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Reportaje

Sofía Basurco: De menor maltratada a educadora social

Esta joven cántabra forma parte del 1% de la población que, tras ser tutelada por el Gobierno, finaliza una carrera universitaria

Actualmente, Sofía trabaja con menores tutelados Abel Jurado

Quiere contar su historia «porque hay muchas cosas mal gestionadas a nivel social, que nos atañen a todos»; y porque muchas veces se habla de los centros de menores proporcionando una información errónea «que alimenta los prejuicios y que invita a pensar que en estos centros hay solo delincuentes, cuando es mentira. También hay víctimas». Estos son los motivos que han llevado a la joven cántabra de 23 años,Sofía Basurco, a contar su vida. Una vida que habla de abandono, de violencia intrafamiliar, de centros de menores, de superación y de un sinfín de cosas que, como sistema y como sociedad, deberíamos tratar de mejorar.

Hace unos meses, el caso de Belén, la trabajadora social asesinada en Badajoz, puso el foco en la falta de protección en los centros o pisos de menores institucionalizados. Sofía Basurco, como ex usuaria de uno de estos establecimientos, quiere reivindicar que no todos son para delincuentes; que es cierto que en algunos de ellos los hay y requieren más protección, pero que también es real que en esos «intentos de hogares» hay niños y jóvenes que han sido maltratados por sus padres, que son víctimas y que necesitan la protección del Estado. Y el apoyo de la sociedad. Dos cosas que no se dan en la medida que seguramente deberían darse.

Tuletados, no universitarios

Un estudio realizado el pasado verano por profesores de la Universidad del País Vasco y de Vigo determinó que, de todos los jóvenes que forman parte del sistema de protección a la infancia (esto es, jóvenes que son tutelados por el Gobierno), sólo entre el 1 y el 4% accede a la universidad.

La «invisibilidad estadística» de estos entornos implica que los datos no sean oficiales, pero eso no quiere decir que estemos ante una situación problemática. «Las instituciones consideran que los centros de menores tienen recursos económicos suficientes para afrontar las necesidades primarias de los menores. Eso, de manera general, ni siquiera es cierto. Pero si a esto le añadimos, además, que el coste de la universidad pública es alto, es obvio que casi nadie puede sacarse una carrera», cuenta Sofía, que estuvo en dos centros de menores durante cinco años de su vida. «Cuando haces la matrícula para la universidad, hay una opción para hijos de maestros, víctimas de violencia de género, deportistas de élite, personas con discapacidad… Estas conllevan un descuento económico, y lamentablemente, no hay ninguna casilla para poner que eres menor tutelado», explica. «Ahora es cierto que hay algunas comunidades que están empezando a ofertar recursos, pero siguen siendo pocas», incide la protagonista de esta historia.

Infancia agridulce

La niñez de esta joven cántabra fue complicada y «agridulce». Asegura que tiene que hacer mucho esfuerzo para recordar momentos felices junto a su familia y que todo empeoró cuando creció y se dio cuenta de que su madre tenía un problema con el alcohol. «Mi padre trabajaba por la noche, por lo que tanto yo como mi hermana le veíamos bastante poco. Mi madre era quien se hacía cargo de nosotras, pero algo en su vida no debía ir bien… Desde que empezó a mantener una relación sentimental con mi padre desarrolló problemas con la bebida», recuerda Sofía. Esto le trajo a ella situaciones problemáticas en el colegio y también en los sitios donde practicaba deporte o disfrutaba de su tiempo de ocio. La situación pronto derivó en falta de cuidados e higiene, mala alimentación… Pero un golpe inesperado terminó de transformarlo todo: «Mi madre falleció a causa de un infarto provocado por malos hábitos. Para mí fue muy duro, la quería mucho. Yo tenía 12 años y tuve que hacerme cargo del hogar. Me ocupaba del dinero, de la comida, de limpiar, de gestionar las facturas del agua, la luz». Y todo esto, en un hogar donde la función principal de su padre se limitaba a asegurarse de que su hija cumplía con todas las tareas de la casa. Independientemente de que lo cumpliera, «me machacaba psicológicamente», recuerda.

La situación se volvió insostenible y un día, esta niña sintió que las amenazas sistemáticas de su progenitor se volvían reales: «Tuve verdadero miedo por mí y por mi vida. Intenté pedir ayuda en el colegio, pero nadie me socorrió. Veían cosas, pero no lo consideraban alarmante». A día de hoy, mirándolo con distancia, Basurco piensa que para su centro escolar debía ser evidente que en su casa había problemas. «Me echaron del comedor porque mis padres dejaron de pagar; mi madre tenía prohibida la entrada a ciertos sitios por problemas que había tenido con menores, porque una vez le levantó la mano a un niño en un espacio público; y era evidente que ella no estaba bien, que no se ubicada por la calle», recuerda.

El colegio se lavó las manos

Cuando falleció la progenitora de Sofía, desde el centro escolar siguieron observando que había cosas que estaban lejos de funcionar bien. Pero nadie tomó medidas. «Llegué incluso a hablar con el departamento de Orientación para contar episodios muy graves que me ocurrían con mi padre», narra Sofía, que desde el inicio del curso en septiembre y hasta el 21 de diciembre que huyó definitivamente de su casa, no recibió ninguna ayuda efectiva por parte del profesorado. «Lo que me ofrecieron fue hacer un intento de conciliación, al cual mi padre ni se presentó», añade. Ese fue el último día que Sofía fue al colegio. Después, su padre se lo prohibió.

En navidades tampoco pudo salir a la calle y el 21 de diciembre hizo la maleta y corrió hasta su centro escolar. «Cuando vieron las condiciones físicas en las que llegaba, llamaron a servicios sociales y me llevaron a la Guardia Civil», narra Basurco. Al llegar la trabajadora social de emergencias, dijo: «Esta menor no puede volver a su casa porque su vida corre peligro». La joven cántabra rememora el sentimiento de alivio que sintió en ese momento, porque por fin alguien, «algún adulto, expresó en alto lo que yo pensaba».

Cuando sales del horror, los nuevos comienzos deben asustar menos. Esto tal vez explique que Sofía llegase tranquila a su primer centro de menores: «Ya no tenía que volver a casa», recuerda. No obstante, el impacto inicial también existió: «El registro cuando llegas es bastante similar a lo que se ve en las películas de cárceles. Te quitan dispositivos electrónicos, te cachean antes de subir y te vacían la maleta para comprobar qué cosas tienes. Después te asignan un cuarto y te presentan a los compañeros. Cuando llegué era Navidad. Eran fechas difíciles porque se supone que tienes que pasarlas en grupo, en felicidad… Para mí evidentemente no fue así», narra.

Tras un mes en este centro, le derivaron a un piso tutelado. Sofía, con 14 años, llegó a lo que llaman «pisos de preparación para la vida independiente», un lugar al que normalmente llegan menores de, mínimo, 16 años. «Yo entré con 14 porque como me había encargado de toda la casa desde los 12, consideraban que mi nivel madurativo iba más acorde a una preparación para la vida independiente a una unidad familiar», explica. Allí paso cinco años de su vida. Eran dos pisos conectados, con cinco habitantes en cada uno, de 14 a 21 años. «Ahora no puedo mirarlo sin la perspectiva que me da ser educadora social, que me hace fijarme en que era un sitio sano, positivo y seguro. Pero en ese momento no dejaba de ser una adolescente, que al igual que el resto, quería salir con sus amigas. Y no podía. Las normas eran estrictas», rememora.

Siendo menor tutelada, Sofía vio cosas que «no me gustaban y no eran justas». Por eso, apareció la idea de estudiar Educación Social: «Pienso que los cambios se hacen desde dentro. Quiero que entre todos llevemos la profesión a un lugar mejor, tanto para los menores como para los propios trabajadores», dice esta cántabra titulada por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

Para ella, «la violencia intrafamiliar, los menores institucionalizados y los centros de menores son realidades invisibilizadas», y es imprescindible destinar más y mejores recursos. «De todo tipo: humanos, económicos, culturales, sociales...», matiza. Bajo su experiencia, considera que queda mucho trabajo por hacer para integrar a estos menores «de manera positiva y autónoma» en la sociedad. También reivindica que «el sistema debe mirar más por el bienestar de los niños y jóvenes, y no tanto por el de la familia en conjunto. El principal protagonista debe ser el menor maltratado, que viene de sentir un desamparo y un desarraigo brutal del hogar». A esto, añade que trabajar «por la reunificación familiar puede estar bien, pero hay que saber cuándo es factible y sano para el menor».

Mayor inversión en todo tipo de recursos y más formación de los profesionales que trabajan con jóvenes en situación de desprotección. Estos son los puntos clave que Basurco piensa que deberían abordarse ya, o al menos, cuanto antes. «El ámbito del menor requiere de capital y de trabajadores especializados», concluye.

Becada, titulada y ejerciendo

Sofía cursó Educación Social a distancia para poder trabajar a la vez. Tuvo que empadronarse en casa de su padre (a pesar de no vivir allí) para optar a las becas del Estado y así pagó sus estudios. Ahora trabaja en La Casa de los Muchachos (Torrelavega) y está escribiendo un libro para dar visibilidad a los menores tutelados.