Viajes
Este no es un artículo de viajes
Más bien se trata de un pedacito de la carretera
Quería llegar a casa de Fátima en Tromsø y afeitarme porque hace tres días que no me ducho y hace un frío polar (literalmente, hace dos días que crucé el círculo polar ártico) y tengo hambre, además de un sueño espantoso. Algunos dirán: es un afortunado. Yo contesto: solo estoy cansado. Después de recorrer cuatro mil kilómetros de carreteras conducía como enajenado entre las curvas del norte de Noruega y con los ojos abiertos pero cerrados a la vez, con los párpados abiertos pero el alma encerrada. Es una pena cuando ocurren estas cosas porque allí fuera pululan decenas de espíritus enredados en las corrientes de viento que nos silban seductoramente para llamar nuestra atención, esos espíritus están reencarnados en las nubes, en los alces, en los peligrosos osos, en las montañas. Todos ellos abandonan su cuarta dimensión para acceder a nosotros.
Quería afeitarme y dormir pero he tenido que parar un minuto al borde de la carretera para escribir este fragmento. En alguna curva imprevista mis sensaciones se han abierto, no, se han desbocado, no, mejor aún, ha sido como una galopada decidida, sudorosa y sensacional que retumbaba en mi pecho al compás de la puñetera taquicardia. Han entrado por todos los agujeros de mi cuerpo (todos los que te puedas imaginar) una serie de olores refrescantes a pino y piedra mientras he levantado los ojos del asfalto, al encontrarme con las montañas del norte de Noruega, justo a tiempo para ver cómo los ejércitos blancos del invierno avanzan sus primeros pasos dubitativos antes de apuñalar al otoño con ansiedad. Aquí hay lagos y cisnes salvajes y un ambiente de épica descontrolada. Aquí caen nevadas capaces de arrasar con las montañas, lluvias bíblicas que empapan el suelo, lo cubren con espesas capas de musgo, se agarran a los tobillos del viajero.
Este no es un artículo de viajes, esto de aquí es real, es un pedacito de asfalto. Un momento inconsciente en el borde de la carretera poseído por los demonios de la naturaleza escandinava, un segundo irremplazable entre tantas horas olvidadas al borde de la carretera. Mi familia está muy lejos, mis amigos están muy lejos, parece que mi casa ha desaparecido. Y todavía dirás: es un afortunado. Pero yo te digo: hoy echo de menos las lentejas de mi madre.
Me he parado a un lado de la carretera porque solo quiero decirte que existe un mundo hermoso a la vez que perverso allí afuera, hermoso por sus colores de fuego enfrentándose al hielo, perverso por las formas retorcidas de la siempre brutal, siempre impertérrita madre naturaleza. Solo quiero que abras los ojos en este, mi momento de emociones primitivas, miserables, demenciales, sedientas, y que abras los ojos conmigo, tan sucio y cansado como lo estoy yo, igual de agobiado por las preocupaciones que todos (incluso sumergidos en este escenario) sentimos como nos carcomen de alguna manera.
Tergiversando a Whitman: ¡existe la vida y una inmensidad! Aunque no hace falta matarse conduciendo a Noruega para encontrarla. También podemos buscarla en los Pirineos de Aragón, en las llanuras amarillas de Castilla La Vieja, en las olas turbias que escupe el Mediterráneo. ¿Qué importa si Puigdemont vuelve a corretear en libertad? ¡Existe la vida y una inmensidad! Allá él, que ha sustituido todo lo bello por un ideal mezquino. ¿Y qué más dará si cobramos un sueldo mísero? ¡Existe la vida y una inmensidad! Nadie nos puede cobrar impuestos por el aire limpio que respiramos. ¿Y qué importan el coronavirus y todos los dramas que suceden a diario por lo ancho que es el mundo, aunque nosotros nos damos la vuelta y seleccionamos con histerismo los dramas por los que llorar? ¡Existe la vida y una inmensidad! Muchos de los nuestros ya nos esperan desde el lado de la inmensidad.
Solo quiero que sepas que existe un tipo de viento que sopla del norte hasta escabullirse entre las higueras retorcidas del Mediterráneo y que paga su peaje aquí, en las montañas de pizarra que están lascándose en Noruega. Besuquea con labios lujuriosos los ríos que remontan y remontan y remontan los salmones, revuelve un mechón del cabello espectacular de Puigdemont, atraviesa nuestro bolsillo hueco sin molestarlo, acaricia con una ternura inestimable las tumbas vestidas con sedas de lágrimas y que indican la puerta hacia esa inmensidad (oscura o luminosa, qué más dará hoy, solo hoy). Me gustaría expresarte que esto de aquí, nuestro mundo de tsunamis y volcanes y terremotos y desiertos y glaciares, este drama de aquí abajo es hipnóticamente jodido y muy hermoso.
Solo eso. Que tengas fuerza un día más. ¿En qué periódico leerás hoy que el mundo es bello y asquerosamente cruel a una misma vez, dicho así, sin ambages? Pero hoy no te diré con qué rincón vulgar debes soñar, ni siquiera te pediré que vengas a Noruega: te diré que no sueñes; que pisotees conmigo, desde el salón de tu casa, este mundo real que nos ha acogido. Alguna belleza se esconderá al otro lado de tu ventana, supongo. Un gorrión que busca desesperadamente algo que llevarse al pico, famélico, desplumado y trinando una melodía maravillosa; una brizna de hierba heroica que ha crecido obcecada entre el cemento y que ahora se asfixia, arrepentida. Pero esto no es un artículo de viajes, no lo es, no quiero que lo sea, me niego a jugar hoy con esta ilusión que conjuga la felicidad con viajar. Mañana jugaré pero hoy no.
Te hablo únicamente sobre un pensamiento que se reproduce una y otra vez dentro del pecho de todos los hombres cansados que, durante un segundo, puede que un poco más, abren los ojos y comprenden este maldito milagro de la Naturaleza. Aunque… cualquier milagro nos obliga a ser mejores, más agradecidos, más santos… porque cae que los milagros, a fin de cuentas, siempre resultan traicioneros por su doble moral.
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