Turismo

Cuenca: un mar, un cuento, un abismo

Desde sus primeros pobladores en el Paleolítico hasta la época del turismo y la paz, esta ciudad única en nuestro país ha recolectado historias para contarnos

Casas Colgadas en Cuenca
Casas Colgadas en CuencaCésar LeónUnsplash

No sé por qué me gusta tanto Cuenca. No creo que sea porque fue nombrada ciudad Patrimonio de la Humanidad en 1996. Tampoco son las Casas Colgadas, tan famosas, que siempre parecen pender de un hilo camino al abismo. Ni son los cerros que la rodean, escupiendo bocanadas de aire fresco entre las callejas de piedra centenaria. No sé qué será. Solo sé que cada vez que paseo por Cuenca siento que puedo resbalarme y caer en cualquier momento, y siento cómo la ciudad me sujeta con una mezcla de bondad y sutileza, tentándome y retractándome en mi decisión a caer.

Existen ciudades así. Aparecen tras doblar un recodo aleatorio de la carretera y de lejos se asemejan a la Ciudad Blanca, inscrita en la roca desnuda, como un poema de piedra redactado por el artista más atormentado, más genial de su época.

Son tantos los artículos que hablan de actividades que hacer en Cuenca, dónde ir, por qué pagar nuestro dinero, qué visitar en cada momento, que tengo la sensación de que no hay nada nuevo que yo pueda contar. Piénselo el lector. Son miles de años de ciudad, desde antes incluso de las guerras celtíberas, dicen que su historia comienza cuando un grupito de hombres y mujeres desgreñados señalaron con dedos sucios su punto elevado, aullando excitados en su lenguaje gutural, y les pareció un lugar seguro, hermoso, resistente a la humedad y al ácido de la lluvia, estable para los niños. Un hogar. Desde arriba podrían lanzar rocas y lanzas de sílex a los enemigos, todavía haciendo uso de su dialecto bárbaro.

Casas Colgadas de Cuenca.
Casas Colgadas de Cuenca.Margarita Moralespixabay

Piense el lector en asuntos oscuros cuando camine por la ciudad de Cuenca. No admire las Casas Colgadas como frágiles brochazos de la arquitectura del siglo XV, o no todavía, al menos. En su lugar piense en la protección que aportan estas casas-muralla que evitan el derrumbe definitivo, y piense en cuántas de esas pobres criaturas (cuya especie se podrá llamar como la nuestra, pero poco tienen que ver con nosotros ahora) que poblaron Cuenca por primera vez dieron un paso en falso, a veces basta con un paso, y se despeñaron por las rocas benevolentes que terminan en el frescor insoportable del río Júcar. Un último chapuzón que sucede al grito. Y reflexione sobre el peligro de Cuenca, su equilibrio milagroso. En la tozudez de los hombres que abandonaron la seguridad de las llanuras y el abrigo de los bosques para escalar este cerro, quizá persiguiendo algún tipo de ilusión relacionado con las águilas y sus deidades.

Piense el lector, cuando camine por Cuenca transformada desde el calor del mediodía, en el chirrido del acero romano que se afila para clavarse y cortar y sesgar hasta hacerse su hueco en las páginas violentas de la Historia, y escuche con atención el sonido acolchado de las botas almorávides tras arrebatar la ciudad al rey Al-Mutamid, ese monarca poeta que nació para fracasar. Piense en la ilusión que brotó de sus ojos castaños cuando su padre le juró que Cuenca sería suya de adulto, y en la decepción que los mismos ojos fraguaron cuando la veía arder, a horcajadas sobre la grupa de un corcel agotado por el combate, casi moribundo. Piense el lector en la inmortalidad de Cuenca, siempre tanteando con uno de sus pies el borde del abismo. Como si la idea de terminar así, tan bruscamente, estimulara los muros raídos de sus murallas.

Cuando el lector sea viajero y se haya dado esta maravillosa transformación en él (del sofá a las calles de piedra, del pijama a la ropa holgada y resistente, del hastío al regocijo de la curiosidad insaciable), visite el museo de Artes Abstractas que se encuentra en el casco histórico y haga una cosa, hágala. No se limite a mirar los cuadros de Millares, Chirino o Saura. Mire también por las ventanas. El arte abstracto también está allí, en esas montañas. Crecen un milímetro cada año, desprenden cada mes un puñado de arena, dominadas por sus contradicciones. Y se percatará de que no existe nada más abstracto, más impredecible y inevitable que el cambio minúsculo de las montañas que enmarcan Cuenca, siempre amenazantes, siempre titubeantes a la hora de atacar. Llevan noventa milenios decidiéndose si hacerlo. Y si siente una especie de llamada gutural que le incita a remediar los deseos de sus primeros antepasados, atraviese esa ventana sin cristales y camine por alrededor de la ciudad. Hay rutas para hacerlo. Caminitos de tierra que serpentean como los senderos de los ciervos monte arriba.

Los Ojos de la Mora a las afueras de Cuenca.
Los Ojos de la Mora a las afueras de Cuenca.Claudiopixabay

Quizá pueda encontrar alguna esquina despistada que mantiene las manchas negruzcas que violaron a la ciudad durante la Tercera Guerra Carlista, cuando fue incendiada y ochocientos cadáveres hicieron peligrar su equilibrio perfecto. Porque sí, sonará extraño, pero las ciudades como Cuenca han sufrido una y otra vez, en silencio pavoroso, la violencia que ruge de los hombres malos y que la Historia celebra en ocasiones como héroes de cuento. De una sensibilidad inexacta e imposible de medir, las esquinas despistadas guardan como tesoros sus recuerdos del dolor, y hoy consiguen brillar para entretener los fines de semana que nos atrevemos a tantearla.

Ignoro la razón que me lleva a adorar Cuenca de una manera tan romántica que roza el patetismo, empujándome a ignorar las líneas de pensamiento de los últimos veinte siglos para retroceder hasta el tipo de sensaciones que corroían a sus pobladores primitivos, que adoraban a la tierra y los árboles y las nubes y el peligro bajo el complejo nombre de los dioses. Podría ser que fue la primera ciudad fuera de Madrid que visité de niño con mis padres, y por tanto sigo mirándola con ojos de chiquillo, que no comprenden nada pero tampoco luchan por hacerse preguntas enrevesadas, y beben lo que observan con avidez y sin miedo a empacharse. Podría ser la Ciudad Encantada que pulula a sus afueras y me impactó de tal manera, al decirme mi madre: “esto era antes un mar”. Ampliando la sensación de fantasía. Quizá sea la bruta realidad que mana de su fantasía, la fragilidad de su equilibrio, la belleza de su oscuridad oculta. En cualquier caso que la visite el lector cuando se funda con la máscara del viajero. No le decepcionará.