a ser insoportable.
Mientras acompaña a LA RAZÓN en la primera vuelta de reconocimiento por el pabellón 1, en el que hoy están hospitalizados 405 leves, manifiesta su tristeza por las «barbaridades y mentiras» que se han dicho sobre el Zendal. A este médico, curtido en escenarios hostiles como el tsunami de Indonesia o el terremoto de Haití, le duelen especialmente el miedo y la desconfianza que los «bulos» han generado en los familiares de los ingresados, que ya alcanzan los 1421 desde su inauguración el 11 de diciembre. Se han dado 818 altas y el número de fallecidos no supera la quincena.
«Me molesta la crítica que afecta a los pacientes. Cuando llegan, se dan cuenta de que no hay goteras ni falta medicación o servicio de radiología, pero sus familiares no están aquí para verlo. Es inadmisible la cantidad de idioteces que se han dicho», se lamenta. Los detractores denuncian que no haya quirófanos o que la bioquímica se realice fuera de las instalaciones, dos argumentos que los defensores despejan afirmando que la derivación a otros hospitales es moneda común en Medicina. Además, aseguran que el enfermo Covid no es un paciente que necesite cirugía.
La disposición de las camas en este espacio diáfano de 80.000 metros cuadrados en el que el aire se renueva cada cinco minutos permite que los enfermos, separados por sexo, se relacionen y salven la soledad adosada a la Covid. Por eso, uno de los criterios para ser derivado aquí desde otro servicio de Urgencias es ser autónomo y estar orientado. Los paseos por todo el perímetro que rodea a los tres pabellones también son una prescripción médica para que evitar los trombos.
Durante la jornada que LA RAZÓN pasó en las entrañas del hospital, fueron varios los pacientes que confesaron haber llegado con miedo y marchar encantados. Es el caso de Ángela Riaño, trasladada desde el Clínico, y que el jueves recibió el alta: «Me daba miedo venir, como se oyen cosas tan raras y feas... La verdad es que cuando escuché la palabra Zendal me asusté. Decían que aquí no había nada, que la gente venía a morirse, y he visto que es todo lo contrario. La atención me ha parecido increíble. Hasta la comida está buena». A Patricia, en cambio, la experiencia no le ha resultado tan positiva. Con solo 39 años, es una de las más jóvenes y se queja de que le molesta la luz, “directa y nada cálida”, además de que “el hospital no está bien coordinado”.
Los sanitarios se mueven con aparente ligereza entre los controles. También ellos han sido protagonistas de la polémica por la acusación de que están aquí «obligados». Lo cierto es que de los 1117 profesionales trasladados, tan solo 250 han venido voluntariamente. El resto son firmantes de lo que se han llamado «contratos Covid», fichados a partir del mes de marzo de 2020 para combatir la pandemia y que han sido requeridos aquí por razones evidentes.
Prados asegura que muchos sanitarios han cambiado de opinión cuando han visto el lugar con sus propios ojos. Cerca de la hora de la comida, mientras maniobra entre carritos con bandejas, una enfermera trasladada del Infanta Sofía asegura que «el Zendal es otra cosa, en los hospitales convencionales la gente se moría sola en su habitación y los encontraban al día siguiente, aquí tenemos a todos los pacientes controlados a golpe de vista. Es verdad que tienen menos intimidad, pero es que esta enfermedad requiere de una observación constante porque los enfermos se pueden poner muy graves de repente», explica Rosa. A su lado, otra compañera asiente y dice que ella no volverá “ni loca” a su hospital de origen si puede evitarlo.
A pocos metros, Eva, supervisora de Enfermería, charla con su madre, de 73 años. «Me la he traído aquí directamente porque sé cómo funciona esto y que es el mejor sitio ahora mismo para tratar la Covid. En un hospital convencional no habría podido relacionarse y aquí pueden ver el sol, jugar a las cartas, pasear, lo que también es fundamental para su recuperación». Eva salió de guardia a las ocho de la mañana y todavía nos la cruzaremos pasadas las dos de la tarde porque «aún había cosas que hacer».
El compromiso de los profesionales convencidos de la utilidad del Zendal es total. Raquel Heras, enfermera y supervisora de producto sanitario, aún se emociona cuando recuerda lo vivido en el hospital temporal de Ifema: «Aquello marcó un antes y un después en mi vida, tanto personal como profesional, por eso he vuelto a decir que sí cuando me llamaron para esto». Ella era una de las supervisoras del turno de noche, una experiencia muy dura en la que echaba tantas horas que acababa por perder la noción del tiempo.
«Lo dimos todo, de verdad que no va a haber vida para agradecer a los sanitarios lo que han hecho», recuerda. Aunque defiende la necesidad de este centro Covid, reconoce que hay cosas que se pueden mejorar. La falta de privacidad es una de ellas. Por eso lideró una iniciativa para instalar biombos modulares que pronto se van a extender a todo el Zendal. Raquel respira hondo antes de contar que el tercer pabellón, que está a punto de inaugurarse con 360 camas, está compuesto por piezas rescatadas de Ifema. Será un espacio con cuatro puestos por box en lugar de ocho, lo que contribuirá a aumentar la sensación de intimidad.
Durante el recorrido por la nueva instalación se cruza Eva Prats, que acaba de entrar en directo para una televisión. Desde que el hospital abrió sus puertas a la Prensa, los medios de comunicación hemos invadido los pasillos. Prats es neumóloga de la Unidad de Cuidados Respiratorios Intermedios (UCRI), una pieza clave de este centro sanitario. El día que se hizo este reportaje, había 43 personas ingresadas en una unidad que pretende esquivar el traslado a la UCI y las consecuencias que ello acarrea. «Es todo un reto, evitar que los pacientes lleguen a estar intubados. No hay nada parecido en España», asegura.
El ambiente en la UCRI, en el pabellón 2, es considerablemente más tenso. Suenan pitidos por todas partes y la gestualidad de los sanitarios es otra. El ratio de asistencia aumenta aquí hasta un enfermero por cuatro pacientes. Pedro Landete, responsable de la unidad, asegura que «aquí hay gente muy joven, aunque yo diría que el grado de virulencia de la Covid-19 en esta tercera ola es el mismo, lo que pasa es que hemos aprendido a tratarlo mejor». A él, como a muchos de sus colegas, le cuesta asimilar que «estando tan desbordados y viendo a tantas personas morir sin patologías previas las terrazas estén llenas. No podemos normalizar tantos fallecimientos a diario».
Paula es una auxiliar de 19 años que acaba de empezar a trabajar en la UCRI. Aún no se le ha quitado la cara de susto por todo lo que está viendo en tan poco tiempo. «Cada día que vengo hay más gente ingresada. Hoy me he encontrado a una chica de 30 años, que el otro día respiraba sola, intubada y en la UCI», asegura con los ojos muy abiertos. La línea que separa a estos ingresados del coma inducido es muy fina y la pueden cruzar en cualquier momento. Hay que estar preparados para todo.
El carácter modular del hospital lo hace muy flexible y permite ampliar o reducir el espacio que ocupan los más graves. Antonio Jiménez, anestesista y neumólogo del Príncipe de Asturias, está hoy al frente de la UCI. Dice que él no se mete en si construir un hospital, o no, era la mejor opción, pero «lo que está claro es que las camas hacían falta». A nuestro alrededor, una veintena de personas sedadas y conectadas a un respirador conforman un panorama desolador. Varios permanecen aislados y tumbados boca abajo en habitaciones acristaladas con presión negativa para que la emanación de gases no se quede en la atmósfera. Cada día ingresan aquí a tres nuevos pacientes. Faltan manos para atenderlos, aunque Jiménez reconoce que la tecnología es puntera y que todas sus demandas de equipos son satisfechas.
Aún quedan, como mínimo, dos semanas para que la UCI empiece a sentir el descenso de los contagios. Esta unidad es la que recibe siempre el último golpe, el zarpazo final de un virus que se resiste a dejarnos: “En Cuidados Intensivos no hemos tocado techo, vienen tiempos peores”. Esta visión terrible, de cuerpos pronados, desnudos e inconscientes aguardando un milagro, es la que deberíamos grabarnos a fuego a ver si, de una vez por todas, entendemos el daño que causa el coronavirus. En realidad, es lo único que importa al batallón de sanitarios del Hospital Isabel Zendal. Los argumentos políticos, y politizados, no son su guerra.
✕
Accede a tu cuenta para comentar