Literatura
«Casas y tumbas»: la emoción de ver el agua correr
La última novela de Atxaga narra con maestría la vida en un pueblo vasco
Bernardo Atxaga (Asteasu, 1.951) escribe como habla, o como es. Él usa para definir su escritura un término aplicable a sí mismo: «sereno». Su teoría se fundamenta en que «según el ritmo que tiene la persona caminando, ese es el ritmo que tiene lo que hace. Ahí hay una regla fatal». Y lo que él hace desde hace más cuatro décadas es escribir agarrado a la tierra. En lengua vasca y en español.
El año pasado recibió el Premio Nacional de las Letras. Su última novela, «Casas y tumbas» (Alfaguara), se había publicado ya en vasco y ahora lo hace en español. Es una historia de cuentos atados por un trasfondo común, Ugarte, el lugar donde los protagonistas coincidieron en algún momento, y las relaciones más o menos cercanas que establecieron entre ellos. «Hay escritores que se valen siempre de los mismos elementos y de los mismos motivos. Yo soy uno de ellos», admite en las últimas páginas, dedicadas a algo poco habitual entre los autores: un epílogo donde expone y se expone.
En forma de alfabeto, extiende las razones de su literatura y las inspiraciones en las que ancla su mundo. Niega que esté poniendo vendas antes de la herida por las advertencias que contiene ante hipotéticas críticas. «Son reafirmaciones. Llevo más de cuarenta años escribiendo y llega un momento en que tienes un prontuario personal sobre lo literario. No es como cuando eres un joven que buscas en todas partes reafirmar algunas ideas. Ahora tienes tus ideas y las llevas a cabo. Y además las defiendo con radicalidad», algo que, asegura, «voy a hacer más en el futuro».
Todos los elementos de su literatura desfilan por las páginas de esta novela atípica: animales, cuestiones de familia, paisajes solitarios, luchas políticas, laberintos mentales, jabalíes. Para gestarla, cortó una cinta de color rojo que tenía en su mesa en nueve trozos. Cada uno correspondería a un fragmento del libro. Dos quedaron escritos pero no entraron en la publicación final. «Están guardados. Uno me pareció demasiado triste –apunta sin querer dar demasiados detalles– y se publicó aparte. Me parecía que iba a desequilibrar el libro. Siempre tengo en mente lo que decía Goethe de que a partir de cierta edad tenemos que luchar por la luminosidad».
Atxaga insiste en la importancia de las vivencias ocurridas en lo que denomina «espacios extraordinarios», que le confieren un tempo fuera del devenir del tiempo. «A partir de los diez años la vida es diferente, se deja la niñez como se deja una plaza», reflexiona. «El cuartel también sería un espacio extra y me interesa porque en él tuve experiencias relativas a la amistad que luego no han sido tan fuertes». Sus protagonistas habitan otros lugares cerrados que conceden excepcionalidad a la vida diaria –una cárcel, un hospital o un colegio interno, como el que conoció de niño–. «Allí tienes mucho tiempo para conversar. Son espacios donde la vida es intensísima y cobra otro relieve», mantiene.
La narración avanza con naturalidad, «como discurre el agua en un canal». «Aunque sucedan cosas más o menos dramáticas procuro que se transparente y tenga una distancia entre el escritor y el texto. No cargo las tintas ni hago efectos especiales», resume. Así consigue contar una escena de abusos, una muerte trágica o el fin de un matrimonio sutilmente ,pero sin callar nada. Su mayor logro es emocionar relatando el verano de tres adolescentes o la amistad forjada en el servicio militar. En sus historias no ocurre nada extraordinario, más allá de hacernos partícipes de unas vidas que nos atañen, como cuando una mujer se descubre sintiéndose en su lugar de trabajo mejor que en casa. Es la prueba de que Atxaga solo necesita una frase para precipitar que la vida no siga por su cauce.
«Casas y tumbas» es un libro para leer despacio, como el autor cree que hay que hacerlo siempre. El transcurrir lento de sus escenarios termina por imponerse a cualquier prisa actual. Los personajes transitan desde los estertores de la dictadura de Franco hasta 2017 y por eso justifica la estructura alejada de la novela convencional, ya que cada fragmento necesita su año para entenderse. La magia del texto se rompe en algún momento conforme el relato se acerca al presente, a lo mejor por culpa del magistral arranque.
En sus confesiones postreras, el escritor muestra los títulos que desechó. Un título no puede destruir una gran historia, pero uno bueno le da mayor fuerza. «Casas y tumbas» encierra la esencia que recorre la obra: los hogares, propios o ajenos, que pueden volverse refugios o sepulcros, y la muerte, el temor a ella, la forma de afrontarla y la fragilidad de la vida. Igual en un pueblo pequeño del País Vasco que en Japón, donde en mayo se publicará «El hijo del acordeonista». Atxaga puede leerse en una veintena de idiomas: «Creo en la unidad del ser humano desde hace un millón de años y a lo largo y ancho de este planeta», esgrime para corroborar que las supuestas diferencias que han enfrentado históricamente a los pueblos «son propaganda, solo se hace por interés».
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