Televisión
Crítica de «La conjura contra América»: Donald Trump en tiempos de Hitler
La serie de HBO, de David Simon y Ed Burns, prefiere subrayar paralelismos con la política actual que capturar las ambigüedades de la novela de Philip Roth
«La conjura contra América», la magistral novela publicada por Philip Roth en 2004, habla del peligro que acarrea elegir como líder a una celebridad sin experiencia política que predica incesantemente el eslogan «¡América primero!»; que, al ascender al poder, establece peligrosas alianzas internacionales y legitima los peores instintos de sus aliados y sus votantes; y que aviva una ola de odio colectivo mientras cacarea sobre el buen estado de la economía. Dicho esto, y antes de que usted asuma que es un libro sobre Donald Trump, conviene recordar que fue escrita cuando George W. Bush estaba a punto de ser reelegido e incluso antes de que Trump se convirtiera en presentador de su propio «reality show». Como su modelo, la versión televisiva recién estrenada en HBO arranca en una versión alternativa de 1940. En ella, las elecciones a la Casa Blanca no las gana Franklin Delano Roosevelt sino el el aviador y héroe de guerra Charles Lindbergh, que poco a poco adentra al país en el fascismo tomando una posición de pasividad frente al avance del nazismo en Europa, primero, y persiguiendo activamente a los judíos, después. Y todo ello se nos relata desde el punto de vista de una familia de clase media que va sufriendo el creciente odio de sus vecinos por motivos religiosos y se ve fracturada en su seno por desacuerdos políticos.
En el proceso, «La conjura contra América» trata de meditar sobre lo que puede suceder cuando una sociedad llega a sentirse demasiado complaciente con sus propias desigualdades sociales, y sobre lo fácil que nos resulta elevar muros y señalar chivos expiatorios cuando nuestro statu quo se ve amenazado. Y para hacerlo convierte una obra literaria estructuralmente compleja en un drama seriado más bien convencional, que explicita en exceso las reflexiones políticas trazadas de Roth e insiste en el discursismo. Todos sus personajes representan ideas y hablan casi exclusivamente para articular puntos de vista –eso, reconozcamos, es algo habitual en el trabajo televisivo firmado a medias por David Simon y Ed Burns–, y no existen más que para reaccionar ante las decisiones de Lindbergh.
Por otra parte, aunque Simon y Burns tratan de capturar el resplandor nostálgico del que Roth dotó su descripción de una comunidad judía en la América de mediados del siglo pasado –las nutridas cenas, las veladas frente a la radio, los juegos callejeros, los extraños impulsos sexuales–, en general se muestran más interesados en la trama y, como resultado, muchos de los detalles y las fascinantes ambigüedades del relato desaparecen. Un buen ejemplo en ese sentido es el retrato del rabino Lionel Bengelsdorf, un intelectual judío que se deja manipular por la administración Lindbergh: pese a que Roth concibió al personaje como un oportunista casi caricaturesco, la serie lo convierte en un simple iluso y lo impide funcionar como símbolo del clasismo inherente al antisemitismo, como sí hacía en la novela.
En última instancia, Simon y Burns se muestran demasiado preocupados por subrayar los paralelismos entre Lindbergh y Trump como para prestar atención a ese tipo de sutilezas. Y dedican tanto tiempo del metraje a recordarnos las similitudes de lo que vemos en pantalla con la política estadounidense actual que, como resultado, la serie mantiene los pies plantados en la década de los 40 pero con la mirada puesta en el siglo XXI. Y eso es otra forma de decir que se queda en tierra de nadie.
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