Libros

Cataluña

Paciencia e independencia

LA RAZÓN ofrece el prólogo de esta obra, en la que el autor explica, a través de varios artículos, cómo el nacionalismo ha ido inoculando el ansia independentista entre los catalanes

La Razón
La RazónLa Razón

Tal como se explica en algunos de los artículos seleccionados, este título es consecuencia de una anécdota personal que para mí fue muy significativa. En una de las multitudinarias manifestaciones en favor de la autonomía, a finales de los años setenta y ya en democracia, tras recorrer un buen trecho de las calles por donde discurría la manifestación y ya con intención de volver a casa, unos amigos de Convergencia me invitaron a unirme a su grupo. Lo hice con gusto, les acompañé durante un rato, pero en medio del barullo no entendía el lema que coreaban. Al preguntarles por la frase que al unísono repetían, me respondieron: «Avui paciencia, demá independencia». Me sorprendió de entrada pero inmediatamente comprendí el significado: para estos amigos nacionalistas, la autonomía es una simple fase transitoria que habrá que superar: hay que tener paciencia, pues el verdadero objetivo, la meta, es la independencia.

En estos casi 35 años de autonomía he podido comprobar que no era ésta una frase inocua, un eslogan más, sino que resumía todo un programa de actuación: la autonomía era una estación de tránsito; la independencia, la estación terminal. «Hoy paciencia, mañana independencia», una excelente consigna que describía perfectamente las dos fases consecutivas de una estrategia.

A lo largo de todos estos años, la evolución del nacionalismo catalán, con sus pasos adelante y atrás –dos adelante y uno atrás, en la más pura tradición leninista– me ha ido demostrando que aquel lema se cumplía al pie de la letra hasta llegar a la fase actual, al intento de dar el paso que faltaba. Así, gracias a aquellos amigos convergentes que tan cordialmente me invitaron a reincorporarme a la manifestación, he podido ir descifrando la agenda oculta del nacionalismo catalán [...] que creo me ha facilitado la comprensión de su zigzagueante recorrido. Al parecer, y como es lógico tras tantos años de espera, ahora la paciencia de los nacionalistas se ha acabado y están decididos a entrar en el mañana, a alcanzar la independencia.

Pero este libro no trata del mañana sino del hoy y, sobre todo, del ayer, es decir, de la época de la paciencia, de esta agenda que sigilosamente preparaba el objetivo final. Jordi Pujol ya fue un consumado maestro en estas artes durante la última fase del franquismo. Entonces su idea era que, dadas las circunstancias, lo más efectivo no era hacer política sino hacer país, «fer país». ¿Qué era «fer país»? Consistía en establecer las bases de lo que estaba por venir a fin de que, en cuanto llegara, Cataluña estuviera en condiciones de desarrollarse como una sociedad diferenciada del resto de España para exigir, entonces, un trato específico distinto a las demás comunidades o, si hubiera condiciones, dar el paso hacia la independencia.

La primera parte de la vida profesional de Jordi Pujol es un ejemplo de esta estrategia. Aun habiendo estudiado para médico, nunca ejerció la medicina, sino que se dedicó al mundo financiero, con especial dedicación a la banca industrial; otras personas de su confianza, de hecho fiduciarias suyas, tuvieron presencia en el mundo editorial y en los medios de información; unas terceras participaron activamente en asociaciones diversas, grupos cristianos, etcétera. Sólo a algún colaborador aislado le encargó la tarea de estar presente en la política antifranquista que se desarrollaba en la clandestinidad, por ejemplo en la Asamblea de Cataluña.

Así pues, a partir de mediados de los años sesenta, Pujol empezó a tejer una red de colaboradores con la vista puesta en alcanzar la hegemonía económica, social y cultural en una futura Cataluña democrática. Esto era «fer país» [...]. Sólo cuando vio que la muerte de Franco se aproximaba, y con ella también la muerte del régimen, decidió intervenir directamente en política: en octubre de 1974 funda un partido, Convergencia Democrática de Catalunya. De «fer país» había entonces que pasar a «fer política». Tras varias derrotas electorales, su partido no triunfa hasta las primeras elecciones autonómicas de 1980, ya con el Estatuto vigente. Entonces se convirtió definitivamente, por méritos propios, en líder indiscutible del movimiento nacionalista catalán, cuyo ámbito era mucho más amplio que su estricto partido.

¿Qué podía hacer un nacionalista como él gobernando una simple comunidad autónoma a la que consideraba como una nación merecedora de un Estado propio? Tener paciencia, preparar el terreno, ir construyendo la nación. Esto último es una de las mayores paradojas de todo nacionalismo: sostienen, por una parte, que la nación existe desde hace por lo menos mil años y, sin embargo, por otra, no paran de repetir que la tarea más urgente es construir la nación. ¿En qué quedamos? ¿Existe o hay que crearla? Evidentemente, hay que crearla manipulando mitos y leyendas históricas, reforzando presuntas homogeneidades, modelando a su modo la sociedad. Esta es la llamada política de construcción (o reconstrucción) nacional de Cataluña, cuya principal esfera de actuación ha abarcado dos ámbitos: por un lado, los poderes públicos y, por otro, la sociedad.

En cuanto a lo primero, el principal eje vertebrador ha consistido en construir desde el poder una comunidad autónoma como si fuera un Estado: con todos sus órganos, símbolos y parafernalia. No se ha optado por el federalismo –claramente incompatible con todo nacionalismo–, sino por un vago confederalismo –también denominado federalismo asimétrico– basado en una España plurinacional, en la que Cataluña todavía estaba sometida a una mítica Castilla, hoy España, denominándola Estado español o, simplemente, Madrid. Así, cuando llegara el mañana, el momento de la independencia, el tránsito sería más suave y sencillo. El Estado estaría casi construido.

En la esfera de la sociedad, la política de la Generalitat ha sido mucho más peligrosa debido a su intervencionismo antiliberal. El pujolismo ha querido moldear una nueva sociedad bajo los siguientes presupuestos. En primer lugar, los catalanes se dividen entre catalanistas y españolistas, es decir, nacionalistas de un lado y de otro, sin opción alguna para los que no somos nacionalistas de ninguna parte. Los partidos deben definir dónde se sitúan en este falso dilema y, según sea, serán considerados partidos catalanes, partidos nacionalistas o, simplemente, españolistas y anticatalanes. En segundo lugar, la cultura catalana se reduce a la cultura nacionalista cata­lana, dejando de lado a buena parte de los ciudadanos de Cataluña. Ello se proyecta, principalmente, en la escuela y en la protección mediante subvenciones del mundo cultural. Los medios oficiales de comunicación –TV3 y Catalunya Radio– han sido y son un decisivo instrumento en esta ideologización cultural.

En tercer lugar, el catalán es la lengua propia de Cataluña, con lo cual el castellano –lengua habitual de más de la mitad de la población–, aunque sea oficial queda relegado a la condición de lengua impropia, impuesta históricamente por España. Ello tiene consecuencias claras en las instituciones públicas, la escuela y los medios de comunicación, públicos y privados. La sociedad, por supuesto, va por otro lado, aunque cada vez más acomplejada. En cuarto lugar, el Estatuto de 1979 es claramente insuficiente para las aspiraciones políticas catalanas, y la sociedad debe reclamar metas nuevas que lo superen. Ahí, la actitud victimista juega un papel fundamental: la culpa de todos los males es de Madrid –otro de los sinónimos utilizados para nombrar a España– y los catalanes son sus sacrificados mártires. Que la realidad muestre que Cataluña es una de las zonas más ricas y avanzadas de España no impide que este insólito discurso haya calado de forma muy efectiva en la sociedad.

Por ultimo, el control de la llamada sociedad civil ha sido muy estricto. El poder cercano, como es el de la Generalitat, tiene ventajas y riesgos. Podría cambiarse aquella conocida frase de «el que se mueva no sale en la foto» por otra que dijera «el que se mueva no tiene subvención, ni permisos o concesiones administrativas, ni puede aspirar a ningún cargo político ni institucional». Ante esta situación, la sociedad ha sido dócil ante los tentáculos del poder autonómico, se ha plegado mansamente a su voluntad. Quizás ahora empieza a arrepentirse, pero no puede eludir su responsabilidad de haber estado accediendo durante tantos años a los más mínimos deseos del poder autonómico.

Éstas fueron las líneas maestras de lo que podemos denominar «pujolismo». Pero el «pujolismo» no se acabó al dejar Jordi Pujol la presidencia de la Generalitat. Continuó incólume –quizás acentuado– con Maragall y Montilla, no digamos ya en estos años de la presidencia de Artur Mas. Al nacionalismo tradicional identitario se ha sumado el económico, el que resume el conocido eslogan del «España nos roba» y que, en los últimos años, aprovechando arteramente la crisis económica común a todos, se ha reconvertido en «España no nos sirve, es un Estado en decadencia, hay que separarse, debemos dirigirnos hacia la independencia».