Último adiós

Réquiem por el Papa «con el corazón abierto a todos»

Roma y el mundo abrazan por última vez a Francisco en un multitudinario funeral en la Plaza de San Pedro y en su periplo para ser sepultado en la Basílica de Santa María la Mayor

Intimida el atronador órgano de la Basílica de San Pedro en las manos del catalán Josep Solé a modo de réquiem por el Papa que se va. Enmudece Trump, algo encorvado ante la solemnidad vaticana. Sergio, el amigo cartonero del difunto, mira al cielo como pidiendo explicaciones de lo ocurrido. Una monja deja que se le escape esa lágrima que lleva resistiéndose a buscar salida desde temprano. Y un adolescente que parecía despistado en la Via della Conciliazione, se resitúa al volver la mirada al pantallón justo cuando se enfoca al evangeliario sobre el ataúd. Cada uno, a lo suyo.

Como las cuatro mil millones de personas que se quedaron pegadas ayer a la pantalla de su televisor para despedir al padre Jorge. Yo solo escucho a Amaia al piano, mientras suenan las letanías implorando a todos los santos, desde Ignacio de Loyola a Teresa de Lisieux. Ese «ora pro nobis» sabe más a M-Clan: «Para empezar, diré que es el final. No es un final feliz, tan solo es el final». Porque la muerte, aun con la esperanza firme en la Resurrección, siempre encierra dolor. Un sereno duelo con la firme esperanza en algo más que ayer compartieron cerca de 250.000 personas que participaron en la plaza de San Pedro y los alrededores de la misa exequial por el Papa Francisco.

Junto a ellos, en el altar, 224 cardenales, cerca de 800 obispos, 4.000 sacerdotes, a los que se sumaban las delegaciones y autoridades de más de 140 países de todo el planeta, entre estos unos cincuenta jefes de Estado o de Gobierno y una decena de reyes, príncipes y soberanos.

Seis días después de que bendijera a la humanidad desde la logia central y de que paseara en papamóvil por el epicentro del catolicismo, su cuerpo sin vida accedía a las diez de la mañana llevado por los sediarios, un grupo de católicos voluntarios al servicio de la Santa Sede.

Arrancaba la eucaristía, presidida por el decano del Colegio Cardenalicio, el cardenal Giovanni Battista Re, purpurado apreciado por Jorge Mario Bergoglio por la sinceridad en sus críticas cada vez que se citaban en la residencia de Santa Marta y su lealtad en lo institucional cuando tocaba remar a favor en las necesitadas reformas de la Iglesia.

Tras escuchar cómo san Pedro afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles que en este mundo se trata de pasar «haciendo el bien», entonar con el salmo que «el Señor es mi pastor» y recordar con san Pablo que la alegría es inherente al ser cristiano, el Evangelio para dar el último adiós a Francisco subrayaba cuál es el encargo de Jesús a los Papas: «Apacienta mis ovejas». Ejerció de punto de partida para vertebrar la homilía del cardenal Re, que glosó el gaste y desgaste del primer Pontífice latinoamericano de la historia. «A pesar de su fragilidad y sufrimiento final, el Papa Francisco eligió recorrer este camino de entrega hasta el último día de su vida terrenal», destacó el purpurado de 91 años que tendrá que llevar el timón de la Iglesia hasta que el cónclave comience a votar.

Fuerte personalidad

No dudó en detenerse en «su temperamento y su forma de guía pastoral», que se reflejó en su «fuerte personalidad en el gobierno de la Iglesia, estableciendo un contacto directo con las personas y con los pueblos, deseoso de estar cerca de todos, con especial atención hacia las personas en dificultad, entregándose sin medida, en particular por los últimos de la tierra, los marginados».

Para el cardenal Re, Bergoglio «fue un Papa en medio de la gente con el corazón abierto hacia todos». «Además, fue un Papa atento a lo nuevo que surgía en la sociedad y a lo que el Espíritu Santo suscitaba en la Iglesia».

Con estas premisas por delante, el purpurado italiano fue soltando a modo de flashazos, los hitos del Pontífice jesuita. Lo mismo su viaje Lampedusa al rescate de los migrantes que su periplo en Irak. Tanto su exhortación programática «Evangelii gaudium», como esos bergoglismos de cosecha propia que dibujaban un estilo renovado de ser Iglesia como «hospital de campaña» y «periferia» para cuidar el planeta a la manera que marcó en «Laudato si», tratar al otro con misericordia infinita y acabar con «la cultura del descarte».

«Frente al estallido de tantas guerras en estos años, con horrores inhumanos e innumerables muertos y destrucciones, el Papa Francisco elevó incesantemente su voz implorando la paz e invitando a la sensatez, a la negociación honesta para encontrar soluciones posibles», soltó después Re.

Y no se quedó ahí: «La guerra –decía– no es más que muerte de personas, destrucción de casas, hospitales y escuelas. La guerra siempre deja al mundo peor de cómo era en precedencia: es para todos una derrota dolorosa y trágica». Lo dijo el decano de los cardenales sabiendo que le escuchaban Trump y Zelenski en primera fila y que el recado les llegaría por alguna vía lo mismo a Putin que a Netanyahu. Eso sí, a buen seguro no sabía aquel que presidía la exequias de Francisco que el difunto parecía haber obrado un primer milagro poco antes al estilo «Fratelli tutti», la encíclica con la que soñó que fuera posible apuntalar una fraternidad universal en medio de una «tercera guerra mundial a pedazos».

Los mandatarios estadounidense y ucraniano se reunieron durante diez minutos en la basílica, en lo que parecía un ejercicio práctico del magisterio papal. Sentados el uno frente al otro, de igual a igual, en una especie de confesión civil, donde no se sabía muy bien quien expiaba sus pecados y quien daba la absolución.

Recen por mí

Con o sin propósito de enmienda de aquellos, el purpurado remató su homilía con la habitual despedida del jesuita fallecido: «No se olviden de rezar por mí». «Querido Papa Francisco, ahora te pedimos a ti que reces por nosotros y que desde el cielo bendigas a la Iglesia, bendigas a Roma, bendigas al mundo entero, como hiciste el pasado domingo desde el balcón de esta Basílica en un último abrazo con todo el Pueblo de Dios, pero idealmente también con la humanidad que busca la verdad con corazón sincero y mantiene en alto la antorcha de la esperanza», rubricó Re. Y la multitud respondió con una ovación.

Al finalizar la misa, agua para bendecir el féretro e incienso para crear una nube de humo fragante, esa atmósfera que invita a entrar en la presencia de Dios, de una vida nueva. Con solemnidad austera y austeridad solemne, el ataúd abandona la plaza, se introduce en la basílica. Y de ahí, al papamóvil. A ser abrazado por quienes le acompañan en los seis kilómetros de recorrido hasta la basílica de Santa María la Mayor donde le esperan sus predilectos, que también son los preferidos de Dios. Los migrantes. Los presos. Los empobrecidos. Los trans. De ahí, al lecho de muerte. Con una lápida de mármol de la tierra de sus abuelos. Y el salmo preceptivo como despedida: «Dale, Señor, el descanso eterno y brille para él la luz perpetua». Pero Amaia vuelve a colarse. «Para empezar, diré que es el final».