Viajes
Cinco vagabundos en cinco historias
Dondequiera que viajemos podríamos encontrar a hombres y mujeres que dedican su vida a viajar de aquí a allá, buscando pequeños empleos con los que sobrevivir a los meses fríos
Creo de verdad que el ser humano ya no viaja como lo hacía en el pasado. Quizá esto sea porque la finalidad de los viajes se ha transformado, o puede que tenga algo que ver con el boom de narcisismo que nos domina desde hace, ¿cuánto, veinte años? Pero estoy seguro de que ya no viajamos igual. Algún antepasado mío, estoy seguro, viajó al continente Americano durante el siglo de oro, y supongo que no lo hizo para admirar los paisajes, encontrarse a sí mismo, subir una fotografía a Internet. Pienso que las personas viajaban antes en busca de segundas oportunidades, empujadas por el sabor metálico de las riquezas, el afán de curiosidad divina que nos imbuye, nos arrastra mares a través, hasta conocer culturas estrafalarias e incomprensibles. Está en nuestra naturaleza, al fin y al cabo. Somos una especie que cabalga entre lo nómada y lo sedentario.
No viajamos igual, tampoco miramos de la misma manera. Buscamos experiencias para recolectar. Y poco más. Como soy una criatura influida por mi época, y yo también soy un narcisista redomado, y también viajo para encontrarme a mí mismo o deleitarme con paisajes de fantasía, entonces tengo que hacer un esfuerzo enorme para escapar del círculo de los deseos. Únicamente haciendo este esfuerzo podría mirar al horizonte, buscar riquezas, someterme a la espuma de olas, soñar con una segunda oportunidad.
En la mayoría de mis viajes paso tiempo con vagabundos. Un puñado de minutos, horas, en ocasiones incluso días. Porque ellos son los únicos (aparte de los refugiados) que viajan motivados por razones puramente humanas, alejadas del narcisismo y una búsqueda agotadora de experiencias compartidas. ¿No viaja un vagabundo en pro de riquezas macilentas que desaparecen con rapidez, no viaja escapando de los inviernos fríos, no viaja para agarrar la segunda, tercera, cuarta oportunidad? Los he conocido en aviones de la India, a la puerta de decenas de catedrales, arrastrándose por las calles de Tarragona en busca de una china de hachís, borrachos en los bancos de los parques de Madrid, ocultos en cabañas junto a lagos kazajos, desorientados en Manila. Y resulta increíble cuando uno pasa tiempo con ellos, y observa cómo interactúa el mundo con ellos, descubrir que apenas existen para la mayoría de los viajeros. ¡Pero un viajero debería acercarse al vagabundo y pedirle consejo, en lugar de rehuir a su mirada! Ellos nos podrían hablar acerca de los lugares más hermosos del planeta porque estuvieron allí sentados durante horas, pidiendo limosna, chupando su cartón de vino, buscando un trabajo de día, observando la vida pasar con su sosiego excepcional.
Aviso a navegantes: no debemos confundir un vagabundo con un mendigo. El vagabundo vaga, viaja, consigue trabajitos aquí y allá, puede que mendigue en ocasiones; el mendigo, por otro lado, se dedica pedir limosna en exclusiva.
Un vagabundo polaco que conocí en Bulgaria viajaba obsesionado con experimentar un nuevo sentimiento. Decía que lo había probado todo. Había experimentado cada una de las emociones, desde el terror a la muerte en el campo de batalla hasta la alegría inexplicable por vivir, cada uno de los sentimientos, había conocido a su hijo recién nacido, rosado y robusto entre sus brazos; de una manera parecida lo había acunado después de que un coche lo pasara por encima veinte años después. Desde hacía varios años vagaba en busca de emociones nuevas pero estaba resultándole imposible.
- ¿Sabes lo que se siente al ahogarse? – preguntó – Yo sí, yo lo sé, y también sé lo que se siente al ahogar a alguien.
Hablaba de la guerra y de la paz como veterano de ambas. Pero le costaba encontrar una nuevo sentimiento, aunque en realidad se le escapaba uno de ellos y él lo sabía.
- La libertad, niño – me dijo -. Esa nunca la he probado. Pero creo que es demasiado tarde para mí, son tantos sentimientos aquí dentro que ya no pueden salir. Ellos me impiden saber qué se siente al ser libre.
Conocí a un vagabundo navarro que pedía limosna en la Catedral de Sevilla. Amenazaba a los sacerdotes con lanzarse desde la Giralda cualquier día de estos, lo hacía riéndose a carcajadas:
- Si usted quiere que yo me tire por el puente de Triana pues yo me tiro, puede que un día lo haga, puede que sea pronto, o quizá podría saltar desde su bonita Giralda hasta aquí, hasta esta misma losa. Imagine la caída, puede ocurrir, puede que lo haga mañana.
Decía cosas así. También me confió que guardaba su corazón en el bolsillo para protegerlo de las tinieblas del mundo, y que solo lo sacaba a la luz cuando se sentía seguro de verdad. Buscó en los bolsillos de su pantalón y de su abrigo en busca de su corazón, allí, delante de mí, clavado en ese mismo punto donde cientos, puede que miles de hombres y mujeres como él, habían pedido limosna desde que la Catedral se fundó en 1528. Rebuscó pero no consiguió encontrarlo. Con lo ojos acuosos preguntaba a los viandantes si ellos habían visto su corazón pero los que pasaban lo tacharon de loco rápidamente, o de borracho (malditos hipócritas, como si nunca hubieran bebido dos copas de más), y ninguno quiso ayudarle en su búsqueda. Cuando me despedí de David, todos los cachivaches que llevaba en los bolsillos estaban desperdigados por el suelo a su alrededor y él buscaba sollozando su corazón. Espero de verdad que lo haya encontrado.
Una mujer de Burgos a la que habían robado su saco de dormir en pleno mes de noviembre y caminaba por la ciudad insultando a todo el mundo, gritando a los niños al oído, asustando a los inocentes. Cuando le pregunté la razón por la que gritaba, me habló de su saco de dormir, y se quejaba porque no comprendía cómo pudo alguien robarle lo único que tenía. Habían sido un puñado de adolescentes para hacer la broma.
- Jesús alabó junto a sus discípulos a la viuda de las dos monedas - gimoteó -, pero nunca nos dijo qué hacer cuando le roban las dos monedas a la viuda.
Tuvo suerte porque yo tenía un saco de dormir en el coche y pude regalárselo, aunque supongo que ya lo habrá perdido, quizá en una nueva ciudad. Puedo imaginarla tres años más vieja, tres años más desilusionada, chillando a los niños y a los inocentes y empujando lejos de sí al mundo.
Conocí a un hombre que lo tuvo todo: un empleo magnífico, una esposa maravillosa, un hogar acogedor. Luego le echaron del trabajo y su mujer le abandonó ese mismo día. Su reacción consistió en caminar a un banco que está cerca de la Plaza Mayor de Madrid con un cartón de vino, y se dedicó a beber hasta caerse dormido. A la mañana siguiente se despertó, caminó a su casa, cogió el abrigo y volvió al banco con un cartón de vino nuevo. Me dijo que nunca más regresó a su casa. Ahora vivía en Córdoba porque era invierno y escapaba de los meses fríos, pero me aseguró que llegado el verano volvería al norte para cosechar hortalizas.
Ocurren situaciones de lo más variopintas, si uno aparta los ojos de sí mismo y del paisaje colosal que le rodea. Una mañana conocí a dos senegaleses en Comillas, de estos que venden pulseras o lo intentan, y una semana después me los encontré en Bilbao, vistiendo la misma ropa y vendiendo las mismas pulseras. Eran encantadores, sonreían con un brillo admirable y adictivo. Me juraron que reunirían el dinero suficiente para viajar a Francia y ayudar a recoger las uvas del champagne. ¿No es curioso que los vagabundos recojan las uvas para nuestro champán? Y David, el navarro que amenazaba con lanzarse desde la Giralda, consiguió trabajo como pintor de paredes dos días por semana. ¿No es curioso que David pinte nuestra casa? Y nuestro amigo polaco ayudaba a recoger la basura de las calles todas las mañanas, por el puro placer de hacerlo; se despertaba temprano y apilaba en un montoncito la basura de su acera, con mucho cuidado, cachito a cachito. ¿No es curioso que los vagabundos limpien nuestras aceras? ¿No podría volverles un poco más humanos a nuestros ojos?
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