Opinión

El pastor que quería ser teólogo

El reverendo Georg Gaenswein, quien fuera secretario de Benedicto XVI, le ayuda a ponerse el solideo en la audiencia general en San Pedro en octubre de 2006
El reverendo Georg Gaenswein, quien fuera secretario de Benedicto XVI, le ayuda a ponerse el solideo en la audiencia general en San Pedro en octubre de 2006Andrew MedichiniAgencia AP

En la película «¡Qué Bello es vivir!» George Balley, el personaje encarnado por James Stewart, está a punto de suicidarse porque piensa que su vida es un absoluto fracaso, está arruinado y cree haber fallado a todo el mundo. En ese momento su ángel de la guarda, el Sr. Clarence, interviene reclamando su ayuda, lo que fue el motivo instantáneo para que George, como había hecho toda su vida, renunciara a sus propios planes para poner su vida al servicio de otros. Después Clarence, le fue mostrando a George cuántas vidas ha transformado con su ayuda, y como sería su pueblo si él nunca hubiera existido.

Si suprimimos la parte del suicidio, salvo que se entienda como tal la renuncia a la cátedra de Pedro, la historia de la película podría ser un reflejo de la biografía de Joseph Ratzinger, el cual fue renunciando a sus planes de dedicarse a la reflexión teológica para servir a la Iglesia en aquello que se le fue pidiendo una y otra vez. Ratzinger fue desde su juventud un teólogo brillante. Participó de la corriente renovadora que dio lugar al Concilio Vaticano II, del que fue perito. Se confesaba admirador de Rahner, pero su enfoque teológico estaba más enlazado con la tradición de los padres de la Iglesia y la historia del pensamiento cristiano que con la filosofía contemporánea, a la que, sin embargo, no era ajeno. Cabría una analogía con el binomio entre Santo Tomás (emulado por Rahner) que introdujo al «filósofo» Aristóteles en la reflexión teológica y San Buenaventura (al que asimilaríamos a Ratzinger) que se mantuvo en la tradición agustiniana, más próximo al platonismo.

Como profesor de Teología en Tubinga fue compañero de otro famoso teólogo, Hans Küng, aunque sus caracteres eran realmente diferentes. Küng, más atrevido y descarado que gustaba de llegar a la universidad en un Alpha Romeo Rojo y vestir ropa deportiva y Ratzinger, tímido y humilde, circulando en bicicleta. En la universidad Ratisbona, en un ambiente menos polémico, planificaba junto a su compañero Auer, una gran dogmática de la que había publicado ya el primer volumen sobre la Escatología. Fundó, junto a otros la Revista Communio. Desde ella promovió una lectura del Concilio Vaticano II que lo interpreta desde la continuidad con la rica tradición de la Iglesia y no desde la ruptura con todo lo anterior. Basten estas pequeñas pinceladas para mostrar una incipiente carrera académica de alcance internacional. En ese momento, como también le ocurriera a S. Buenaventura, es retirado de la vida académica para dedicarse al gobierno pastoral, primero como obispo de Múnich, y después como prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe.

Esta última tarea es la que lo hizo mundialmente famoso, no solo para el mundo de la teología, donde ya lo era, sino para la opinión pública en general. En una especie de juego de «poli bueno–poli malo», a él le tocó el papel de poli malo y lo aceptó con una lealtad exquisita. Los aplausos para Juan Pablo II, las críticas para el Cardenal Ratzinger. Se le dijo de todo se le acusó de todo. Se fue muy injusto con él. O mejor, fuimos muy injustos con él. Poco a poco se fue forjando una especie de leyenda negra que lo situaba como una especie de déspota intransigente. Leyenda negra solo desmentida por quienes lo trataban personalmente. A los 75 años esperaba ser liberado de la tarea para retirarse a leer y publicar, el Papa Juan Pablo II le pidió que permaneciera a su lado hasta el final. Se mantuvo en su tarea fielmente hasta la muerte de Juan Pablo II. Entonces, cuando esperaba ser liberado de la carga, los cardenales eligieron como nuevo Papa a este «humilde trabajador de la viña del Señor» y nos regalaron a Benedicto XVI y con él una frase que quedará enmarcada definitivamente para la historia de la sabiduría cristiana: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona» (Deus Caritas Est, 1). Solo por esas palabras habrían merecido la pena todos los sacrificios, todas las renuncias, toda la entrega de este hombre bueno, con quien los medios de comunicación se ensañaron de forma cruel en no pocas ocasiones. Ahora, después de casi diez años de su renuncia, habiendo escapado, no sin dificultad, de quienes querían utilizarlo como ariete contra su sucesor, este tiempo le ha dado la oportunidad de reconciliarse con la opinión pública sin necesidad de defenderse, manteniendo un silencio final. Se nos ha muerto un hombre humilde y bueno que renunció a ser un teólogo de fama internacional por servir a la Iglesia en aquello que la Iglesia le fue pidiendo. Aunque bien pensado, y si Evagrio Póntico, un místico del s. IV llevaba razón, «el pecho de Cristo contiene la sabiduría de Dios, quien se recueste sobre él será teólogo», el humilde Joseph Ratzinger, por caminos no elegidos, le toco vivir sus últimos años recostado sobre el pecho de Cristo y alcanzar así lo que quiso desde el principio: Ser teólogo.

L. M. Salazar García es profesor de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola y sacerdote