
Opinión
No antepuso el sábado
Los pasos que Francisco ha dado para romper viejos moldes son tremendamente valientes. No le tembló la mano para explicarnos que no es nuestro papel condenar, sino acompañar

La Iglesia es tan mala como el resto de las cosas humanas y, a la vez, absolutamente excepcional. A quienes dudan de esta máxima les recomiendo que repasen la lista de sus últimos dirigentes nacionales e, inmediatamente después, la de los papas más recientes. La sucesión de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco es, sencillamente, deslumbrante. Qué tres gigantes. Sería largo glosar las vidas de cada uno, pero baste apuntar su asombroso comportamiento en algún aspecto en particular. Wojtyla envejeció delante de todos con una grandeza que nunca olvidaremos, aceptando la penosa enfermedad del parkinson, que le arrebató cuanto le había hecho destacar personalmente: la dicción y la expresividad del actor, la empatía polaca, la fortaleza física llamativa. Al final, era un muñeco rígido que, sin embargo, seguía rezando por los jóvenes y se encomendaba a la Virgen. Ese hombre nos enseñó a envejecer y morir.
Ratzinger fue el único hombre que he conocido que ha dimitido voluntariamente del máximo puesto. Con una humildad pasmosa, antepuso el bien del mundo al propio y se marchó a un convento oculto, del que no salió sino con los pies por delante. Aquel hombre nos enseñó que lo importante no son la fama ni el poder. Francisco, en fin, ha protagonizado el asombroso milagro de ser un hombre joven a pesar de su edad avanzada. Durante todos estos años me he preguntado cómo podía estar tan abierto a la evolución del mundo, tan dispuesto a escuchar a los demás, tan inclinado a aceptar los cambios. Lo natural en las personas es dejarse esclerotizar con la edad y hacerse progresivamente antiguos. Los años anclan en el pasado y predisponen contra las mutaciones. El papa Bergoglio nunca padeció ese mal. Le estimulaban las historias de las personas, se ponía en su lugar, empatizaba extraordinariamente con sus circunstancias vitales. Nadie tenía que avergonzarse ante él. Prostitutas, delincuentes, enfermos repulsivos para otros, homosexuales, divorciados, todos aparecían dignos ante sus ojos y era objeto de la misma misericordia que les dispensó el Señor cuando estuvo en la tierra. “¿Quién soy yo para juzgar?” decía.
Los pasos que Francisco ha dado para romper viejos moldes -que no derivan de la escritura ni la tradición- son tremendamente valientes. La Iglesia es lenta y muy prudente, a veces demasiado, y no le tembló la mano para explicarnos que no es nuestro papel condenar, sino acompañar. Que también los que pecan y se equivocan llevan un deseo de mejora en el corazón y que nos corresponde animarlos en el camino. El hombre no es un producto estático, asimilado a un momento fijo, es -lo hemos aprendido de él- un caminante en proceso, que requiere compasión, cariño y apoyo durante el recorrido. El final del itinerario sólo lo conoce Dios. Nos ha enseñado que un primer matrimonio errado -y probablemente nulo- puede ser seguido de una nueva relación santa y positiva para los hijos. Nos ha mostrado que los divorciados deben estar en el centro de la comunidad, porque sufren más y, en su camino, son un ejemplo de fidelidad en el dolor. Nos ha ayudado a abrazar a homosexuales y personas desconcertadas con su sexo, porque también ellos son un potencial que necesitamos. Nos ha señalado que mujeres y hombres somos iguales en autoridad, cosa que ni siquiera en el mundo está clara aún.
Curiosamente, los más apartados han sido los grandes simpatizantes de Francisco. Desde los que vivían en los confines del mapamundi hasta los perseguidos que no salen en las noticias. Desde los inmigrantes, desarraigados y perdidos en entornos hostiles, hasta los pobres de pedir. Seguía las bienaventuranzas al pie de la letra. Y quienes nada tenían en la Iglesia, o incluso habían sido sus enemigos, han desarrollado hacia él una curiosidad que nacía de no sentirse en primer lugar juzgados o separados. Percibían que eran importantes para él. Sindicalistas, actores, políticos de izquierdas, muchos ateos me han hablado con simpatía de Francisco.
En realidad lo han odiado más en casa, en especial los que se creían guardianes de la casa. Los que explicaban la perfección, recordaban las reglas e instaban a la coherencia minuciosa, son los que más lo han criticado. Y es que los hombres que anteponen las personas a la ley, que prefieren el amor al sábado, desquician a los que se tienen por puros y justos. Francisco estaba empeñado en rescatar hasta la última oveja, dispuesto a todo por encontrarla y hacerla regresar a casa. Fue padre y no juez. Exactamente como Dios.
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