Turistas y devotos
Maratón de rosarios y silencio a los pies del baldaquino
En la capilla ardiente de Joseph Ratzinger se entretejen turistas y devotos a la par
Un murmullo que es casi susurro. El runrún del arrastre de los pies por la lentitud del paso. Es lo poco que se oye al adentrarse en una basílica que cualquier día del año tiene el bullicio propio del turisteo de Skechers y plumífero de Quechua. No faltaron tampoco hoy, pero con el tono rebajado del habla, que no de la curiosidad.
Al acercarse al baldaquino unos cuantos móviles emergen como si nada, como si el brazo fuera un palo selfie para guardarse la instantánea de un fallecido ilustre, con la misma agilidad que se retrata a Lola Índigo en el WiZink Center.
Pero las frivolidades son las menos. El que se adentra en el templo sabe a lo que va. Cabizbajo. Reflexivo. Con la serenidad ratzingeriana que huye de aspavientos y valles de lágrimas. Casi ninguna. Como tampoco se asemeja a una Lola Herrera despidiéndose de su Mario de aquella manera. Pero sí miradas que se escapan a lo alto del altar de la confesión, a la vidriera dorada que evoca al Espíritu Santo.
Una contemplación que se rompe a las cuatro de la tarde cuando un sacerdote de alba y estola morada de duelo toma el micrófono y reza el rosario. Una cuenta tras otra. Y palabras que evocan al fallecido. «Inteligencia». «Total disponiblidad». «Entrega». Una tras otra hacen eco y retumban en cada recoveco. Mientras la fila avanza, dos grupos custodian al Papa emérito y rezan por él a ambos lados. En uno, eclesiásticos y personal diplomático.
Solo se adivina una negrita, el cardenal Baldisseri. Al otro lado, un grupo de creyentes donde se mezclan familias, ancianos y religiosas que llegan en ramilletes. Mayoría asiática bajo las tocas, la nueva potencia vocacional católica que acude a honrar al pastor alemán. Unas de rodillas en los reclinatorios aterciopelados. Otras, sentadas, con sus ojos puestos en el cuerpo sin vida del anciano de 95 años.
Con casulla de pasión, pero sin palio. Junto al cirio pascual de la esperanza de la resurrección y custodiado por dos guardias suizos que parecen indemnes y perennes, como de alguna manera lo es el pontificado, amén de que unos años se llamen Pedro y otros Juan.
El cura entona el «salve regina». Fin del rezo mariano. Y el personal de tierra vaticano invita a los peregrinos que comparten fila con las monjas a que se apeen. Con la diplomacia que corresponde. Un fino «prego» que se corresponde con una obediencia devota. De repente, el grito de un bebé a lo lejos. La vida que se cuela en la hora de la muerte.
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