Pandemia
El coronavirus se cronificará
Las últimas evidencias sugieren que la pandemia vivirá entre nosotros para siempre por lo que los gobiernos deberán reestructurar recursos
Parques llenos de niños jugando a menos de un metro de distancia, frenética actividad comercial en las calles, normalidad en los encuentros en familia, no se ven apenas mascarillas, prácticamente nadie recuerda el uso del gel hidroalcohólico: la vida no es que haya tornado a una nueva normalidad, es que realmente ha recuperado la normalidad de siempre. La imagen puede formar parte de los sueños de muchos de nosotros, pero realmente se parece a la vida que habían logrado alcanzar en Nueva Zelanda después de que, desde febrero de 2021, no se haya reportado un solo caso comunitario de coronavirus.
El país parecía el ejemplo perfecto de cómo sería el mundo cuando el virus hubiera desaparecido. Pero la semana pasada la realidad se ha demostrado más tenaz y dura: las autoridades neozelandesas han decretado un nuevo confinamiento total de la población al detectarse un solo caso de contagio en Aukland: solo un positivo ha servido para demostrar a la población que el coronavirus sigue presente y para alertar a los responsables de la sanidad de uno de los países que ha pasado por ser un paraíso casi libre de pandemia hasta el punto de volver a proponer las más estrictas medidas. Y es que, aunque muchos sigan pensando que tarde o temprano el SARS-Cov-2 será uno de esos microorganismos que se estudian en los libros de historia de la medicina, cada vez hay más evidencias que demuestran que más bien va a ocurrir todo lo contrario: el coronavirus permanecerá con nosotros mucho tiempo, quién sabe si no lo hará para siempre.
Desde hace mucho los científicos de todo el mundo saben que el final de la pandemia no va a ser abrupto, no va a existir un momento en el que podamos cantar victoria y determinar que ya no hay más virus entre nosotros, no llegará el día de la inmunidad definitiva, ni siquiera el de la inmunidad de grupo tal y como aún hoy muchos se empeñan en entender. El final de la pandemia será lento y paulatino, los contagios irán poco a poco apagándose hasta llegar a unos umbrales de infección crónicos que permitan realizar una vida normal aun conviviendo con la patología.
La noticia no debería sorprender a nadie: solo existe un virus humano al que la Organización Mundial de la Salud haya considerado definitivamente radicado en toda la historia, el de la viruela.
Una vez que un patógeno nuevo ha entrado en la cadena de contagios humana borrarlo definitivamente del mapa es muy difícil, de hecho estamos más que acostumbrados a convivir con virus endémicos circulantes de los que posiblemente jamás podamos deshacernos. Forma parte del juegos de la vida, compartir espacio con microorganismos que nos hacen daño y de cuando en cuando nos matan. El SARS-Cov-2 no tiene por qué ser diferente. En palabras de epidemiólogo de Boston Sandro Galea «es ingenuo pensar que algún día llegaremos a un mundo con covid cero». Durante la primera ola de la pandemia, algunos expertos y autoridades sanitarias, como las de Australia y Nueva Zelanda entre otras postularon la alternativa de covid cero como estrategia de acción contra la enfermedad. Buena parte de las extremas medidas que se han tomado en todo el mundo responden probablemente a la intención inicial de erradicar la circulación del virus de manera definitiva. Hoy cada vez más científicos consideran que aquello fue un error y que probablemente nos distrajo durante demasiado tiempo del objetivo más realista y factible: evitar que la enfermedad mate y convertirla en un mal crónico y perenne.
Y realmente nadie puede decir que no fuimos advertidos de ello. Ya en enero de 2021 la revista «Nature» elaboró una ambiciosa encuesta entre científicos de todo el mundo recabando opiniones sobre cuál sería el destino de la pandemia. Más de cien inmunólogos, virólogos e investigadores en enfermedades infecciosas fueron consultados y el 90% de ellos aseguró estar convencido de que la pandemia de coronavirus se convertiría en una infección endémica, es decir, que el patógeno continuará circulando en grupos más o menos pequeños de la población durante años o décadas y que rebrotará con mayor o menor fuerza en función de condiciones ambientales y socioeconómicas indeterminadas.
La llegada incesante de nuevas variantes, el comportamiento que ha demostrado el virus proclive a manifestarse en oleadas y las dificultades encontradas en prácticamente todo el mundo desarrollado para llegar a los umbrales de vacunación máximos plantean hoy un panorama bastante esclarecedor: vamos a vivir con coronavirus durante mucho tiempo. Los inmunólogos hoy proponen que debemos enfrentarnos con estrategias de combate y no de eliminación. El coronavirus podrá ser erradicado de algunas regiones del planeta pero continuará activo en buena parte del mundo. No sería descabellado pensar que con este patógeno nos enfrentemos a una situación similar a la que nos vivimos en su momento con la polio, un mal que forma parte del pasado en la mayoría de los países del mundo pero que llevamos décadas tratando de erradicar definitivamente sin conseguirlo.
Y es que no ser capaces de reducir a cero la actividad de un agente infeccioso no tiene por qué ser tan mala noticia. El futuro de nuestra relación con la pandemia dependerá mucho del grado de inmunidad que se demuestre que los seres humanos podemos alcanzar mediante el contagio o la vacunación. Las últimas noticias al respecto son positivas: recientes investigaciones han demostrado que después de ser contagiados la mayoría de los pacientes pueden mantener una inmunidad alta al menos durante un año. Dicha inmunidad se refuerza con la vacunación, lo que podría enfrentarnos a un panorama similar al que ocurre con la gripe y con los otros cuatro coronavirus implicados en la mayoría de los leves resfriados que padecemos los seres humanos desde tiempos inmemoriales. La combinación de vacunas anuales e inmunidad adquirida por el contagio leve podría significar que cualquier sociedad sea capaz de tolerar la convivencia con el SARS-Cov-2 sin recurrir constantemente a duras medidas de confinamiento. Pero para ello también deberíamos ser capaces de tolerar un número anual de muertos y enfermos graves que formarán parte de la contabilidad de la mortalidad de nuestros países durante décadas.
Si durante las primeras fases de la pandemia las medidas sanitarias se centran fundamentalmente en la contención extrema de la circulación del virus, en el nuevo escenario endémico al que nos enfrentamos las amenazas y por lo tanto las soluciones han de ser muy diferentes. La propagación endémica del SARS-Cov-2 dependerá de algunos factores a los que será imprescindible poner coto. El primero de ellos, la posibilidad de generación de variantes que escapen a la vacunación. Los sistemas de alerta internacional tendrán que afinarse exquisitamente para detectar el menor cambio en la genética del virus en cualquier rincón del planeta. Será necesario también hacer un seguimiento exhaustivo de la evolución de la inmunidad que se adquiere con el contagio. Otros factores determinantes como la distribución desigual de la vacuna entre los países del mundo, la fatiga en la toma de medidas y en el cuidado personal, la pérdida de interés de las autoridades políticas o el descenso de las inversiones en el seguimiento de los reservorios animales de futuros virus podrían ser claves para determinar si esta enfermedad endémica se parece más a un constipado común o nos amenaza con la permanente espada de Damocles de una pandemia grave. Olvidarnos de acabar definitivamente con el virus puede ayudar a reestructurar los recursos y las prioridades sanitarias que ahora deberán adaptarse a controlar un virus del que no vamos a poder librarnos fácilmente.
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