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Los sueños cumplidos de Ángela Portero: Capeando el temporal

Los sueños cumplidos de Ángela Portero: Capeando el temporal
Los sueños cumplidos de Ángela Portero: Capeando el temporallarazon

Zarpamos de Al Jadida a mediodía con oscuros nubarrones que auguraban una jornada complicada de navegación a bordo del Delizia. Acudí a mi botiquín y nos tomamos una pastilla de Strujerón, un potente inhibidor del mareo, recomendado por Iciar, mi profesora de primeros auxilios del curso de Formación Básica en Seguridad Marítima.

El parte meteorológico no era muy propicio para navegar en los dos próximos días, pero el propietario del barco, el Comandante Máximo, quería zarpar, tras el retraso provocado por el temporal que le había obligado a permanecer cinco días fondeado en el puerto de Al Jadida. Quedaban menos de treinta días para la fecha prevista de entrega del catamarán en Saint Marteen, dónde el Lagoon 450 pasaría el invierno haciendo charters.

La lluvia nos acompañó durante todo el día. Con el viento en contra y mucha ola atravesada, tomamos rumbo sur y navegamos en paralelo a la costa durante bastantes millas. Las olas, de más de tres metros, rompían con fuerza contra la proa del Delizia; los pantocazos eran constantes y al cabo de unas horas empezamos a sentir los primeros síntomas de mareo. Aunque hacía frío y lloviznaba, salimos a cubierta, buscando el alivio de la brisa. Sabíamos queel mejor remedio ante el mareo es ponerse al timón, mirando al horizonte y anticipándose a los movimientos del barco.

Raquel y yo, acostumbradas a navegar, nunca habíamos sufrido el mal del mar, enfermedad conocida como cinetosis, pero habíamos sido lo suficientemente previsoras como para llevar medicación para combatirla si fuera necesario. Sabíamos que es un mareo producido por el movimiento y provocado por un conflicto entre dos sentidos: el oído y la vista. El primero transmite a nuestro cerebro que estamos en movimiento y el segundo dice lo contrario, produciendo desorientación y desequilibrio. La cinetosis o el mareo cinético es algo que afecta tanto a personas con poca experiencia en el mar como a grandes navegantes como Cristóbal Colón o el Almirante Nelson cuyos mareos navegando están documentados.

Disimulando el mareo

Estar en cubierta, manteniéndonos ocupadas y activas, consiguió evitar durante el día que la sensación de vértigo desembocara en un fuerte mareo. Pero al llegar la noche y estar en el cockpit empezamos a sentir un sudor frío. El estado de la mar fue a peor con vientos de 25 nudos y olas que superaban con creces los tres metros. Nada más acabar de cenar, y mientras recogíamos la mesa, vi a Raquel haciendo esfuerzos por contener las náuseas. No queríamos que nuestros compañeros pensaran que éramos propensas al mareo, así que rápida y disimuladamente le pasé una bolsa de plástico que impidió que diseminara el contenido de su estómago sobre los restos de la cena en la cocina. Su habilidad para abandonar el salón con la bolsa en la boca evitó que, excepto yo, nadie más fuera testigo de su malestar. Después fui yo la que tuve que salir corriendo al camarote, dónde sin tiempo para encender las luces del baño acerté a vomitar en la taza a salvo de miradas indiscretas. Sentí un cierto e instantáneo alivio que no me impidió engullir dos pastillas de strujerón de golpe, dándole otras dos a mi amiga Raquel, que ya con mejor cara, sonreía ante la bochornosa situación.

Decidimos dormir en el salón ya que nuestro camarote, situado en la proa, recibía con mayor fuerza el movimiento de las olas lo que facilitaba la sensación de mareo. Además, nuestra cama seguía mojada por la lluvia que había entrado por la escotilla. A pesar de que tanto Giampa como Gianluca nos ofrecieron su camarote para dormir preferíamos dormir en los amplios sofás del salón. Marineros y, sobre todo, caballeros, nuestros compañeros de travesía nos dejaron las suaves mantas que habían comprado para hacer las guardias nocturnas.

El comandante y ellos se habían repartido las guardias. Hasta las dos de la mañana estaría al mando el Comandante y de dos a seis, nuestros amigos italianos. Nuestra charla con el comandante se alargó hasta pasada la una de la mañana y adormecidas por el efecto de la medicación, nos acurrucamos en los sofás. Un sonido me despertó en mitad de la noche. La bañera, tan sólo iluminada por un pequeño led y las luces que desprenden los instrumentos de navegación, me permitieron ver a Gian Luca dormido en la silla y con la cabeza apoyada sobre la mesa. Giampa, estaba sentado a los pies del sofá dónde dormía Raquel, más largo que el mío, y con los pies en alto sobre otro asiento. Me sorprendió verlos dormidos mientras el barco avanzaba entre pantocazos en mar abierto.

En esa duermevela que caracteriza las noches de guardia a bordo, descubrí que cada cierto tiempo, sonaba la alarma de un teléfono. Entonces, ambos se despertaban y Giampa, situado al lado de la mesa de cartas, miraba las diferentes pantallas de los sofisticados sistemas de navegación con los que contaba el Delizia. La vigilancia en la navegación nocturna incluía, además de observar la evolución del viento y mantener el rumbo trazado, vigilar la pantalla del radar y del AIS, sistemas de ayuda a la navegación, complementarios pero muy diferentes. Mientras el radar permite reconocer objetos distintos al mar como otros barcos, objetos flotantes o tierra, el AIS (Sistema de Identificación Automatica) muestra en la pantalla e identifica los buques que hay a nuestro alrededor aportando datos como el nombre, puerto destino o si navega a vela o a motor, etc. Pero además y por si todo aquello fallaba, Gian Luca salía al exterior y desde la popa, avistaba a babor y a estribor, en busca de algún barco o luz, que pudiera o no haber sido detectado por el AIS o el radar.

Más de treinta nudos de viento y olas de cuatro metros.

Navegábamos con la génova y el motor a 1200 revoluciones, alcanzando casi los diez nudos, gracias al fuerte viento que soplaba en la noche. Para unos navegantes tan experimentados como ellos, la guardia no parecía ofrecer ninguna dificultad y tras comprobar que todo estaba en orden, volvían a dormirse. Yo les observaba, haciéndome la dormida, entre avergonzada por haberles quitado el sofá y arrepentida por no haber aceptado la invitación de dormir en alguno de sus camarotes.

La noche se me hizo larga por los continuos golpes del barco rompiendo las olas que azotaban con fuerza por proa y las alarmas que me despertaban cada veinte minutos. En una de ellas, Giampa y Gianluca salieron al oír unos golpes y detectar que el viento había aumentado hasta los 30 nudos. Al ver que no regresaban me levanté y los busqué en la cubierta. Estaban en el Fly poniendo unos rizos a la Génova. Fue al regresar al cockpit cuando se dieron cuenta que el Comandante se había equivocado en el rumbo y habíamos hecho cinco millas más en la dirección equivocada. Toda la noche navegando contra los elementos, en medio del temporal y sólo habíamos avanzado 15 millas hacia nuestro destino.

A pesar de lo dura que había resultado la primera noche, cuando el aroma del café y el inconfundible sonido de la cafetera italiana me despertaron tuve la sensación de haber descansado bastante y dormido profundamente, a ratos. Pronto iba a descubrir que en una travesía oceánica, veinte minutos de sueño, son suficientes.

Amanecía. Era la primera vez que veía el impresionante espectáculo de un amanecer en el Atlántico ya que, hasta la fecha y con el Orient Express, siempre habíamos recalado por las noches en puerto. Con un café en la mano observé como a medida que la luna desaparecía, el sol iba tiñendo de amarillo y naranjas la oscuridad del mar y como el cielo, allá en el horizonte, empezaba a tornarse intensamente violeta.

En apenas unos minutos, los primeros rayos del sol alcanzaron el horizonte. Los rayos centelleantes dieron paso a la claridad y una asombrosa paleta de colores bañó las olas haciendo que la espuma perdiera su blancura. Las nube, aún grises y amenazadoras, parecieron ceder el paso, como si estuvieran bailando, ante la inminente aparición del auténtico protagonista de la aurora: el sol. Un sol enorme, rotundo y redondo emergiendo del plano del mar: un círculo perfecto, de intensa tonalidad naranja y rojiza, que sólo se muestra así en la mar.

Pescando en alta mar

Raquel ya trasteaba en la cocina, rallando tomate para el desayuno. Gian Luca y Giampa preparaban los aparejos para pescar y cuando el Comandante Máximo salió de su camarote, ya había una nueva cafetera en el fuego. Aquellos italianos nos parecieron asombrosos: cocinaban, navegaban, pescaban y además, hablaban español. Estaba claro que no eran unos simples cocineros pues parecían tener bastante más conocimientos náuticos que el propio Comandante Máximo.

Nos sentamos todos a desayunar pan tumaca con embutido, pastas marroquíes y tostadas con mantequilla y mermelada. El buen rollo y la camaradería que se respiraba nos hizo olvidar la horrible sensación de mareo de nuestra primera noche a bordo y los golpes de mar. Seguíamos tomando las pastillas para el mareo por previsión pero nuestros cuerpos y nuestros sentidos parecían haberse adaptado al fuerte oleaje y al movimiento del barco.

Después de recoger la cocina y ducharnos, encontramos al comandante en la cubierta superior. Los Gianes se habían ido a dormir después de izar el velamen. A pesar del fuerte viento, los motores seguían rugiendo. Aquello parecía un rally, todo lo contrario a nuestra imaginada tranquila travesía del Atlántico.

Aprovechamos para pedirle al propietario del Delizia que nos enseñara a interpretar los instrumentos de navegación, decididas a empezar cuanto antes, a hacer guardias nocturnas. El Comandante Máximo parecía disfrutar enseñándonos el funcionamiento de su espléndido barco y de nuestra conversación. De pronto, oímos el inconfundible sonido que alerta de la picada de un pez. En popa y a estribor, el extremo de la caña, curvada, indicaba que algún tipo de pez había picado el señuelo. El capitán detuvo los motores y antes de que bajáramos para avisar a los chicos, ellos ya estaban en cubierta, con los ojos aún pegados y somnolientos pero fijos en un mismo punto, perdido, en medio del océano.

Giampa ya recogía el carrete y Gian Luca se disponía a coger una especie de arpón con el que capturar al pez. Sin ninguna experiencia de pesca, excepto acompañar a mi tío Paco a pescar truchas en el río, cogí mi Iphone para grabar la escena desde lejos. Sentía la excitación que se despierta en aquellos que aman la pesca cuando luchan para cobrar la pieza. Al cabo de unos minutos pude ver un pescado azul añil enganchado al cebo artificial, rojo y blanco, cada vez más cerca del barco. Gian Luca lo enganchó con el arpón y el pez, al salir del agua, cambió de color. Ya no era azul sino amarillo. Era un espléndido dorado, un pescado blanco muy sabroso y que, ese mismo día nos serviría de comida. Emocionadas y felices ante la captura, hicimos unas fotos a los Gianes con el pez a bordo. Con enorme pericia, Gian Luca limpió el pescado: quitó la cabeza y la espina central con un afilado cuchillo, dejando dos enormes lomos limpios de espinas que parecían recién comprados en la pescadería. La cola la ataron con un fino cabo en el guarda mancebos de estribor, dónde colgaban sus trofeos de pesca.

Nosotras observábamos todo asombradas pues viéndoles a ellos, no nos parecía tan difícil aprender a pescar o a navegar. Ante nuestros ojos sólo había un inmenso océano, cuatro mil millas náuticas para aprender a navegar y cerca de tres semanas para descubrir si éramos capaces de superar el reto que nos habíamos marcado: cruzar el Atlántico.