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Azores São Miguel: el boceto original del Edén

Una insólita isla volcánica y termal, perfecta para avistar cetáceos. Su magnetismo salvaje sabe a piña dulce y su frondosidad cura el alma. Y en medio de este paraíso atlántico, los hoteles Octant procuran el bienestar

Hotel Octant Furnas, una fuente de caprichos wellness
Hotel Octant Furnas, una fuente de caprichos wellness Hotel Octant Furnas

Bajo la noche oscura, cerrar los ojos y dejarse mecer por las ondas calientes es un verdadero placer. Y de día, a esa hora bruja en la que los huéspedes aún duermen y la naturaleza comienza a desperezarse, flotar entre la densidad sedosa de sus aguas supone un espectáculo. El vapor de las piscinas del hotel Octant Furnas, abiertas las 24 horas del día a una temperatura de 37º, se disipa entre un cuidado jardín donde no faltan ni bromelias, ni fumarolas fantasmagóricas, ni el canto de los pájaros. Un arrebato de belleza explosiva que ruge desde las entrañas de un escenario volcánico y nos recuerda que en la isla principal del archipiélago de las Azores, entre Povoação y Furnas, se concentra el área termal más importante de Europa y la mayor hidrópolis del mundo.

Piscina termal del Hotel Octant Furnas, fuente de caprichos terapéuticos
Piscina termal del Hotel Octant Furnas, fuente de caprichos terapéuticosHotel Octant Furnas

La arquitectura moderna de este capricho wellness, que incluso cuenta con ocho Terrace Pool Rooms privadas, destaca por su diálogo con el entorno terapéutico. Gracias a su situación en el valle asentado sobre el cráter de Furnas, uno de los volcanes más jóvenes de São Miguel y cuya última erupción data de 1.630, es posible disfrutar de las bondades propias de un balneario. Y, sin lugar a dudas, de las múltiples experiencias gastronómicas, naturales y trepidantes que organiza el hotel en este paraíso exhuberante que se sitúa en el océano Atlántico, a 2.018 km de Madrid y 3.689 km de Massachusetts. Hasta allí emigraron muchos habitantes de las Azores, tanto que en la actualidad hay más azoranos en Estados Unidos que en las nueve islas que conforman el archipiélago. Hoy en día son los americanos los que aterrizan por estos lares.

La hermandad del cocido

Cada una tiene su sabor y atesora su pequeño milagro: si una es buena para las dolencias estomacales, sus vecinas son ideales para calmar el cuero cabelludo o cuidar las vías respiratorias. Hablamos de las «Nascentes da Água» que rodean el hotel Octant Furnas, bautizadas con nombres tan evocadores como «Grutinha I» o «Morangueira». Diversos apelativos que concentran variadas propiedades, aunque todas las fuentes emergen a una temperatura entre los 60 y 70 grados y tienen, en cada sorbo, un inconfundible poso metálico y una chispa gaseosa. Una tras otra enmarcan el camino que desemboca en un rincón enigmático de São Miguel: las caldeiras, situadas en la Villa das Furnas. Un valle encantado gracias a la danza incansable de las burbujas, de los malabares de sus más de 30 géiseres y del humo desvocado de sus fumarolas, cuya constancia dejaron los primeros colonos del siglo XV. Una evidencia de que, bajo esta ensoñación cambiante, el magma sigue su ritmo e interactúa desde las profundidades con el agua de lluvia que se concentra en la Caldeira do Asmodeu o en la de Pêro Botelho.

En esta fantasía visual con olor a azufre, los apasionados de la buena gastronomía tienen su premio. Uno de los platos emblemáticos es el «Cozido das Furnas». La zona resulta perfecta, ya que este guiso adquiere su sabor lentamente, a orillas de la laguna. Su suelo térmico, que oscila entre los 66 y los 93 grados, es el cobijo de una tradición centenaria. Todo un protocolo que comienza en una cazuela metálica, en cuya base se ubica el repollo, necesario para que no se peguen en la base el resto de los ingredientes, entre los que no faltan patata, zanahoria, ñame o carne... ¡pero sí el agua! Envuelta con papel film para impedir la presencia de sabores sulfurosos y bajo una tela firmada por la «hermandad del cocido», el recipiente se ubica bajo tierra, en unos agujeros cilíndricos que posteriormente se cubren de tierra y se señalizan debidamente con un cartel. El nuestro se llama A Terra, como el restaurante del hotel. Siete horas después, el resultado es, sencillamente, sobresaliente.

Desde Furnas, tras un breve trayecto de abruptos acantilados y de paisajes verdes, encontramos en un pequeño pueblo de pescadores Ponta do Garajau. Familiar y encantador, aquí se sirven delicias del mar como atún blanco con emulsión de mantequilla, boca negra con salsa verde y una pareja muy resultona: chorizo negro (morcilla) y piña asada. Desde 2002, su tarta graciosa y su carta de vinos isleños seducen a los comensales que se acercan para avistar delfines y ballenas en la costa aledaña. Una actividad que se complementa con un baño en la playa volcánica de Ribeira Quente, donde desemboca uno de los numerosos manantiales geotérmicos que juguetean bajo São Miguel. Es una de las guaridas que, si la marea está baja, transforma las aguas del Atlántico en un gusto termal. Y con un poco de suerte, si la lluvia hace acto de presencia, se pueden divisar dos arcoíris entrelazados que iluminan con nitidez la silueta de un pescador. No hay que olvidar que en São Miguel el clima cálido se disfruta todo el año, aunque a lo largo del día transiten las cuatro estaciones. El agua no falta para saciar la frondosidad de la isla, aunque por arte de magia dé paso, en segundos, a un sol radiante entre nubes trepidantes.

Antes de volver al hotel para disfrutar del tacto del aceite tibio durante un masaje, sería imperdonable no visitar el Jardín Botánico del Parque Terra Nostra. Sus piscina ferruginosa es una anécdota comparada con el vergel de bosques, lagos, jardines y templetes románticos. Una historia que comenzó en 1775, en la casa del cónsul honorario estadounidense Thomas Hickling y que, a lo largo de los siglos, ha contado con el concepto de paisajistas, botánicos y del escocés John McInroy, que dejó su impronta entre las 12,5 hectáreas actuales: un jardín de las delicias con miles de pinceladas de cedros azules, castaños, palmeras, nenúfares, azaleas o del laurel autóctono de las Azores. Deambular por la majestuosa avenida arbolada Ginkgo Biloba y entre caminos exóticos es descubrir el boceto original del Edén. Aquí florecen, por supuesto, llamativas orquídeas y bromelias.

Isla Verde de comerciantes

Desde el Pico do Ferro, uno de los 60 miradores de la isla, se divisa el camino hacia la capital Punta Delgada. Un serpenteo de carreteras en las que escasean los coches y abundan las hortensias, cuya espectacular floración se produce en el mes de abril.

La habitación luminosa de Octant Ponta Delgada recibe a sus huéspedes con unas vistas relajadas hacia la marina. Inspirado en la belleza y los atardeceres idílicos de las Azores, las dependencias de este hotel de diseño, con 123 estancias, son el escaparate para rendirse a las tradiciones y la artesanía local. También a la gastronomía: la Chef’s Table, orquestada por Paulo Leite, es un viaje memorable a la esencia de los aromas y sabores de los productores vecinos.

Tampoco falta una nutrida selección de experiencias para todos los gustos. Una de ellas es la visita a la plantación de té Chá Gorreana, legado importado de las colonias portuguesas de Macao y Brasil que, de marzo a octubre, empaqueta 40 toneladas de hojas de «Camellia sinensis». Otra es recorrer a pie, o en bicicleta, la impactante caldera de Sete Cidades. Y para los que aspiran a un poco de adrenalina entre un vergel cambiante, se puede explorar la ínsula en jeep, enamorase de su perfil desde un parapente o practicar barranquismo en Ribeira dos Caldeirões.

En esta isla de surferos, cuyo número de vacas supera al de personas, se cuela el habitual legado arquitectónico blanco y gris. No hablamos sólo de iglesias o de palacetes opulentos, piedra viva que rememora un archipiélago que destacaba como ruta comercial y exportaba naranjas para evitar el escorbuto. En este contexto, es imposible obviar el Monasterio de Nuestra Señora de los Dolores, un enclave mágico donde disfrutar de una cena en uno de sus comedores privados. Tras la bienvenida bajo una noche cuajada de estrellas, aderezada con el rumor del mar y los grillos, las brasas doran, a fuego lento, el dulzor de una piña digna de la isla verde de las Azores. O más bien, del boceto original del Edén.