VIAJES
Esta va para los periodistas… y todos los demás
Desde hace varios meses leo en los comentarios de las noticias acerca del coronavirus que la peña está harta. Lo dicen en los comentarios, que los periodistas dejen de meternos miedo, que esto es un sinvivir, que cada noticia negativa que se desliza en sus pantallas sigue un meticuloso esquema ideado por los agentes del poder para aterrorizarnos y recluirnos en nuestras casas. Tachan a los profesionales de la información con toda clase de insultos posibles, algunos son graciosamente originales.
Lo pienso porque todavía no he leído un comentario que empatice con los periodistas y confronte una realidad, y esta realidad sería que no debe ser nada fácil escribir cada día las noticias terribles que nos asustan en el sofá. Quiero decir que un lector puede elegir dónde posa sus pupilas pero el periodista no, el periodista está obligado a escribir esta clase de noticias. Al final, es su trabajo, ellos entraron en este negocio dispuestos a todo y cargados de ilusión por crear un mundo justo pero se encontraron de sopetón con una pandemia. Son humanos de carne y hueso, no lo olvidemos. Por ejemplo desde el viernes fueron 535 fallecidos por coronavirus en nuestro país. Este tipo de frases deben ser demoledoras de escribir cada día. Entonces me gustaría dedicar esta pieza a cualquiera que pueda necesitarla: a los periodistas, a los lectores, a los políticos, a los ladrones y a los héroes, a los desesperados, a los optimistas, a los jóvenes. A todos aquellos que ya no tienen tiempo para observar nuestro mundo más allá de las ciudades.
Y qué carajo, también a mí, que nunca escribo sobre el coronavirus pero he ocupado los últimos meses como periodista de viajes a peregrinar por un país con las terrazas vacías y las puertas de los museos cerradas a cal y canto. Escuchando a decenas las quejas de los pequeños empresarios que, pobrecitos, me piensan con el poder suficiente para mejorar su destino trastocado.
Informo a quien ande interesado de una noticia irrelevante: ayer llovió a borbotones en La Alberca, un pueblo al sur de Salamanca, y la lluvia que siempre cae temeraria me atrapó en plena caminata por el Paseo de las Raíces que bordea la localidad. Era una señora tormenta. Las nubes se hinchaban y se deshinchaban cargadas de colores grises. Y resulta curioso esto de la lluvia porque un elemento tan sencillo como es el agua desplomándose en vertical tiene el poder para volver iguales a todas las criaturas. Todo lo moja y todo lo crea, todo lo pudre si cae abundante. La lluvia se revela como madre y asesina de todos los seres. Supongo que por esta razón la deseamos con una fuerza rabiosa si no aparece pero corremos a resguardarnos, maldiciendo por lo bajo, cuando se muestra. La deseamos y evitamos a partes iguales. La amamos porque nos fortalece pero la tememos porque nos debilita. La lluvia pinta los colores en el campo o blanquea las paredes de los edificios. La lluvia es madre y asesina.
Durante mi paseo accidentado entre robledales y florecillas violáceas de azafrán silvestre, mientras estudiaba la tierra serrana que parecía haber arrancado su sonido al viento, cuando atrajo para sí las hojas caducas de los árboles que sisean de una forma similar a la brisa, quise pensar en el combate que desde hace eones se lleva dando entre cielo y tierra. Cada año, al llegar el otoño, la tierra roba el susurro de las hojas al viento. El viento se enfurece. Y llama a su hermana que es la lluvia para que aplaste las hojas muertas contra el suelo ladrón, así conseguirá enmudecerlas para siempre, y creo que la lluvia es madre y es asesina, pero también es un regalo y un castigo. Aunque el castigo no siempre esté dirigido hacia nosotros. ¡No siempre tiene que ser por nosotros!
Durante los meses de deshielo en la serranía de Francia corren riachuelos gélidos montaña abajo. Zigzaguean entre los robledales hasta incorporarse a enormes ríos que no tienen tiempo para pensar, los ríos nunca piensan, andan demasiado ocupados corriendo hacia su bocanada final en los primeros litros de furia y agua y sal. Que es el mar. Los ríos son valientes porque desean su final. Y siempre me pareció asombrosa tanta valentía. Casi impresionante.
Estas montañas han visto muchas carreras parecidas, directas a su desenlace; porque todas las carreras tienen un desenlace, es inevitable. De lo contrario, supongo que no nos molestaríamos en correr. Los cerros moteados por robledales milenarios hermanados con el liquen han sido testigos de escenas de tragedia humana cuando ocurrieron guerras que ninguno de nosotros podría imaginar, ni siquiera los más soñadores, y tragedias del tipo animal cuando el lince cae como una piedra encima de los conejitos y los desnuca de un único mordisco. Tragedias estacionales como los riachuelos gélidos que primero se vuelven tibios, luego titubean, y finalmente cuando llega el verano se quedan sin fuelle y terminan por secarse.
La Sierra de Francia es hermosa pero más hermosa parece su tragedia. Tan bonita me parece que he sentido una necesidad inevitable por escribir este artículo sentado en la terraza, mientras el termómetro marca tres grados y son las dos de la madrugada, solo porque me avergüenza hablar de ella sin sentir como mis dedos tiemblan. Las calles de La Alberca están vacías. Y si mis dedos no se estremecen movidos por la tragedia quiero que lo hagan por el frío que los mordisquea. En aquél paseo rodeado de hojas acuchilladas fui testigo de innumerables detalles de la tragedia: aquí una flor que se marchita, acullá un hogar cuya familia declina, allí las hojas gimiendo cuando la lluvia las atraviesa. Yo fui un espectador, como lo soy siempre, como somos todos en este oficio. No tiene más. Les habló un periodista que necesita sentir el frío en su piel mientras escribe sobre tormentas.
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