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Apuntes sobre Bakú: tierra de fuego, petróleo y arena

La capital de Azerbaiyán puede considerarse una de las ciudades mejor identificadas de Asia Central

La ciudad de Bakú, a las orillas del mar Caspio.
La ciudad de Bakú, a las orillas del mar Caspio.faiknagiyevpixabay

No hay mayor ilusión para un periodista de viajes que encontrar una ciudad que todavía mantenga el alma intacta. Estas son las urbes que ondean en lo alto de sus mesetas, a los pies de mares legendarios, todavía vírgenes en las formas incoherentes de sus callejas frente al orden arrollador que hoy podemos encontrar en sus primas de cemento gris y de cristal. Las ciudades con alma nos arrancan de la carretera por la que llegamos con una ferocidad agonizante, nos mastican, arrancan ideas de nosotros con poderosos mordiscos, lamen nuestros cuerpos con avidez y, al aburrirse de nuestra endeble figura, nos vuelven a escupir de vuelta a la realidad como si nunca nos hubiesen encontrado

Bakú, capital indiscutible de Azerbaiyán, aparece frente a los ojos del viajero envuelta en una densa voluta de arena, traída desde las estepas y desiertos de arbustos que corren a hundirse en las aguas blancuzcas del Caspio. La carretera se deslizó a lo largo de cincuenta kilómetros sin atreverse a tomar una sola curva, en línea recta, flanqueada por las bombas de varilla que suben y bajan hasta hurgar en las entrañas del desierto, subiendo y bajando para succionar el valioso líquido negro que tiene poder para enloquecer al hombre más pausado. Las líneas de la calzada titubean después de esta recta larguísima y se zambullen en la nube de arena. El viajero tose mientras se cubre los ojos, siente diminutas esquirlas pardas aferrándose a su garganta, deslizándose a trancas cuerpo abajo y manoseando sus órganos vitales.

Estos son mis apuntes de Bakú, una ciudad con alma. Caótica, incomprensible. Pero veraz, al fin y al cabo.

Tierra del fuego

La ciudad de Bakú se divide en dos partes. La primera, enorme, la Ciudad Interior. La segunda es la Ciudad Vieja, enredada como los ovillos de lana cuando el gato entró en el cesto, mordisqueada, fusionada con la nube de arena hasta el punto de que no distinguimos el aire de las piedras, las puertas de los callejones sin salida. Hoy la consideramos Patrimonio de la Humanidad pero, siglos atrás, cuando la Edad Media comenzaba a dar sus primeros y desequilibrados pasos, hordas de religiosos hindúes y zoroastristas adoradores del fuego atravesaban el durísimo camino desde la India hasta aquí para rendir pleitesía a su divino señor. No en vano se conoce a Azerbaiyán como “la tierra del fuego”.

Otra joya para visitar en Azerbaiyán es la región de Najicheván, donde se dice que Noé fundó la primera ciudad tras el Diluvio Universal.
Otra joya para visitar en Azerbaiyán es la región de Najicheván, donde se dice que Noé fundó la primera ciudad tras el Diluvio Universal.ilkinqazipixabay

Las crónicas aseguran que años atrás era posible colocar una cazuela en cualquier punto de la ciudad, el que más rabia nos diera, y que pocos minutos después el contenido de su interior comenzaría a hervir como poseído por un extraño hechizo. Dicen que si un hombre o un caballo se detenían con los pies sobre la tierra, a los pocos minutos podían sentir un terrible ardor subirles desde las plantas de los pies hasta contagiar sus cuerpos. En la tierra del fuego, una llamarada roja y azul era un bien cuanto menos innecesario, cuando bastaba con cavar un pequeño agujero en la arena para conseguir el calor deseado. Adjaib ad-Dunia, un tratado persa del siglo XIII, afirma que “durante las noches Bakú arde como el fuego. Colocan el caldero sobre la tierra y así hierve el agua”.

Es extraordinario, sobre todo porque todavía hoy es cierto. Bastaría con encontrar Yanar Dag (conocida como la Montaña de Fuego) situada al norte de la enigmática ciudad y firmemente abrochada a las tierras yermas del desierto azerí, para convencernos de la veracidad implícita en los textos persas. La ingente cantidad de gas que escapa por las laderas de la montaña entran de inmediato en contacto con el oxígeno, peligrosamente inflamable. No importa si llueve o nieva, sopla viento o las nubes duermen: las faldas de la Montaña de Fuego siempre están en llamas, desde tan atrás que nadie sabe con exactitud quién fue el primero en encender aquella chispa sempiterna. Apenas conocemos que las mismas llamas brillaron en las pupilas de Marco Polo - él mismo lo escribió en sus relatos -, del escritor Alejandro Dumas y de cualquier conquistador, asiático o europeo, que haya querido hacerse con la ciudad de Bakú.

Capital mundial del petróleo

En el siglo X ya se descubrió el causante de estas triquiñuelas con el calor que manaba de la tierra de Bakú. Tiene un nombre que resuena en los oídos de los mayores tiburones del mercado bursátil internacional, persigue durante las noches los sueños de los gobernantes codiciosos, sobrevuela las ciudades del mundo entero transmutado en gas venenoso. Las bombas de varilla a las afueras de la capital nos susurraban su nombre: es petróleo. El oro negro que hizo de Bakú la capital de Asia Central desde el siglo XIX hasta el auge de los estados árabes a mediados del siglo pasado. Para hacernos una leve idea de la riqueza que manaba esta ciudad, en 1890 los yacimientos de Bakú representaban el 90% del suministro mundial de petróleo. Casi nada.

Es tan abundante el petróleo en Bakú, que la propia tierra parece escupirlo empachada.
Es tan abundante el petróleo en Bakú, que la propia tierra parece escupirlo empachada.premierclubpixabay

Aunque el petróleo de Bakú ya resultaba fundamental para garantizar la salud de las caravanas de camellos que recorrían la Ruta de la Seda - se considera un remedio excelente para las enfermedades de piel de los artiodáctilos -, el pelotazo final llegó en 1873, cuando se produjo la primera expulsión de crudo en un pozo de petróleo natural. Aquí. Entonces, si hubiésemos visitado Bakú y su nube de arena por aquellos años de abundancia, podríamos haber encontrado a Ludvig Nobel, el hermano mayor de Alfred Nobel, y su compañía de petróleo Branobel. Jugando con fuego de una forma similar a su hermano. O decenas de funcionarios rusos (aunque estos todavía pueden encontrarse en Bakú) regateando los precios para suministrar su país, Volga arriba, del preciado bien. Mercenarios turcos contrastando con sacerdotes armenios, persas astutos discutiendo con judíos enriquecidos; buscar era encontrar en el Bakú del petróleo, conocido por aquél entonces como “La Ciudad Negra”. Debido a las espantosas nubes oscuras que cubrían los suburbios y los sedimentos de petróleo quemado que se depositaban sin consideración sobre los hogares.

Fue la época en que la nube de arena tuvo que retirarse, derrotada por la niebla negra del petróleo, y créame el lector cuando le digo que fue entonces cuando Bakú estuvo a punto de perder su alma. Muy cerca estuvo. La especulación sobre los precios del petróleo fue algo nunca visto hasta entonces, magnates se arruinaban y volvían a enriquecerse en el tiempo que duran las noches y el caos urbano, tan habitual en ciudades de este estilo, amenazó con derrumbarse sobre su propio peso. Incluso llegaron a crearse lagos enteros de petróleo, cuando los extractores no tenían tiempo suficiente para deshacerse del crudo.

Bakú hoy

La sangre de Bakú fluye por venas atascadas, a trompicones. Semejante a las ciudades más bulliciosas de la India, existe una norma no escrita donde los vehículos avanzan inexorables contra la corriente de coches, motocicletas, caballos, autobuses y camiones sin prestar atención a ninguna de las señales de tráfico cubiertas de polvo. Uno posa su vista en su objetivo, difuminado, no muy lejano, y no cesa en sus pitidos y contorneos de las ruedas hasta haberlo alcanzado. Respira hondo, escupe la arena que se le atascó en el paladar y conduce hacia un nuevo objetivo. La paciencia no es una virtud útil en Bakú, esto es cierto, porque el más paciente de los conductores será precisamente el que no consiga alcanzar sus pequeños objetivos. Hace falta resistirse, increpar por la ventanilla, dejar afónica la bocina y encallecerse los dedos de las manos golpeándola. Uno no avanza por las venas de Bakú si no tiene fuerzas para empujar.

A los lados de la acera se confunden los palacios de su edad dorada, construidos con piedra del desierto, con las casas bajas de chapa y teñidas por la arena del desierto. Así no importa demasiado lo suntuoso que sea nuestro hogar en Bakú porque a ojos externos lo mismo da una choza o un palacio de piedra, de madera o de chapa. Todos ellos conforman un curioso pedregal de edificios con tejados planos.

La Torre de la Doncella, otro enigma de Bakú.
La Torre de la Doncella, otro enigma de Bakú.Pexelspixabay

Igualmente pueden encontrarse monumentos religiosos del calibre de la mezquita de Bibi-Heybat, construida sobre la tumba de una de las descendientes directas del profeta Mahoma. O la archiconocida Torre de la Doncella, desde donde dice la leyenda que se arrojó una virgen inocente y que nunca, en sus ocho siglos de historia, ha sido tomada por la fuerza. Y palacios increíbles que construyeron los millonarios rusos antes de la Revolución, todavía en pie después de tantos bandazos y con los jardines perfumados más o menos abandonados, según el azar que les haya tocado. ¿Y quién, en su sano juicio, podría haber imaginado que en la península de Absheron, a las orillas del Caspio, podría existir esta ciudad prodigiosa? Donde las calles no siguen un patrón concreto, desdeñan el orden por el que tanto nos hemos esforzado los europeos, y pese a todo vienen acompañadas por bellezas arquitectónicas capaces de impresionar al maestro Gaudí.

Pero, cuidado. El mundo gira rápido. O mejor aún, gira demasiado despacio, gira a dos tiempos. No tiene oportunidad de asimilar las maravillas que le suceden. La ciudad con alma de Bakú no seguirá intacta durante mucho tiempo y sus edificios centenarios ya están siendo mordisqueados por los de cemento y cristal. Los nuevos edificios son hermosos, desde luego, como por ejemplo el Centro Heydar Aliyev - que es auditorio, galería de arte y museo -, pero también son inexorables a la hora de eliminar cualquier rastro de la ciudad que pueda transportarnos a los años del fuego y los remedios estrambóticos para curar a los camellos. Corre a visitar Bakú, cuanto antes, con el primer respiro que nos permita este virus que se resiste a terminar. No lo dudes demasiado porque dentro de unos años, cuando te hayas atrevido a ir para allá, la ciudad con alma habrá desaparecido para dar lugar a otra urbe más, sin ningún interés mayor que sus museos bien aislados del mundo exterior. Entonces el espíritu se marchará, imparable, hirviendo de cólera mientras se desliza por los agujeros que hicieron los Nobel en su tierra sagrada. La nube de arena desaparecerá y respirar resultará irritantemente sencillo. Sí, eso es: no esperes hasta que visitar Bakú sea sencillo. Podrías perderte la fantástica sensación que embriaga el cuerpo del viajero, al ser relamido por su lengua de fuego y arena.