Historia
Doscientos años de la muerte de Napoleón: una visita a la isla de Santa Elena
Con motivo del bicentenario del fallecimiento del emperador francés, nos acercamos a la isla donde vivió sus últimos años
Tal día como hoy se cumplen 200 años de la muerte de Napoleón. Dicen por ahí que fue por un cáncer de estómago, encerrado en la isla de Santa Elena y cabreado con el mundo. También dicen que durante los últimos años de su vida, el aburrimiento que experimentó el corso en su encierro le llevaba a cambiarse tres veces de cama cada noche. No podía dormir. Le aburría dormir. Su sueño de gloria que le empujaría hasta situarlo en el altar de los grandes emperadores lo truncó ese inglés, ese duque de Wellington en el barro de Waterloo.
Visitar hoy esta isla confundida en lo más remoto del Atlántico sur no se diferencia en gran medida con cómo habría sido visitarla en 1821, si hubiésemos querido despedirnos de Napoleón. La isla está muy lejos del mundo. Todavía forma parte de los territorios británicos de ultramar pero está muy lejos.
Un barco al mes
Hasta la apertura del Aeropuerto Internacional de Santa Helena en 2018, la única forma de llegar a la isla era en un barco cuyo nombre era, graciosamente, HMS Santa Helena. Este barco y ninguno más. Una vez al mes recorría los 3.000 kilómetros que separan la isla de Ciudad del Cabo (Sudáfrica) con pasajeros desorientados, enormes cajas de frutas y verduras frescas y demás bienes imposibles de conseguir en este escollo del Atlántico. Una vez al mes, Santa Elena (que por cierto su nombre procede de Santa Elena de Constantinopla) y el mundo se encontraban. El mundo vomitaba sobre la isla todo lo que el barco pudiera cargar y Santa Elena volvía a desvanecerse en el océano.
Este barco se consideró durante décadas un símbolo de libertad para la isla. El único puente que sus habitantes podían cruzar si deseaban salir al mundo de afuera, este barco que se balanceaba entre los buques de carga y los cruceros turísticos era la única vía de escape de esta prisión moldeada con piedra volcánica y helechos prehistóricos.
Luego se construyó el aeropuerto. Entre los locales los hay que rechazan el aeropuerto porque temen que los vuelos regulares masifiquen el turismo en la isla y terminen por robarle su esencia; otros esperan sedientos el turismo que les reportará dinero, y con ese dinero una vida mejor. Una única pista de despegue y aterrizaje que termina en un abismo de 300 metros de altura, como si subir al avión y salir de allí dependiera de una sola oportunidad. Los fuertes vientos del Atlántico golpean con una fuerza el aeropuerto que no permite el aterrizaje de aviones comerciales, nada más que avionetas o vuelos privados de menor calibre; entonces, aunque el barco ya no vaya a la isla porque las avionetas traen la fruta y la verdura desde África, cualquier viajero que quiera visitar Santa Elena tendrá que arriesgarse a aterrizar en esa pista peligrosa.
Esclavos, proscritos, náufragos
La población de una de las islas más remotas del planeta no está precisamente conformada por descendientes de gente acomodada. Quiero decir que no era habitual que un vizconde inglés del siglo XIX sintiera un interés especial por vivir en una isla diminuta en el centro de un océano inmenso, donde las zonas áridas no dejan más que unos metros a la vegetación para respirar. Por supuesto que no.
Náufragos que vieron en Santa Elena una señal de salvación, esclavos chinos y africanos que nunca eligieron venir aquí pero vinieron, y se quedaron una vez liberados. Héroes de guerra convertidos en villanos por sus enemigos y apartados del ajetreo del mundo para que ya no puedan vencer ninguna batalla. Estos son los antepasados de los locales que hoy podemos ver paseando con reposo por la línea costera de la isla, y se puede comprobar que sus rasgos físicos los conforman esta mezcla de nacionalidades e historias tan variopintas que solo un lugar tan remoto puede conceder. Basta preguntar a un transeúnte de Jamestown para que nos explique que su bisabuelo fue hecho preso por los británicos durante la Guerra de los bóeres, y que su bisabuelo se enamoró de la quietud bendita de Santa Elena. “Cuando fue liberado”, algo así nos diría, “no quiso volver a casa y se quedó a vivir aquí”.
Piet Cronjé, general ideólogo de la sublevación de los bóeres sudafricanos, fue desterrado a Santa Elena tras su derrota en la batalla de Paardeberg, junto con tantos otros de sus fieles. El cementerio bóer de la isla todavía puede visitarse como recuerdo de esta época. Pero ya sabemos que el prisionero más conocido de todos era un general francés bajito e increíblemente audaz, Napoleón Bonaparte.
Entre Francia e Inglaterra
La primera prisión donde las tropas aliadas enviaron a Napoleón tras su derrota en 1814 fue la Isla de Elba, próxima a la costa italiana. Pero era una isla demasiado cercana a Francia y sus intrigas, era casi una residencia de jubilados (con bingo y actividades físicas incluidas) para Bonaparte, entonces el emperador no tuvo muchos problemas a la hora de salir de allí, regresar a París, arengar a sus tropas y liar la marimorena durante 100 días en los Países Bajos. Luego apareció ese asqueroso duque de Wellington con su caballería escocesa y truncó los sueños del corso.
Aunque los aliados habían aprendido la lección: tras derrotar por segunda vez a Napoleón quisieron apartarlo definitivamente del mundo, lo más lejos posible, querían que este hombrecillo genial se muriera de nostalgia y aburrimiento muy lejos, y que no le importara a nadie. El destino ya lo conocemos. Una casa colonial de proporciones normales - ni grandes ni pequeñas - que todavía hoy sigue en pie fue la última residencia de un hombre habituado a la ostentosidad de los palacios europeos, al tono dorado de las pinturas y los candelabros repujados con finura. Esa residencia puede visitarse hoy en Santa Elena, y el viajero podría contar las tres camas en las que dormía Napoleón cada noche. Tocar la mesa sobre la cual escribió sus últimos textos y las butacas donde durmió siestas que duraban horas. Pisar el mismo suelo por donde arrastró él sus pies.
Aquí va una pequeña curiosidad sobre la residencia de Napoleón en Santa Elena, Longwood House: fue comprada al gobierno británico por su sucesor Napoleón III y transmitida a sus descendientes a lo largo de generaciones, hasta que sus dueños la donaron al gobierno francés en 2007. Entonces podríamos señalar esta como la última victoria de Napoleón, más allá de su vida. La tierra que le mantuvo prisionero y lejos del hogar es ahora un pedazo de Francia. Fue su última conquista.
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