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El dolor hecho garabatos
Día de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Las cifras dicen que no avanzamos: el machismo ya ha matado este año a 51 mujeres, una más que el año pasado. Pero ellas no son las únicas víctimas. Hoy ponemos el foco en los niños que deja huérfanos esta lacra: 275 desde 2003
El dibujo de David acabó hecho trizas en una papelera. Había apretado con tanta fuerza su lápiz para emborronar las figuras que agujereó la lámina. En el gesto estaba la rabia contenida durante nueve años. De aquello hace más de una década. Con 21 años y a punto de acabar la carrera de Derecho, no recuerda una sola noche de silencio en casa. La bronca le despertaba hacia la una de la madrugada. Primero en forma de murmullo. A los pocos minutos, cruce de acusaciones, gritos y golpes. Luego se oían gemidos y ruidos diferentes, como si galopasen dos caballos. Sus padres pasaban del odio a la pasión. De la pasión al odio. Y vuelta a empezar. Agazapado entre las sábanas para ahuyentar el miedo, David no entendía nada. Tres, cinco, siete o incluso nueve años. Son muy pocos para comprender, demasiados para acumular pena. Con cualquier nuevo movimiento, su cuerpo aterrado daba un brinco y mordía fuerte el borde de su pijama para no gritar.Todavía se estremece cuando reconoce que, queriendo olvidar aquello que tanto dolía, archivó en algún lugar de su memoria la imagen de su madre con un inmenso moratón en el pecho. Casi negro y espeluznante. Lo descubrió al abrir una puerta sin avisar y solloza al contarlo: «Fui incapaz de hablar, ni siquiera me atreví a abrazarla. Vi en aquel cuerpecito demasiada fragilidad. Tres meses después, mamá tuvo que ser operada de urgencia a corazón abierto y a nosotros nos llevaron un tiempo a un centro del sur de Madrid que acoge y educa a niños en situaciones similares a la nuestra». El mundo de David saltó por los aires, pero madre e hijos supieron construir uno nuevo. Él es una víctima más de la violencia de género pero hay menores que sufren la peor parte de esta lacra: 34 han sido asesinados a manos de la pareja de su madre (no siempre su padre), según los datos de la Secretaría de Estado de Igualdad, desde que se contabilizan este tipo de víctimas en 2003. Otros, directamente, se quedaron sin madre: 275 desde el mismo año. Y es que las cifras dicen que vamos a peor. Si el año pasado murieron 50 mujeres por esta lacra, en lo que llevamos de 2019 ya va una más, 51. Y el dato preocupante es que el 80% de ellas no habían denunciado.
La mejor expresión del dolor
Aquel dibujo de David fue esclarecedor para el equipo de terapeutas que le atendieron. «Yo no lo sabía, pero mis manos expresaban lo que yo callaba y en cada trazo ellas iban encontrando un motivo para rasgar. Las manos poderosas de aquel hombre. En una esquina, mamá casi acurrucada en su enjuto cuerpo. Los cinco niños apiñados unos sobre otros. De repente, empecé a pintarrajear con tal furia que la hoja acabó agujereada». Los dibujos son la mejor expresión de un dolor, el de los menores, cuya complejidad se visibiliza poco cuando se habla de violencia de género, sobre todo, porque es difícil adentrarse en las entretelas de un hogar y saber exactamente qué ocurre. Chelo Álvarez, presidenta de la Fundación Alanna, en Valencia, habla de su valor terapéutico al tiempo que nos muestra varias láminas. «El lápiz y los colores hablan por sí mismos. Es una manera sincera y espontánea de exteriorizar con libertad qué sienten y qué está pasando en su entorno más próximo». Hay uno muy significativo, el de Laia, de seis años. «Traza la cara de su mamá llorando y con una nube encima, como si tuviese una tormenta sobre ella. La criatura del dibujo está manifestando el miedo por ella, el temor y la amargura», describe Chelo.
En los otros bocetos que enseña, la figura de la derecha es el padre. Oscuro y de grandes proporciones, en comparación con el resto de la familia. Las hojas están arrugadas, incluso rotas. Y no por desidia. «Son el reflejo más puro del miedo y de la frustración, de no saber salir de ahí. Se refugian en la madre», indica. Llama la atención una línea bien marcada que se repite con insistencia en muchos de los dibujos a los que ha tenido acceso LA RAZÓN (procedentes de otras asociaciones y sin permiso para publicar), muchos de ellos creados por niños que han sido abusados sexualmente. «Esta raya delimita el espacio. A un lado, el horror y la oscuridad. En el otro, el color y la alegría», explica la presidenta de Alanna, e insiste en que el dibujo es una forma de expresión muy significativa, sobre todo, para los más pequeños.
Por lo que se puede apreciar, algunos elementos son constantes: el gran tamaño de la figura paterna, el negro y el marrón como colores predominantes, los rostros de terror, lágrimas, tormenta, animales salvajes, palabrotas e insultos, tachones y el papel rasgado. Son también los contenidos más comunes en los dibujos que forman la exposición itinerante de la Comisión para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres. En ellos se ven niños encogidos en algún lugar de la imagen, madres sin brazos ni piernas, mujeres con la boca tapada y el torturador con la vida del resto en sus manos en una posición de dominio absoluto. Pero conectar con un niño o adolescente que ha sufrido o presenciado maltrato es muy complicado. Muchos sufren depresión, baja autoestima, trastornos de la alimentación e incluso de conducta. «La actitud es de desconfianza y, muchas veces, reaccionan a la defensiva. No se les puede pedir que pongan palabras a lo que es incomprensible para cualquier ser humano. Hay que buscar el lenguaje más oportuno para ellos y casi siempre va a ser diferente del que se usa para un adulto», explica Chema Martínez, psicólogo de Amar, una asociación que ayuda personas que hayan sido víctimas de violencia de cualquier tipo.
Con el dibujo y con cualquier otro tipo de juego simbólico o personaje de ficción, Chema ayuda al menor a armar un relato en el que se siente cómodo y en el que va a dejar que asomen, inevitablemente, las marcas de la violencia. «Es un primer paso para nombrar, transmitir una emoción y empezar a dar coherencia a su mundo. Luego hay que sostener esa historia y trabajar con ella del modo más efectivo».
Antes, el terapeuta se tiene que ganar su confianza para romper una coraza que a veces ha sido impuesta por la presión del maltratador para que calle. Es el caso de los hijos de S.G.G., una víctima más de la violencia de género a raíz de su boda, a los 22 años, con un alto cargo público, motivo por el que pide que su testimonio sea anónimo. «Mi matrimonio fue un calvario desde el nacimiento de mi primera hija», confiesa. En su relato, las vejaciones, insultos, desprecios, chantajes, intentos de manipulación a los hijos y cualquier otra forma de violencia psicológica se repiten continuamente a medida que avanza en la descripción de sus 23 años como mujer casada. «Después de varios años separada, mi mayor dolor es que mis hijos presenciaran escenas de auténtico pánico que plasmaron en sus trabajos del colegio». Recuerda con emoción un dibujo del más pequeño con su padre apartado, la figura materna muy disminuida y sus manos entrelazadas a la suya y las de sus hermanos.
Para Sergi Banús, director de Psicodiagnosis, los efectos de la violencia de género en el menor son similares a un estrés postraumático que le obliga a estar en alerta permanente e irritable. «Emocionalmente, quedan anestesiados, sin registros y con apatía afectiva. Frente a esos “no sé”, “no me acuerdo” y “quizás” tan impenetrables, hay que buscar herramientas terapéuticas, como el dibujo, que le ayudan a rebajar su angustia y a salir de esa nebulosa en la que los golpes no tienen palabras y donde reina el silencio».
Atracción por el maltratador
Llegan a la terapia con dolor, pero también con vergüenza y su expresión es diferente dependiendo del género, según Banús. Las niñas viven con miedo a que se repita en sus relaciones el patrón de sumisión y abuso por parte del hombre. «Cuando han visualizado o sufrido maltrato, a partir de la adolescencia suelen ser muy inseguras y, curiosamente, pueden sentirse atraídas por un perfil masculino aparentemente seguro que toma decisiones y les aporta esa falsa seguridad que ellas echan en falta. Es un perfil que puede esconder componentes de dominación y, en el peor de los casos, también maltrato». Por su parte, los adolescentes varones sienten pánico ante la posibilidad de desarrollar unas pautas de comportamiento agresivo similares a las del padre. A veces, su actitud es muy desafiante como consecuencia de los envites de una vida en la que no se les ha permitido ser niño.
En terapia se crea un espacio de respeto individual y de atención exclusiva que nunca ha tenido. «Desarrollan su propio pensamiento sin miedo y ajeno a la manipulación que en ocasiones sufren estos menores por parte de los adultos», indica el psicólogo. Son niños que viven en el desamparo emocional absoluto, sin ni siquiera permiso para llorar no vaya a ser que el llanto rompa la calma y despierte la ira del agresor. Gracias a sus terapias, David ha ido recomponiendo los lazos con el mundo, pero le incomoda que le consideren un superviviente. «No me gusta la palabra. Prefiero resiliencia».
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