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Y Guinea se convirtió en Damián

Y Guinea se convirtió en Damián
Y Guinea se convirtió en Damiánlarazon

No todos los días se convierte en boxeador profesional un chaval que lleva contigo desde niño.

Unos trece años lleva el chico aguantándome a diario. Y no sé que tiene más mérito, si el soportarme estos años o la cantidad de batallas que ha tenido que digerir para escalar esta montaña.

Este punto de su carrera se puede parecer a ascender una gran cumbre, para darte cuenta después, de que existen cordilleras más altas. Ese paso al boxeo sin camiseta es un punto de inflexión en la carrera de un púgil, pero solo sirve para darte cuenta de que quedan más batallas, más sudor, más esfuerzo y de ser consciente de que el camino que nos falta será muy duro.

A veces me gusta pararme en la puerta del gimnasio, sentarme sobre una banqueta de esas que imitan a las antiguas. Asiento esquinero empapado de sudor y sangre de muchas batallas, cuatro patas unidas por una superficie redonda, donde descansa nuestro culo al tañido de la campana. Taburete que guardo con mucho cariño... Creo que aterrizó en La Escuela en algún rodaje y se quedó allí, perenne, entre los golpes a los sacos y los zumbidos de las combas. Y allí me quedo sentado dando vueltas a esta cabeza loca que tengo encima de los hombros porque os prometo, que no para nunca.

Y pienso en el primer día que entró Damián en el gimnasio. En aquella Escuela de Boxeo Aluche, engañado por su primo Eric. Doce años gastaba aquel pequeño demonio que, con mirada avispada, iba retratando fotograma a fotograma cada rincón de la sala de boxeo.

Negro como el ébano, y no le llames de otro manera, porque como dicen él y su primo, somos negros y a mucha honra, igualito que tú eres blanco. Joder, yo que suelo ser tímido en mis apreciaciones raciales, y más desde que uno es el Hermano Mayor y no sabe cómo tocar determinados temas. Pero para eso tengo a estos dos que me lo explican rápido: Jero, tú eres blanco y nosotros somos negros y punto. Y yo solo digo: ¡Amén!

Desde el primer día su nombre de guerra o mote de arrabal fue “Guinea”.

Este demoniete de Opañel y yo no empezamos demasiado bien nuestra relación.

En mis escuelas el trato con los menores ha sido y es siempre, muy cuidadoso: sin una autorización de los padres no entrena ni Dios.

Así que, a la décima vez que le pido la bula papal, que así me parecía el papelito que me tenía que traer firmado por su madre, sin éxito, me tuve que poner serio... Como seguía sin traerlo después de tantos ruegos, se invitó al pequeño aprendiz de púgil a que la próxima vez que acudiera a nuestro redil sin el salvoconducto, se pasaría toda la tarde haciendo sombra con los grafitis de la pared de fuera.

Y al día siguiente, ¡milagro! La autorización materna apareció en escena.

- Ves Damián, no era tan difícil.

- No, no, Jero, es que se me olvidaba.

- Dónde tendrás la cabeza, rey....

Empezamos su andadura en la búsqueda de los secretos de la verdad pugilística, siempre acompañado de su primo Eric, el Polaco (mote que todavía perdura en el mundo del boxeo y en los rincones carabancheleros, asociado al pobre David por ser rubio y en aquella época dar la nota discordante entre el pequeño grupo de negros que siempre le acompañaban), Antonio y Toñín. Grupo de pequeños rapaces que asimilaban el boxeo como si hubieran nacido para ello, y es que desde el principio guanteaban con chavales más mayores que ellos, con una maestría digna de hechizo.

Le tuve que hacer emigrar a Castilla La Mancha para que pudiera debutar con quince años. Pues en esa época y por un bastardo decreto ley que gasta la Comunidad de Madrid, no podía hacerlo en la capital. Y así empezó su camino al olimpo del boxeo amateur español. La verdad que Damián nos acostumbró mal desde el principio, ganaba, ganaba y ganaba, pero como los buenos, jugando bien.

Digamos que su carrera deportiva en competición llevó una vida paralela a la de La Escuela. Empezó sus campeonatos a la vez que inauguramos nuestro planeta en un garaje. Todavía le recuerdo martilleando los muros a tirar en la ratonera que alquilé hace diez años para instalar dentro mi planeta.

Recuerdo como se embadurnaba la cara de la pintura barata que compraba en “materiales de construcción” para tapar las humedades que invadían las paredes. Todavía tengo la imagen de como se metía entre los hierros del ring y aún oigo a mi amigo Salva, que lo estaba montando, mientras les gritaba desesperadamente a Guinea y su banda que se iban hacer daño.

Diez años después le tengo en un vestuario de un pabellón de Fuenlabrada, con las manos a punto de ser vendadas, a punto de comenzar uno de los rituales más bonitos que puede haber en la vida de un boxeador: su primer vendaje profesional.

Ese momento no se olvida. El entrenador, como escudero, que cuida la armadura de su señor, que la limpia y le da brillo, que coge sus armas, espada y lanza, y las lustra hasta que se reflejen los ojos llenos de concentración de su caballero, previo a jugarse la vida. Porque Señores para mí, subirse a un ring es una cosa muy seria. Lo definiría como jugarse la vida, porque así lo es y como tal hay que tomárselo. Así que si en mi conciencia siempre queda minimizar los riesgos en la tarima brava, pueden imaginarse a qué nivel llego si dentro de las dieciséis cuerdas, esta un chaval que, para mí, es como un hermano pequeño.

Así me tomo a todos mis boxeadores: quiero ser su protector, sus ojos, sus manos, su cerebro, su voluntad para cuando esta misma falte. Y allí arriba, hay muchas posibilidades de que eso pase.

Por eso procuro protegerlos de los buitres que sobrevuelan a su presa para poder rentabilizarla en un futuro. Y en el mundo del pugilismo, en el que la tarta es muy pequeña, esas aves carroñeras se pegan por apenas migas.

Es importante velar por sus intereses y tomar algunas decisiones con ellos. Y así es como mi conciencia me indica que debo de hacerlo. La misma conciencia que me permite dormir por las noches.

Y sonó la canción pertinente de camino al ring, la piel de gallina, nervioso y concentrado como si fuera yo el que fuese a partirse la cara. Ruido ensordecedor de la fanaticada animando a grito pelado y sujetando los nervios para poder estar alerta a todo lo que ocurra en el cadalso de las dieciséis cuerdas, que diría Alcántara.

Boxeadores al centro, indicaciones arbitrales y vuelven a las esquinas. Beso en la frente y un “estoy contigo siempre”.

Tañido de campana. Silencio fúnebre. Choque de guantes. Empieza la batalla...

Y... Guinea se convirtió en Damián.