Eutanasia

El tiempo se detuvo con Sampedro

La familia de Andrea se despidió ayer de ella. A menos de media hora de su casa, en la aldea de Sieira, la habitación en la que vivió Ramón Sampedro durante 30 años sigue intacta. LA RAZÓN recoge las percepciones de la familia del tetrapléjico y de la mujer que le ayudó a morir, Ramona Maneiro

Ramona Maneiro ayudó a Ramón a morir y está segura de que hoy lo habría hecho de otra forma: «La ciencia le llegó tarde»
Ramona Maneiro ayudó a Ramón a morir y está segura de que hoy lo habría hecho de otra forma: «La ciencia le llegó tarde»larazon

Algo más de 18 kilómetros en línea recta separan las localidades gallegas de Boiro y Noia. La distancia temporal es mayor. 17 años son los que han pasado desde aquel 12 de enero de 1998 cuando Ramón Sampedro se convirtió en el primer español en grabar cómo le ayudaban a morir. Culminaba así su lucha contra una enfermedad que le obligó a estar más de 30 años postrado en la cama, con el único movimiento de su cabeza.

En el pequeño cementerio de Noia, Estela y Toño enterraron ayer a su «princesa», a Andrea, para la que sus padres consiguieron una muerte digna tras doce años luchando contra una enfermedad rara que no le permitía ser niña. Sólo sufría, mantenían sus padres. «Quiero que me dejen liberarme de mi sufrimiento». Estas palabras bien podrían ser de Andrea, pero son de Ramón.

A pesar del paso del tiempo, la situación sigue igual. Hoy no existe una norma nacional que regule la muerte digna y que reste dolor a las personas que acarician el final de sus días. La lucha de Andrea no fue contra una sociedad, como la de Ramón, pero sí contra un equipo médico que quería mantener la alimentación artificial a la pequeña, a pesar de que «sufría vómitos y náuseas por la sonda», aclara el portavoz de la familia, Sergio Campos. «El equipo calculaba que podría mantenerse con este soporte cinco meses más», afirma a este diario. Pero ni ella ni sus padres querían seguir con esta situación. Sin ella, sus dolores le dieron un respiro y pudo irse sin agonía el pasado viernes. «En paz y con tranquilidad».

El desenlace de Ramón, sin embargo, no fue como él repetía. «Me gustaría morir tras tormarme una última copa, escuchar una última canción y dormirme...» Pero no fue así. Toda España pudo ver días después como agonizó tras ingerir una dosis de cianuro.

«él luchaba por una muerte digna, pero no fue lo que consiguió. No quería eso». Lo dice Manuela Sanlés, su cuñada. «Yo era como su madre», recuerda a LA RAZÓN, mientras nos abre las puertas de su casa, en la pequeña aldea de Sieira, en la zona de Rías Baixas. «Siga todo para arriba y se encuentra con la casa de los Sampedro», indican los vecinos de Xuño, de donde arranca la única vía que la conecta.

Una escalera de madera une las dos plantas de una vivienda donde la humedad recuerda la cercanía del mar. Manuela ha subido para buscar unas fotos de juventud, de los dos hermanos –José y Ramón– y nos guía a una habitación. Es difícil no reconocerla desde el quicio de la puerta. Es el cuarto de Ramón Sampedro o el de Javier Bardem, que supo meterse con tanta veracidad en su piel que se convirtió en el tetrapléjico. A pesar del tiempo que ha transcurrido todo sigue igual: su cama, su colcha, ese televisor Gründig de los años ochenta y la ventana a través de la que, cada mañana, Ramón veía el mar, ese mar que le dió libertad –antes del accidente fue marino– y que se la quitó cuando le dejó postrado en la cama tras un desfortunado salto en playa de Furnes. «¿Por qué no iba a conservar todo esto? Mientras yo viva la habitación seguirá así». Lo único que cambia cada día es la flor fresca que cada mañana Manuela coloca en la mesilla. «Hablo con él todos los días. ¿Cómo estás, padrino?», le pregunta al retrato que cuelga encima de la cama, al lado de alguno de los cuadros que pintó.

Es difícil no interesarse por los objetos que llenan el espacio y Manuela explica orgullosa cada uno de los utensilios que su hijo fabricó para que Ramón pudiera pasar páginas, leer e, incluso, escribir. Sólo con la fuerza de su dentadura era capaz de redactar sus ideas y de atender llamadas. La mayoría de admiradoras que veían en él un ejemplo de fortaleza y querían conocerle.

Su hermano y su cuñada, al igual que la habitación, no han variado su opinión, siguen manteniendo la misma postura que en 1998. «Él no quería morir en ese momento, ocurrió antes de tiempo». Ella fue la única que no se despidió de él. «El día que se fue de esta casa le dije que si lo hacía no me volvería a ver». Y así fue.

Sí pudo decirle adiós su hermano mayor, José. «Cuando mi hermano empezó con estas cosas no creía que lo fuera a hacer. Él luchaba por una ley que le amparara, pero en ningún momento dejó por escrito que quisiera terminar con su vida. Si lo hubiera puesto por escrito, sí que lo habría aprobado». Manuela va un paso más allá: «Si me lo hubiera pedido, yo le habría ayudado, pero no así, con una pastilla con la que se durmiera para siempre. Ramón no tuvo una muerte digna. Sufrió mucho. Cuando se fue con esa mujer sabía que no lo volvería a ver».

«Esa mujer» no es otra que Ramona Maneiro, la que le ayudó a morir, como ella misma reconoció siete años más tarde. A pesar de su implicación, no encontraron suficientes pruebas para incriminarla. La familia de Ramón la rechazó desde que entró por primera vez en su casa. Manuela la sigue tildando de «aprovechada». Un calificativo que enciende a Ramona que, desde una terraza de Boiro –a menos de media hora de la casa de los Sampedro–, rechaza cualquier relación con la familia del hombre que no sólo ea enseñó a utilizar el vídeo con le que grabó sus últimas respiraciones, sino que le explicó qué era eso de la eutanasia. Una palabra que hasta que no la escuchó en los medios de comunicación desconocía. «Yo quería entender por qué él quería morir».

¿Te arrepientes de haberle dado el vaso con cianuro? «Nunca. Los remordimientos los debería tener la persona que le recomendó que tomara cianuro. La cantidad que le dieron no fue eficiente. Pensaba que moriría tranquilo». Y él también lo pensaba. «Me gustaría poder morir con un somnífero y una inyección letal y, si no, con cianuro», describió él en una de las muchas entrevistas que ofreció. Ella tiene claro que hoy no le habría dado cianuro. Y es que a pesar de las importantes diferencias que la alejan de Manuela Sanlés hoy las dos coinciden en su muerte. Ramona también le daría una pastilla para terminar con su sufrimiento. «Hoy los tetrapléjicos tienen una vida diferente, pero a él la ciencia le llegó tarde». «Ramón era pura vida, pero en ese momento para él no había solución. Estaba desahuciado», insiste. Ella también habla con Ramón cada día, aunque las conversaciones son opuestas, como lo son Manuela y Ramona. Una le cuenta su día a día, mientras la que le acompañó en sus últimas días le dice indignada: «¡Ramón, no hemos avanzado nada!».

La primera siempre ha defendido que fue la joven Maneiro la que le convenció de que abandonara a su familia, mientras que ella insiste en que su familia le agotaba, que «no se sentía querido y quería independizarse». ¿Por qué escogió aquel 12 de enero? «Sabía que había llegado su momento, no se lo cuestioné. Sólo cumplí con lo que él deseaba», insiste Ramona que mantiene la misma cabellera de aquellos años. Sólo varios mechones de cabellos grises cerca de las sienes delatan que supera ampliamente el medio siglo de vida, pero su vitalidad sigue intacta. «A pesar del tiempo que ha pasado, no hemos dado ningún paso, aunque hoy creo que la sociedad está preparada para una norma que regule la muerte digna».

A menudo recuerda con tristeza esos últimos minutos de vida junto al tetrapléjico. «Cuando escuché a varios expertos decir que había sido una chapuza, se me cae el alma a los pies. Es muy triste. No lo habría hecho si hubiera sabido que iba a sufrir tanto». Y añade: «De algún modo me manejaron. Yo nunca he sabido quién le dio el cianuro y me habría gustado saberlo».

Con la situación que han tenido que vivir los padres de Andrea, el caso de Ramón y el sufrimiento con el que falleció ha unido, sin quererlo a las dos mujeres que le atendieron durante su vida. «Si es mi niña, también querría que dejara de sufrir, comprendo a los padres. Deben dejarla tranquila», afirmó Manuela horas antes de conocer la muerte de la pequeña. Ramona, con la que tanta distancia quieren marcar, opina igual: «Esos padres tienen mi apoyo incondicional. Es cierto que mientras hay vida hay esperanza, pero no en estas condiciones». Y ella va un paso más allá: «Sé que lo deben haber pasado muy mal porque las opiniones de la gente pueden doler mucho». Y es que si los padres, a pesar de contar con una ley que les ampara, han tenido que aguantar críticas y la presión mediática, para una gran parte de la sociedad Ramona fue la que acabó con la vida de Ramón Sampedro. «Hay que estar en su piel para saber de verdad lo que están pasando. Saber que tienes que dejar marchar a una persona a la que quieres».

Desde la ventana de su habitación Ramón veía el mar, soñaba con nadar de nuevo en sus aguas. Desde su casa, Andrea también podía oír el murmullo del agua,a pocos metros de la Ría de Noia. Por su orilla paseó junto a sus padres y sus dos hermanos pequeños Claudia y Antón, pero ninguno de los dos podía eliminar el sufrimiento de sus vidas para disfrutar de él. Para Estela, la madre de Andrea, al igual que lo fueron para Ramona y Manuela, han sido meses de duelo sabiendo que más pronto que tarde sus seres queridos se irían y les dejarían: «¡Adiós, valiente princesita!».