El «enemigo invisible»

Así actúan los gases emanados de un cráter

La inhalación de cenizas provoca síndromes respiratorios y oculares, y problemas en la piel y en el sistema digestivo

La ceniza procedente del volcán llena una regadera en Todoque, en La Palma
La ceniza procedente del volcán llena una regadera en Todoque, en La PalmaNACHO DOCEREUTERS

Más de 500 millones de personas viven en el mundo en las cercanías de un volcán activo, a una distancia suficiente como para que las cerca de dos decenas de erupciones que se producen cada año les marquen de manera directa. Aunque la primera preocupación de los habitantes de las zonas afectadas siempre es el contacto directo con la lava y los materiales piroclásticos arrojados a gran velocidad, lo cierto es que, desde el punto de vista de la salud, el enemigo real es algo menos visible.

No es fácil sufrir daños físicos a causa del aluvión de materia del interior del volcán, pero sí lo es sufrir algún tipo de afectación a causa de la inhalación de alguno de los muchos gases que las erupciones generan. El subsuelo en el entorno de un volcán es una caldera y funciona como tal. Junto con la roca fluidificada del magma, se emiten grandes cantidades de vapor de agua, producidas por el contacto de la materia a cientos de grados y el líquido que hay entre las rocas-–generalmente porosas– y las masas de agua en las capas freáticas. Pero el proceso de formación geoquímica en las tripas de esa caldera también viene acompañado de otros viajeros desde el interior de la tierra: un buen puñado de gases. Los más conocidos son el dióxido de carbono (CO2) y el dióxido de azufre (S02). Pero existe más de una docena de otras emanaciones derivadas del carbono, el hidrógeno, el azufre, el metano, el cloro… Además, la descomposición de la roca libera metales pesados como el mercurio, el oro o el plomo.

Exceptuando alguno de estos elementos, como el CO2 que, siendo un gas de efecto invernadero no es tóxico en determinadas cantidades, o el vapor de agua, casi todos los demás componentes pueden suponer un riesgo mayor o menor para la salud. Los estudios realizados sobre esta materia reconocen desde hace años, como parece obvio pensar, que el principal factor de riesgo es la cercanía de la población al foco de las emisiones. Un trabajo realizado en 2007 por la doctora Eugenija Zuskin definió cual era la patología general más habitual derivada de la explosión de un volcán; una especie de catálogo de refereproncia para la prevención en caso de erupción. En las cercanías del foco emisor, la historia clínica recoge casos de traumatismo directo por el impacto de material eyectado, afectaciones por contacto con lava y, por supuesto, mortalidad derivada de los terremotos o tsunamis que pueden producirse tras el acontecimiento. En áreas más alejadas, la patología es más sutil: se relatan síndromes respiratorios, problemas en la piel, afectaciones oculares y del sistema digestivo por la inhalación de algunos gases o de cenizas, incluyendo micropartículas cuyo tamaño las permite atravesar las paredes alveolares.

Gases de interés médico

Pero, ¿cuáles son en concreto las las responsables de estos daños y cuándo se producen? Las reacciones químicas desatadas por el contacto del magma a altas temperaturas con los materiales de la roca y el agua son responsables de la producción de un par de grupos de gases de interés médico. Los que tienen que ver con el cloro y los que tienen que ver con el azufre. Entre los segundos, es muy destacado el dióxido de azufre. Este gas se utiliza para monitorizar la actividad de un volcán del tipo del de Cumbre Vieja. Cuantos más gases se emiten, más activo está el «monstruo».

En los primeros días de erupción del volcán de la Palma se han mantenido las emisiones de dióxido de azufre en niveles estables relativamente altos (de más de 9.000 toneladas al día). Eso, además de indicar una duración prolongada de la erupción, puede suponer al mismo tiempo un importante riesgo para la población. La inhalación de este gas genera irritación, problemas respiratorios y otras patologías generalmente moderadas.

Monitorizar la dirección de la pluma de gases y cenizas ayuda a controlar el riesgo. Afortunadamente, en la mayoría de los casos, la columna de gas es expulsada a cientos o miles de metros de altura. Eso hace que el momento de la dispersión ocurra lejos del contacto con cualquier población y que, en caso de depositarse en zona habitada, los gases lleguen ya muy diluidos en la atmósfera.

Obviamente, en el tratamiento de este riesgo juega un papel importante la meteorología: los patrones de viento, el calor o la lluvia, entre otros factores, pueden ser determinantes para que la peligrosidad de estos gases ácidos sea mayor o menor. Cuando las lavas entran en contacto con el agua salada del mar se produce otro tipo de gases clorados- como el ácido clorhídrico- que también puede ser tóxico y que obliga al control del tránsito en las cercanías del litoral.

Erupciones hawaianas

En 2009 se publicó el primer estudio epidemiológico tras la erupción del volcán Kilauea, en Hawai. Se apreció un aumento de la prevalencia en la población de flemas, rinorrea, dolor y sequedad de garganta, congestión nasal y bronquitis. Las personas con patologías previas respiratorias o fumadoras fueron las más afectadas. «En Hawai todo el mundo sabe lo que es la fluorosis y la intoxicación por ácido clorhídrico. La mayoría de la gente tiene algún grado de afectación en los pulmones, por que los gases que se desprenden en las erupciones son corrosivos», explica José Mangas catedrático de Geología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC).

Según la Red Internacional de Peligros para la Salud de los Volcanes, en los territorios expuestos a erupciones es necesario monitorizar posibles aumentos de afectaciones cardiovasculares o patologías oculares. La rápida actuación de las autoridades, evacuando las posibles zonas de máximo contacto con el gas, minimiza considerablemente la prevalencia de estos casos.

Más allá de los peligros para los humanos, las emanaciones suponen un riesgo medioambiental. Los principales son el depósito de partículas ácidas en el suelo o en las aguas y la contaminación de los cultivos. En algunos casos, la cantidad de gas arrojado es tan grande que llega a provocar cambios en el régimen de lluvias de una zona al acumularse en la atmósfera y tamizar la radiación solar.

Se trata de un efecto de enfriamiento meteorológico generado por la nube de gas y ceniza que solo ocurre en erupciones mucho mayores que las de La Palma.

Por otro lado, si la colada de lava llega al mar, probablemente se producirá un proceso de gasificación que puede afectar a la fauna en el entorno más inmediato. El ecosistema marino también puede verse alterado. En cualquier caso, en las cercanías de Cumbre Vieja habrá que seguir monitorizando todavía las emanaciones y su dinámica tanto el aire como en el suelo. Pasados los primeros días, es probable que se activen protocolos de actuación para el filtrado y limpieza de aguas o tierras de cultivo mediante el uso de filtros y materiales poliméricos que ya existen y que tienen capacidad de retirar los metales y sustancias tóxicas de líquidos y sólidos.