Libertad religiosa
Gloria, la monja que sobrevivió a un secuestro yihadista
«Conviértete, eres un perro de Iglesia», escuchaba cada día esta misionera en sus cinco años de cautiverio en Malí
Cada vez que visualiza su cautiverio, se le quiebra la voz y se enjugan sus ojos. A ella. Y a quien le escucha enfrente. Duele cada recuerdo y lo relata como si se presenciaran las escenas de su tortura a tiempo real. «Me castigaron y me dieron duro, me golpeaban contra la arena, me daban en la clavícula… Lloraba mucho». La misionera Gloria Cecilia Narváez estuvo cuatro años y ocho meses en manos de un grupo yihadista en Malí. Lo compartió ayer con LA RAZÓN y hoy hará lo propio hoy la VI Noche de los Testigos, una vigilia de oración convocada en la catedral de La Almudena por Ayuda a la Iglesia Necesitada, la fundación pontificia que sale al rescate de los 646 millones de creyentes que viven en países sin libertad religiosa.
Cuando aterrizó justo hace veinte años en el país africano no lo hacía de nuevas. Tras pasar por Ecuador y México, había sido destinada Benín. Pronto aprendió a moverse con docilidad en un país de mayoría musulmana donde los cristianos apenas representan un 2,3% de la población.
Su calvario arrancó a las nueve noche de 7 de febrero de 2017. Cuatro terroristas irrumpieron en su casa de Karangasso, una localidad de 12.000 habitantes. Ella y sus hermanas de congregación veían las noticias en televisión. «Todo se truncó de repente. Les ofrecí mi vida para que no hicieran daño a ellas», comenta esta franciscana de María Inmaculada que hoy tiene 60 años. Ellos aceptaron: «Es así como comienza la pasión, el sufrimiento unido a Jesús, tal y como Él fue maltratado, abandonado, incomprendido, perseguido…».
No cita con retórica ni poética. Despojada de su hábito, fue atada con cadenas, insultada, escupida, apaleada... «Ellos estaban armados y yo solo era una mujer... y católica. Tenía que ser lo que Dios quisiera. Estaba convencida de que si me tenían que matar, me matarían». Las vejaciones se acrecentaban mientras la desplazaban por varios campamentos por el desierto entre distintos países para asegurarse de que no la liberaban, lo que le hizo perder la noción del tiempo y le espacio. A eso se sumaban las presiones para que dejara de abrazar su credo, mientras veía cómo aquellos que claudicaban, recibían algún privilegio, e incluso eran liberados.
«Conviértete, eres un perro de Iglesia», escuchaba constantemente. Pero Gloria se mantuvo en pie. ·Todas las mañanas ellos me gritaban: el Islam es la religión. Y todas las mañanas yo rezaba a Dios para que transformaran sus corazones. Jesucristo me sostuvo y jamás renunciaría a él».
Para combatir el miedo, dibujaba en la arena un cáliz, se arrodillada evocando al Dulce Nombre de María, recitaba el magníficat, rezaba el rosario, entonaba los salmos… «Me sentía abrazada por la oración de la Iglesia, besada por Jesús y protegida por el manto de María», comparte ahora esta misionera, a la que le llegaron a permitir lanzar alguna que otra prueba de vida a través de videos para reactivar su búsqueda y la mediación eclesial para rescatarla. Prácticamente cinco años de encierro que le impidió ver a su madre antes de morir.
En un par de ocasiones intentó escapar. No lo logró y el castigo le llevó a un aislamiento extremo por parte de sus captores. El martirio se convirtió entonces en una posibilidad más que real. De hecho, una de las dos cooperantes con las que compartía ‘celda’ fue asesinada por los yihadistas en el marco de una de esas jornadas intempestiva. Pero llegó el día de su liberación. Hace cinco meses. «Fue toda una sorpresa, porque me empezaron a llevar de un lado a otro como otras tantas veces, en carro y en avionetas. Y hasta que no vi un coche oficial, no fui consciente de que todo había acabado». En apenas unas horas estaba en Roma, recibiendo la bendición de Francisco. Emocionada al rememorar su encuentro con el Papa, comparte cómo «me puse de rodillas en el sagrario y concentré todo mi agradecimiento a Dios».
Al dejar salir una y otra vez en las heridas internas que arrastra, no hay pus de rencor en esta consagrada. «Fue una experiencia de amor, esperanza y caridad», llega a decir esta monja menuda, que salva a «toda esa gente sencilla con la que hemos compartido nuestra vida». «Mientras yo estaba encerrada, cuando mis hermanas de comunidad caminaban por la calle del pueblo, nuestros vecinos se ponían de rodillas pidiéndoles perdón en nombre del Islam por lo que a mí me estaban haciendo», expone con nostalgia. Y remata con una voz tan serena como frme: «Si por mí fuera, volvería a Malí mañana mismo».
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