Errores del plan sanitario

Una ola española convertida en tsunami

Sanidad restó importancia a la variante Delta, se quitaron las mascarillas, se relajó la prevención más que en el resto de Europa y ahora España está con el agua al cuello

Oficialmente, la quinta ola de la pandemia se inició en España en la segunda mitad de junio. El día 22, la incidencia acumulada a quince días en país alcanzó su nivel más bajo: 92 casos por 100.000 habitantes. Desde ese día, los datos no dejaron de crecer. A finales de mes había alcanzado 121 casos. Los expertos empezaron a comprender que algo estaba ocurriendo: en ningún otro momento de la crisis del coronavirus se había producido un acelerón tan repentino.

El 5 de julio Fernando Simón advirtió que en solo tres días los contagios habían aumentado un tercio. Aunque para las autoridades sanitarias españolas no parecía aún tratarse de un escenario especialmente preocupante –se era reacio a hablar de «ola» e incluso se usaba el término «olita»), muchos expertos internacionales pusieron sus miradas en el extraño comportamiento de los contagios en España. Llamó la atención lo que algunos llegaron a denominar la «ola explosiva española».

¿Qué características distintivas tenía este comportamiento pandémico en nuestras fronteras? En primer lugar, la velocidad. En un solo fin de semana (3 y 4 de julio) la incidencia subió 52 puntos. Además, el perfil de los contagiados era claramente diferenciador: afectaba el virus especialmente a los jóvenes de entre 16 y 30 años, e incluso a los niños. Se experimentó por primera vez un incidencia de 584 casos por 100.000 habitantes en la franja de edad de entre 12 y 19 años.

La nueva ola explosiva requería una estrategia de contención diferente. Para empezar, obligaba a redefinir los planes de vacunación. El camino dibujado por el gobierno, fundamentalmente basado en una plácida transición hacia la normalidad mediante la vacunación en franjas de edad descendientes mientras se relajaban las medidas de contención social (confinamientos, cierres, etcétera) no servía para nada.

Si tras la primera ola el argumento de «hemos derrotado al virus» y la vuelta a la normalidad se dieron de bruces con la dura realidad, la revolución de las «sonrisas» y el rostro libre de mascarillas promocionada por el Gobierno en junio quedó reducida a un ridículo de dimensiones internacionales. Las sonrisas se congelaron ante una nueva evidencia: España volvía a ser campeona en la aceleración de los contagios.

En este nuevo escenario, epidemiólogos de todo el mundo, entre ellos los habituales portavoces de la Organización Mundial de la Salud (OMS), alertaron que mantener lejos de la vacunación a los grupos de edad más jóvenes había dejado de tener sentido. Se imponía cambiar de paso.

Ciertamente, la quinta ola mantenía una circunstancia que la hacía más esperanzadora. La presión asistencial, el número de muertos, enfermos graves y pacientes en las UCI mantenían niveles bajísimos en relación a los contagios. La vacunación estaba cumpliendo sus objetivos. Pero el dato positivo corrió pronto el peligro de convertirse en una peligrosa ilusión óptica a medida que los ingresos, las UCI y las muertes empezaban a crecer, llegando a presiones de riesgo extremo en comunidades como Cataluña.

Pero la característica más claramente distintiva de la nueva situación residió en el tipo de virus al que nos enfrentábamos. En pocos días los pacientes afectados por la variante Delta se multiplicaron por cinco.

Y llegaron algunos de brotes especialmente notorios. Como aquel de los estudiantes en viaje de fin de curso en Mallorca. Se fueron contagiando entre ellos tanto en los hoteles como en las insensatas fiestas multitudianrias que les organizaron. Pero como los análisis de los que dieron positivo mostraron que pertenecían a la variante Alfa del microorganismo las autoridades sanitarias concluyeron, en una falsa y errrónea sensación, de que el problema residía más en el comportamiento social de la población estudiantil que en razones de calado técnico epidemiológico.

La realidad es que, a pesar de los primeros intentos de Fernando Simón por ocultarlo, la variante Delta había entrado en nuestro país con virulencia suficiente como para convertir a la quinta ola en un tsunami.

Resultaba extraña la resistencia de Simón cuando desde finales de junio informes del Centro Europeo de Control de Enfermedades ya indicaban que para la primera semana de agosto la Delta sería la versión dominante de la infección en más del 70 por 100 de los casos del continente. Se espera que para finales de este mes ya suponga el 90 por 100 de los contagios.

La «olita» preveraniega que anticipó Fernando Simón se convirtió en la quinta ola en toda la regla, con datos que sorprendieron a Europa y que hicieron a España caer de golpe del estado de Nirvana en el que parecían flotar sus políticos: no había nueva normalidad, no había sonrisas, se alejaba la inmunidad de grupo. Incluso el santuario de las residencias de mayores, que parecían haber sido salvadas del drama gracias a la vacunación, se venía abajo.

A mediados de julio el número de contagios de personas ingresadas en estos centros también comenzó a crecer.

Muchos analistas coinciden en advertir que la quinta oleada pilló desprevenido al Gobierno, que había hecho decaer el Estado de Alarma, relajado las medidas y abierto las fronteras justo antes de la explosión de la variante Delta. Como un boxeador que baja la guardia en el peor momento del combate, nuestro país se enfrentó a un cambio del panorama epidemiológico sin precedentes –una variante cuya capacidad de contagio sigue asombrando a los técnicos– mirando al tendido. Si la primera ola azotó España en medio de onerosos retrasos en la toma de decisiones drásticas, la quinta nos llegó de pleno en medio de un ambiente de excesivo optimismo y de ciertas dudas sobre la verdadera gravedad de la nueva variante.

Como resultado. Europa sigue mirando con asombro a España y confirmando que la nuestra ha sido la ola más explosiva del continente.

Ayer mismo se conocía que donde más suben los ingresos hospitalarios es en las islas Baleares, la comunidad autónoma que tiene la incidencia acumulada más alta de España, 833 casos por 100.000 habitantes, 242 más que la media nacional.Y la Comunidad de Madrid notificaba 3.322 nuevos positivos, 169 más que el viernes.

El aumento de ingresos en las UCI de sus hospitales públicos siguen al alza: permanecen ingresados 83 pacientes, 8 más que el viernes, lo que sitúa la ocupación en el 24,3%.

Por ejemplo, en el País Vasco crecen los ingresos en cuidados intensivos, donde ya hay 67 pacientes con covid-19 y ayer entraron en planta 49 enfermos, que se suman a los 259 contabilizados el viernes.

Los hospitalizados en Andalucía subieron ayer en 25 hasta 1.361 pacientes y también han aumentado en las UCI, donde ya están ingresadas 253 personas en estado grave.

En Cataluña se sumaron otros 3.150 contagios y 27 muertos. En esa comunidad la ocupación de las UCI del 48% la sitúa a la cabeza de España y 28 puntos por encima de la media nacional.