Asuntos sociales
Cuando los focos se olvidaron de Osman
Tenía siete años, pesaba siete kilos y sufría una parálisis cerebral. Una enorme movilización social logró que el pequeño afgano fuera salvado de una muerte segura en el campo de refugiados griego de Idomeni.
Tenía siete años, pesaba siete kilos y sufría una parálisis cerebral. Una enorme movilización social logró que el pequeño afgano fuera salvado de una muerte segura en el campo de refugiados griego de Idomeni.
Su imagen llegando a España en una camilla ocupó espacios en todos los medios de comunicación. Tenía siete años y apenas pesaba siete kilos. Le había tocado todo: nacer en un país pobre e inseguro como Afganistán, tener una enfermedad cerebral y estar en medio de la guerra de Kandahar de donde su familia tuvo que huir para sobrevivir. Su padre, Atar, le llevó en brazos durante la mayor parte del periplo porque él no puede andar: de Afganistán a Irán, Turquía y, allí, un barco hasta Grecia, que naufragó. Estuvieron tres angustiosas horas en el agua hasta que lograron ser rescatados y trasladados a un campo de refugiados griego. En Idomeni, un golpe de suerte hizo que la ONG Bomberos en Acción se fijara en Osman e iniciara una campaña para ayudar a su familia. 20 días después los cinco lograron llegar al CAR (Centro de Ayuda al Refugiado) Mislata de Valencia. Porque sus padres, Atar (37 años) y Palwasa (27), tienen otros dos niños mayores: Jamil y Monir, de 12 y 11 años, que se deshacen en cosquillas, besos y bromas con su hermano pequeño y que ahora, dos años más tarde de aquel milagro, hacen labores de traducción cada vez que su madre tiene que hacer gestiones con Osman.
Después de 14 meses en el centro de acogida, consiguieron mudarse a un piso porque Atar ya llevaba un tiempo trabajando. Pero entonces las ayudas se acabaron. «Hace tres meses que no recibimos nada. Yo había alquilado un local para trabajar como tapicero pero ahora no puedo arrancar el negocio». Lejos de pedir dinero, Atar sólo quiere dos cosas: que el Ayuntamiento le conceda la licencia de actividad para poder trabajar en el taller que está acondicionando en su local y una pequeña colaboración para las atenciones especiales que requiere Osman. A pesar de las dificultades que atraviesan, Atar no se queja. «Es normal que dejen de darme ayuda, hay otros que llegan nuevos y lo necesitan más que yo. Yo ya llevo tiempo, dos años, hablo español y puedo trabajar». Pero la situación es difícil: las necesidades de Osman, con un 87% de discapacidad, son considerables. Por ejemplo, necesitan hacerse con una nueva silla especial porque la que tiene ya se le ha quedado pequeña. No hace falta que sea nueva, por supuesto, sería perfecto la de alguien que ya no la necesite. Otro tema es el tema del transporte. Aunque parezca increíble, la familia explica que no es tan fácil que venga una ambulancia o vehículo para este tipo de traslados con personas especiales. «Tenemos que acabar cogiendo taxi y es muy caro», dice Palwasa. «Y si tengo que ir por el día a una revisión tengo que pagar en autobús tres billetes: para Osman, para mí y para Jamil o Monir porque tienen que acompañarme al centro médico y traducir al médico lo que ocurre». Porque esta familia tampoco ha recibido ayuda para poder utilizar el transporte público con algún tipo de descuento.
Cuando LA RAZÓN estuvo en casa de esta acogedora familia, Osman llevaba dos días sin comer. «Está malito», explicaba el pequeño Jamil. Al parecer, es bastante frecuente y cada semana o cada diez días tienen que acudir a Urgencias; unos «sustos» que añaden a los traslados periódicos por las revisiones propias de su enfermedad. Esos días, además, los niños tienen que perder clase para acompañar a su madre y hacer de traductores en el hospital. «Lo peor es cuando tienen una crisis por la noche», explica la madre. El pequeño Osman sufre un tipo de epilepsia y deben suministrarle un supositorio de Diazepam para relajarle hasta que llegan al Hospital General. «Aunque éste es el más cercano, nos atienden pero no nos vale de nada porque por la mañana nos mandan ir al de la Fe –hospital en el que fue tratado nada más llegar–, que está muy lejos». Lo peor de esto es que los pequeños Jamil y Monir se tienen que quedar solos en casa durante la noche. Y aunque son más responsables que cualquier niño de su edad, el pequeño Monir sigue sufriendo pesadillas recurrentes en las que revive la tormentosa huida de Afganistán. «A veces se despierta temblando y sudando, se acuerda cuando el barco en el que íbamos naufragó y casi nos ahogamos», dicen sus padres.
Osman duerme en el suelo porque no tiene una cama adaptada a sus necesidades. «Ha crecido mucho, estamos agradecidos a Dios», dice su padre con una sonrisa mientras le besa. Y al ser más grande, ya no le sirven ni la cama ni el carrito que les donaron al llegar. También debe comer comida especial. Al parecer es intolerante a varios alimentos y se alimenta a base de papillas de cereales con miel y mucha leche. También toma carne y veduras en puré. «Ahora el dentista nos ha dicho que tiene que hacerle varias intervenciones, pero nos costaría 240 euros, pero yo no puedo...», lamenta Palwasa mirando la boca de su hijo con la resignación de que eso, al menos de momento, tendrá que esperar.
Ella sigue intentando ir a clases de español pero falta continuamente porque muchos días tiene que cuidar de Osman. Los que puede acude a un centro especial que hay en Cheste. «Pero los días de mucho frío o cuando está malito no, porque hasta la parada del autobús hay que andar diez minutos y coge frío».
«Nos han ofrecido irnos a Barcelona o Madrid, puede que allí tuviéramos más suerte pero no quiero cambiar a mis hijos de colegio, ellos ya tienen sus amigos y están muy integrados aquí». Porque Monir y Jamil hasta hablan valenciano y su español es prácticamente perfecto. Los pequeños viven casi ajenos al drama familiar y se les ve unos niños felices y cariñosos, además de super colaboradores con todas las necesidades de Osman. «Son quienes me ayudan a ducharle si su padre está trabajando. Yo sola ya no puedo. Tienen que sujetarle la cabeza y los brazos mientras yo le enjabono rápido». Estos hermanos son unos fanáticos del fútbol. Al principio eran los tres del Barça y la madre del Real Madrid. «Ahora Monir se ha pasado al Madrid», le recrimina su hermano y van corriendo al cuarto para enseñar las camisetas que tienen de los equipos. En el Mundial, por su puesto, van con España. Llama la atención la cantidad de cariños y gracietas que hacen a su hermano pequeño. «A Osman le encanta que le pongamos música afgana, mira». Y entonces buscan a una cantante en el móvil, se lo pegan al oído primero y luego le colocan las manos en el móvil para que pueda cogerlo él mismo y ver el vídeo de la actuación. Osman se ríe a carcajadas, grita y todos te miran sonriendo para que compartas su alegría.
Un caso que despertó conciencias
Osman llegó a España con siete años y alarmantes signos de desnutrición. Su caso fue uno de los pocos milagros que se producen en el campo de refugiados de Idomeni (Grecia) de donde salió en mayo de 2016. La ONG Bomberos en Acción logró salvarle de una muerte casi segura gracias a la enorme movilización social que despertó su caso en España. Fue Valencia, como en el caso del «Aquarius», la ciudad que les acogió y sólo en el primer año Osman logró duplicar su peso, sus hermanos se integraron en la escuela y su padre consiguió un empleo.
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