Videos

El día que fui campeón del mundo

El día que fui campeón del mundo
El día que fui campeón del mundolarazon

Empezar por encontrar donde comienza un sueño cumplido, es más difícil de lo que parece. Averiguar en qué lugar exacto quise de verdad, llegar a ser tal o tocar el cielo con las manos, es difícil de saber, incluso de imaginar.

Mi primer ring y mis primeras reinas y damas de los festejos se me materializaron a los prontos años... tan tempranos que no recuerdo exactamente cuándo. No sé la edad que gastaba aquel pequeño rapaz que se movía entre el público de la velada organizada en las Fiestas populares de El Pardo. No recuerdo el año pero si el mes: corría un septiembre que rozaba el otoño abriéndome la portezuela de un sueño, que quería cumplir fuera como fuera. En ese anochecer cargado de testiculina, sudor, gritos, tabaco y ese aire al caer la noche que nos sigue regalando el tiempo pre otoñal en los montes del Pardo, vislumbré con claridad mi objetivo.

Yo daba botes por ver a los dos hombres golpearse sin camiseta... o por ver a la diosa de Venus que portaba la banda cruzada al pecho de Reina de las fiestas, que más por ver lo que ponía en esa majestuosa banda, intuyo que mi mirada infantil se perdía ya, en curvas sinuosas que despertaron instintos no conocidos hasta entonces.

Mis primeros pasos dentro del pugilato fueron tempranos y como en la antigua Grecia, las reglas contemporáneas brillaban por su ausencia. La E.G.B. en un barrio de Carabanchel tendía a disputar ínter clubs de portal en portal. También en ese antiguo y maravilloso sistema educativo empezaron mis primeros clinch con los rivales más duros que iba a encontrar en mi futura existencia: los primeros intercambios y arrumacos por las escaleras de la docencia subvencionada carabanchelera, me dejaron conocimientos para descubrir que en el amor y en la guerra, nada iba a ser fácil.

A lo de boxeo en corto con el sexo contrario se le empezaba a coger gusto. Lógico y normal, a esas edades que gastábamos mis coetáneos y yo, pues a la falta de consolas, éramos hormonas con patas.

Entonces, comenzaron los viajes de fin de semana, en el dragón de hierro llamado Metro al que engullían túneles oscuros. Despegábamos en Urgel para aterrizar en Moncloa, en busca del amor perdido. Había que buscar combates en otros rings pues los de la zona sur, nos tenían ya, muy vistos. Buscar es encontrar, dijo uno que sabía mucho.

Entre vasos XXL, acervezados y de nombre profundo “minis”, íbamos pasando la tarde. Con ojos vivos y una lengua medio de trapo a causa del Aquarius alcoholizado (que yo nunca fui de beber mucho y a esas edades menos), el parador de Moncloa se dejó ver como nuestras primeras dieciséis cuerdas ínter barriales. La verdad es, que ese barrio tan castizo de mis Madriles, fue testigo de mis primeros escarceos amorosos, si al beso con lengua se le puede considerar... Y también fueron las arterias de Argüelles, quienes observaron mis primeros cruces de puños fuera de mi poblado carabanchelero. Ya saben, la cerveza a esas edades, no es nada buena.

Digamos que las entreplantas de los bajos de Urrela se pueden considerar mis primeras gradas, o mis primeras sillas de ring, según se mire.. donde un público encolerizado animaba cualquier riña exprés, con la posterior carrera de doscientos metros delante de los de seguridad, al más puro estilo de Usain Bolt.

Con un poco más de edad, aterricé en la vallas del Parque San Isidro. Quedadas en pandilla con las que empezaron a aflorar mariposas estomacales. No debe ser muy grave me dije, pues cada quince días las sentía por una chica distinta.

Fue entonces cuando empezaron los combates amateur a las sombras de los pinos. Mis knock-down adolescentes me dejaron más de un ronchón en mi sensible piel alérgica, pero amigos míos, sarna con gusto, no pica.

Aquellos combates amateur se hicieron cada vez más duros, con intercambios terribles, bajo la banda sonora de los Maiden y Metallica. Novietas heavys hacían las veces de rivales, con camisetas negras estampadas con monstruos que daban más miedo que El Exorcista. ¡Joder! Eso sí eran combates duros, a la par de un Jake La Motta vs Robinson o un Márquez vs Paquiao, pues esa nocturnidad para un aprendiz de deportista, se hacía muy cuesta arriba. Pero amigos míos, de todo se sale.

Así desemboqué en esa lacra añeja llamada mili. De la buena, de la de doce meses de verde desteñido, de Cetmets esquasquillados y bromuros en los ranchos.

Sin relación seria, doy mis primeros pasos en los senderos castrenses a orillas de Campamento... tiene gracia que la primera Escuela de Boxeo que monté en mi vida fuese en ese mismo barrio, nada pasa por casualidad.

Y por casualidad no pasó, el encontrarme con un cabo primero tocacojones que fue capaz de esquivar el primer golpe lanzado por este bicho novato, aunque no así, su Renault 5 copa turbo de matricula catalana... ¡Pobre coche! ¡Cómo lo dejé!

Dos meses en el calabozo

Después de mi intento de agresión y del aterrizaje pueril de puños y patadas sobre el pobre vehículo, solo me quedó la hombría de confesar ante el posible arresto de toda la compañía. El capitán me cogió de la oreja, y aún con mi pobre pernocta en la mano y mi mirada vengativa, me esperaba lo peor. Mi imaginación volátil se tuvo que poner las pilas en instantes, primera puesta en escena de la velocidad de reacción que después tanto necesité y utilicé en un ring. Hice que mis compañeros de correrías militares pusieran en circulación el rumor de que mi novia estaba embarazada, y que yo últimamente padecía de los nervios. Ipso facto, el bulo llegó a oídos de los mandos, lo que sumado a una gran interpretación por mi parte (ya empezaba a tener dotes de medio actor), consiguieron rebajar mi pena: dos meses en el calabozo al dormir y mi pernocta escondida en el cajón, fueron mi penitencia.

Como si la mili hubiera sido parte del presagio, y según la terminé, me eché de novia a la chica más guapa del barrio. Caí rendido a sus pies. Y con tanta hormona de fiesta y una furgoneta amplia y acomodada, lo que hubo sido mentira, se convirtió en verdad, verdadera, a los nueve meses.

Alguno pensará que me castigó Dios por mi engaño piadoso castrense, pero nada más lejos de la realidad. Pues fue el milagro más grande que podría desear y mi primer título mundial. Sí señores, fue, sin duda, mi primer campeonato del mundo a celebrar, aunque todavía no sepa si llegué a ganarlo.

El resultado de este título y del que empecé a disputar 7 años después con un rubio de ojos azules más parecido a mí que yo mismo, lo dirá el tiempo, pues yo peleo todos los días para que al final de estos combates mi mano salga en alto, significando que he sido buen ejemplo para ellos y que tienen una educación sobresaliente.

Como todo oasis tiene su desierto... A mí me tocó cruzarlo ante el desamor. Tanta erosión pugilística de velada en velada, tanto fin de semana en carretera y tantas dietas agónicas, provocaron que se nos fuera el amor por el inodoro.

La separación me condujo a un peregrinaje rastrero por la noche madrileña. De cama en cama, pasando de ínter clubs a campeonatos (si la metáfora boxistica me lo permite). Que aunque uno peque de buen gusto, a veces la noche confunde y a la mañana, algún susto me he llevado que aunque no fueron muchos, haberlos, haylos. Como las meigas.

Las aguas tormentosas se volvieron calmas

Después de unos años de princesas sin reino y años de navegación por aguas bravas, un peso mini-mosca entró en mi vida.

No sé cómo lo hizo. Pudo ser con una llamada de teléfono o con una aparición estelar por la puerta del gimnasio con pantalones de MMA y una sonrisa de las que te noquean. Pero, les juro, que a partir de ese momento las aguas tormentosas se volvieron calmas.

Aquel peso liviano, contaba con muchas menos peleas que yo, pero era de los que empiezan pegando: en la primera cena, al toque de campana de aquel primer asalto, me preguntó con ojos caobas y el hambre propia de los debutantes, si alguna vez estaría dispuesto a disputar otro campeonato del mundo en su esquina.

¡Joder con la reina! ¡Como pega! Esta no da puntada sin hilo, me dije.

Sin dar un paso atrás, y muy tranquilo, lejos de mi actividad acelerada habitual, contesté: Si somos capaces de aguantarnos en este ring de la convivencia por cuatro años, podrás pedirme lo que quieras.

Pasaron cuatro años de preparación durísima y a la vez placentera, y uno, que fue boxeador, que es del Atleti, de Carabanchel, y Leo de ascendiente alta, no dejó que se lo pidiera. Se lo pedí yo.

Sí Señores, le pedí que compartiera el resto de su vida conmigo y no se lo pedí en un sitio normal. No. Se lo pedí exactamente dónde estuvo ubicado, el Campo del Gas, catedral del boxeo madrileño en los años en que el pugilismo era lo que realmente nos merecemos.

Y ahora, en la antesala de volver a disputar mi tercer campeonato del mundo, creo que tengo el mejor equipo que podría tener: dos hermanos maravillosos y una madre increíble.

También hoy, casualidades de la vida, escribo esto saliendo de una de las editoriales más importante de este país y solo pienso, que ya empecé a escribir uno de mis futuros libros: “Ser padre a los veinte, a los treinta y pasados los cuarenta”

Y si la metáfora se hace boxeo, les prometo que, más de una vez, fui Campeón del Mundo.