Teología de la Historia

El Sagrado Corazón de Jesús y la Revolución Francesa (III)

Tras el alzamiento, el cristianismo y la Iglesia habían sido señaladamente atacados, y el pueblo estaba necesitado de auxilio espiritual

El apóstol Santiago y sus discípulos adorando a la Virgen del Pilar de Francisco de Goya
"El apóstol Santiago y sus discípulos adorando a la Virgen del Pilar", de Francisco de GoyaMuseo de Zaragoza.

Ya hemos narrado el comienzo de la Revolución Francesa, ocurrido exactamente 100 años después de que el Sagrado Corazón de Jesús (SCJ) comunicara a la joven religiosa (hoy santa) Margarita María de Alacoque, su deseo –que debía trasladar al rey– de que éste se consagrara a su Sagrado Corazón, «prometiendo bendecirle en sus empresas». Sucedió en Paray-Le-Monial el 17 de junio de 1689. El monarca reinante Luis XIV no accedió a dicha petición –ni lo harán posteriormente sus sucesores Luis XV y Luis XVI– y el 17 de junio de 1789 se desencadenó la Revolución.

Ese día, el «Tercer Estado» representante de la burguesía y el pueblo, reunido en el Jeu de Pomme de París, se declaró constituido en Asamblea Nacional y titular del poder legislativo. Esa violación de las leyes del reino constituido en monarquía absoluta desencadenará el comienzo del proceso revolucionario que pasará a la Historia con la Toma de la Bastilla, menos de un mes después, el 14 de julio. Ese parteaguas de la Historia que significó la Revolución, supuso el tránsito de la precedente sociedad «teocéntrica» de la Cristiandad a una «antropocéntrica», que dificultaba enormemente la salvación del alma mediante la práctica de la fe. Tras la Revolución padecida, el cristianismo y la Iglesia habían sido señaladamente atacados, y el pueblo fiel estaba necesitado de auxilio espiritual.

El final de la monarquía borbónica

Es sabido que el Papa san Juan Pablo II, al sufrir el grave atentado terrorista el día 13 de mayo de 1981 –precisamente día de la fiesta de la Virgen de Fátima–, y tras su milagrosa recuperación, afirmará solemnemente que «había que atender al mensaje de Fátima, porque en los designios de la Providencia no hay meras coincidencias».De igual modo, hay que saber leer la singular «coincidencia» que significó nada menos que el final de la monarquía y del reinado de la Casa de Borbón en Francia, pese a los intentos fallidos de su restauración unos años después, tras la caída del emperador Napoleón Bonaparte en Waterloo en 1815.

El Congreso de Viena repondrá en el trono a la dinastía Borbón con Luis XVIII (Luis XVII había fallecido en prisión siendo todavía un niño) y con Carlos X, pero ninguno hará tampoco la consagración pedida.

Reinando este último en 1830, será la Madre de Jesucristo y de su Iglesia quien tomará el relevo para acudir en ayuda de Francia, «su hija primogénita», calificativo con el que fue reconocida por los Papas tras la conversión al Cristianismo del Rey de los francos Clodoveo, el día de Navidad del 496 en la Catedral de Reims. Ese año marcará el comienzo de la que Pío XII denominará como «Era de María», caracterizada por las numerosas apariciones de la Virgen trasladando mensajes a la humanidad, en una abundancia desconocida hasta entonces. Así, en los dos siglos transcurridos desde entonces hasta ahora, se tiene constancia del 80% de las mariofanías sucedidas en la bimilenaria Historia de la Iglesia.

Efectivamente, es la «Era de María». Será Ella quien ayudará y advertirá de los acontecimientos que amenazan al mundo por sus pecados, pidiendo la conversión para evitarlos. Son particularmente significativas las «no meras coincidencias» entre los mensajes de la Virgen a santa Catalina Labouré de los días 18 de julio y 27 de noviembre de 1830, y lo sucedido después. Con expresión de gran tristeza en el rostro, la Milagrosa manifestará a la joven que «la sangre correrá y el arzobispo de París será asesinado en medio de graves tribulaciones.» «¿Cuándo?», le preguntó la vidente. Y entendió que «pronto, y dentro de cuarenta años».

«Muy pronto», apenas unos días después, entre el 26 y el 29 de julio, se producía la «Revolución de Julio», o la de los «Tres días gloriosos», que derrocaría a Carlos X, el último rey de la Casa de Borbón, la dinastía que recibió la petición de consagrarse al SCJ.

«Y dentro de cuarenta años» también, pues exactamente 40 años más tarde, el 19 de julio de 1870, estallaba la guerra franco-prusiana con la derrota de Francia. Un año más tarde, durante la Comuna, los revolucionarios arrastrarían por las calles de París el cadáver de su asesinado arzobispo.

La Virgen María, al auxilio de Francia

De igual manera a cómo María «Milagrosa» anticipó en 1830 esas tragedias, en La Salette, el 19 de septiembre de 1846 precederá los acontecimientos de 1848, año del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. San Juan Pablo II en ese mismo día, pero 150 años después (1996), dirá, en el santuario alpino, que «La Salette se encuentra en el corazón de las profecías».

Baste decir ahora que la Virgen transmitirá allí a los videntes Melania y Maximino que advirtieran al Papa (Beato Pío IX) que «no se fiase del emperador Napoleón III, que le traicionará y Dios le castigará por ello».

Exactamente 25 años después, en septiembre de 1870, el Papa perderá Roma y se considerará prisionero en el Vaticano. El emperador Napoleón había cometido su traición al retirar de Roma, capital de los Estados pontificios, la guarnición militar francesa garante del poder temporal del Papa para ejercer con libertad su soberanía espiritual, haciendo honor a la Misión de Francia durante mil años. Napoleón III será derrotado por Bismarck en la batalla de Sedán unos días antes, y exiliado a Londres.

Tras 1846 en La Salette, la Virgen vendrá a Lourdes en 1858 y a Pontmain en 1871. Esta última aparición tendrá una importancia decisiva para evitar que Francia fuera arrasada por el ejército prusiano tras ser derrotada en la guerra. En enero de ese año, el Estado Mayor prusiano tenía organizado el comienzo de sus operaciones en la zona pero, tras aparecerse la Virgen allí a unos niños y decirles que rezaran «porque Su Hijo se dejaba tocar», sorprendentemente se paralizó la orden de avance de su ejército y se abrieron negociaciones para un armisticio.

Francia evitó así de la mano de María una derrota militar que hubiese significado además una auténtica hecatombe nacional. A la sangre derramada en esa guerra le seguirán las dos Guerras Mundiales, mediando entre ellas apenas 20 años, de 1919 a 1939. Serán los años transcurridos entre la firma de los Tratados de Versalles posteriores a la Primera Guerra Mundial, y el comienzo de la Segunda.

Durante estas tres tragedias vividas en apenas 70 años, Francia recibirá un auténtico diluvio de sangre, con derrotas en fechas señaladas como providenciales coincidencias, que no casualidades. En La Salette, la Virgen se mostró dolida de que los franceses se hubieran olvidado de guardar el domingo como día dedicado al Señor; y en domingo serán las derrotas más terribles en la guerra con los prusianos. El domingo 7 de agosto, la derrota de Froeschwiller; el domingo 4 de septiembre, la capitulación de Sedán; el domingo 2 de octubre, la caída de Estrasburgo en manos prusianas, el domingo 30, la rendición de Metz y el domingo 29 de enero el enemigo entra en París.

España «tierra de Maria»

Durante la Segunda Guerra Mundial veremos cómo será el Inmaculado Corazón de María quien vendrá en socorro de Francia y Europa, tras serle consagrado el mundo por el Papa Pío XII en 1942, a los 25 años de Fátima.Ante el derrocamiento de la Casa de Borbón en Francia, la siguiente «hija de la Iglesia» será España, con la conversión al Cristianismo del Rey de los godos, Recaredo, formalizada durante el III Concilio de Toledo, el 8 de mayo de 586. Esta sucesión tendrá una importante influencia en el devenir de nuestro país, y así parecía estar acordado en los inescrutables designios de la Divina Providencia siglos antes.

En efecto, a Hispania, provincia del imperio romano, vino a evangelizar el apóstol Santiago el Mayor, a quien en la Cruz el Señor había encomendado el cuidado de Su Madre. El 2 de enero del año 40 Ella se trasladó desde donde vivía «en carne mortal» – previsiblemente Éfeso– hasta orillas del Ebro en la actual Zaragoza, donde Santiago recuperaba fuerzas de su intensa misión apostólica. Esta aparición de la Virgen del Pilar fue la primera y única antes de su Asunción gloriosa al Cielo, y es un acontecimiento de crucial importancia para nuestra Historia.

Desde su eterno presente, Dios ya vislumbraba a España como «tierra de María» y a Santiago como su patrón. La devoción popular recogerá este acontecimiento: «Al ascender a los Cielos, el Señor quiso encargar a sus discípulos más queridos el cuidado de sus tres grandes amores: A Juan, su Madre; a Pedro, su Iglesia y a Santiago, España». (Continuará).