Blogs
Rallo, el economista precoz
A sus treinta y pocos años Juan Ramón Rallo, doctor en Economía, licenciado en Derecho, profesor en OMMA y en IE University y Director del Instituto Juan de Mariana, se ha convertido en uno de los economistas españoles más respetados e influyentes. Colaborador habitual en prensa escrita, en programas de radio y televisión y especialmente activo en redes sociales, sus opiniones marcan tendencia y son seguidas –y debatidas- por miles de personas.
A pesar de su acreditada solvencia académica, a menudo le afean no centrar su atención en la publicación de papers en revistas académicas: una supuesta carencia que en todo caso suple con una vasta producción bibliográfica, caracterizada por el rigor en el análisis, la profundidad en la investigación, la paciencia infinita para rebatir opiniones encontradas, un meritorio acercamiento a temáticas poco transitadas y, sobre todo, por su voluntad divulgativa y capacidad para llegar a un público amplio y entre el cual se divisa un buen número de jóvenes que ha descubierto su interés por la economía y por el liberalismo a través de la lectura de sus libros.
Un buen ejemplo del corpus teórico desarrollado durante estos años es Contra la Teoría Monetaria Moderna: Por qué imprimir dinero sí genera inflación y por qué la deuda pública sí la pagan los ciudadanos, su última propuesta editorial, en la que expone sus planteamientos contrarios a esta corriente de pensamiento económico según la cual los Estados que mantienen su soberanía monetaria pueden financiarse –y con ello sufragar el gasto público y lograr el pleno empleo- a través de la creación de dinero fiat (el dinero actualmente vigente en el mundo desde que en 1971 desapareciera el patrón oro), sin necesidad de recaudar impuestos o de endeudarse.
A su juicio, un Estado soberano no puede emitir toda la moneda fiat que desee para financiar cualquier nivel de gasto y, si lo hace, con ello necesariamente generará inflación y verá reducida su capacidad de endeudamiento en el mercado. Según Rallo, la soberanía económica reside en última instancia en los inversores, ya sean nacionales o extranjeros, y no en el Estado, de modo que estos siempre pueden optar por deshacerse de los títulos de deuda pública emitidos si desconfían de su valor (y también de la moneda fiat creada por el Estado). En este sentido, Rallo subraya el error de asumir que el Estado tiene una capacidad de endeudamiento ilimitada, lo cual permite a la vez creer que todo le es posible, incluido garantizar el pleno empleo no inflacionista independientemente de la coyuntura económica del momento. En su opinión, contrariamente, “ni el Estado ni ningún otro agente económico puede endeudarse ilimitadamente: y si alguno de estos agentes lo intenta, sólo verá como el valor de sus pasivos se deprecia y cómo su capacidad de ulterior endeudamiento se ve constreñida”.
Con anterioridad a Contra la Teoría Monetaria Moderna, Juan Ramón Rallo publicó, también en Ediciones Deusto, Contra la Renta Básica: Por qué la redistribución de la renta restringe nuestras libertades y nos empobrece a todos, un texto en el que analizaba con espíritu crítico todo lo escrito y planteado hasta la fecha sobre la llamada renta básica -probablemente la política redistributiva más importante de las próximas décadas- desde las más diversas posiciones ideológicas y dando voz a todos los autores que previamente habían desarrollado planteamientos al respecto. Tras ello, comparaba las distintas propuestas realizadas con los ideales básicos del liberalismo y, posteriormente, mostraba su rechazo a la renta básica no por una razón sólo económica, sino esencialmente ética: la solidaridad es un fin muy loable, pero no puede ser impuesta por la fuerza. «No es el fin el que justifica los medios, sino que son los medios los que permiten justificar los fines»: también en el caso de la redistribución estatal de la renta.
Un año antes, en marzo de 2014, Juan Ramón Rallo publicó Una revolución liberal para España: Anatomía de un país libre y próspero: ¿cómo sería y qué beneficios obtendríamos?, texto en el que planteaba con precisión quirúrgica cómo sería nuestro país, y todos sus ámbitos de gobierno, en caso de regirse por auténticas y verdaderas políticas liberales. Su principal característica sería, como es lógico, la supresión radical del peso del Estado, que proponía reducir a su mínima expresión para que fuera la propia sociedad, y no los políticos y los burócratas, quienes se hicieran cargo de servicios tan esenciales como la educación, la sanidad, las pensiones o la protección del medio ambiente. A su juicio, el bienestar de todos los ciudadanos mejoraría muy notablemente con menos impuestos, menos gasto público y menos regulaciones.
Poco antes, en octubre de 2012, Juan Ramón Rallo desarrolló su explicación de los porqués de la crisis económica y sus recetas para salir de ella en un texto titulado Una alternativa liberal para salir de la crisis. En él argumentaba que fueron los gobiernos y los bancos centrales quienes hincharon las tres burbujas –la financiera, la inmobiliaria y la estatal– que terminaron asolando la economía española y añadía que el pinchazo y la superación de estas tres burbujas sólo se lograría con un notable retraimiento del Estado, el cual debería ampliar en paralelo las esferas de libertad de familias y empresas. En un texto repleto de cifras, Rallo proponía una vía para rescatar a la banca sin coste para el contribuyente y defendía recortar el gasto público en más de 130.000 millones de euros para acabar con el déficit y poder bajar los impuestos, así como liberar al sector privado de las múltiples regulaciones que impedían, y siguen impidiendo, la creación de empleo.
Además de los textos aquí citados, Juan Ramón Rallo ha escrito a lo largo de los últimos años -y tanto en solitario como en compañía de otros, como es el caso del profesor Carlos Rodríguez Braun, con quién escribió El liberalismo no es pecado (Deusto, 2011)-, otros varios títulos a los que sumar a su vasta producción editorial, la cual le ha proporcionado, junto a sus habituales colaboraciones periodísticas y a su propensión a participar en todos tipo de foros y encuentros de debate e intercambio de ideas, una solvencia y reconocimiento, a pesar de quienes insisten en minimizar sus logros y su capacidad de influencia, poco habituales a tan corta edad.
A continuación reproducimos la Introducción de Contra la Teoría Monetaria Moderna: Por qué imprimir dinero sí genera inflación y por qué la deuda pública sí la pagan los ciudadanos.
Introducción: los orígenes ideológicos del neochartalismo
El intercambio es el proceso fundamental en torno al que se articula una economía caracterizada por la división descentralizada del trabajo. Allí donde los individuos dedican su tiempo no a producir directamente todos los bienes y servicios que desean sino aquellos que desean otros individuos, será imprescindible recurrir al intercambio para reasignar la propiedad sobre los distintos bienes y servicios producidos: las personas nos convertimos en productos especializados y en consumidores generalistas, por lo que debemos intercambiar nuestra producción especializada por la generalidad de bienes que han producido especializadamente otros.
El intercambio directo, o trueque, es un tipo de intercambio tremendamente ineficiente: los individuos ven limitadas sus oportunidades para comerciar a aquellos infrecuentes casos en los que cada una de las partes posea (o se espera que vaya a poseer) los bienes que desea la otra parte. La alternativa al intercambio directo es el intercambio indirecto: cada parte no trueca directamente sus bienes por aquellos otros que desea directamente, sino por algún activo que no desea en sí mismo pero que espera poder vender más adelante a otro inviduo a cambio de aquellas mercancías que sí desea. Aunque en apariencia el intercambio indirecto incrementa el número de etapas necesarias para acceder al bien finalmente deseado, en realidad multiplica el universo de intercambios potenciales en los que puede participar una persona y, por ello, acelera la adquisición final de los bienes demandados.
Al activo empleado como medio de intercambio indirecto lo denominaremos «moneda» y podrá ser o un activo real o un activo financiero (Bondone 2012, p. 25). La distinción entre ambas clases de medios de intercambio es crucial para desarrollar una teoría monetaria correcta. Y es que los activos financieros constituyen derechos contra un agente económico que son pagaderos en activos reales: por consiguiente, mientras que el valor de los activos reales depende de la utilidad presente del flujo de servicios que se espera que proporcionen en el futuro, el valor de los activos financieros dependerá del valor de los activos reales que se espera que proporcionen y también de la capacidad atribuida al deudor para hacer frente a su obligación de pago en el momento convenido. Las implicaciones de este divergente criterio valorativo entre los activos reales y los activos financieros son muy notables en el ámbito monetario.
Primero, la oferta desempeñará un papel fundamental en la determinación del valor de un activo real, no así en el caso de los activos financieros. Mientras que un incremento de la cantidad de activos reales tiende a reducir su valor como consecuencia de la ley de la utilidad marginal decreciente (las unidades adicionales de un bien van dirigiéndose a satisfacer fines progresivamente menos valiosos), el incremento de la cantidad de activos financieros no tiene por qué minorar su valor, sino que incluso puede incrementarlo si contribuye a aumentar los activos reales a los que ese conjunto de activos financieros da derecho (por ejemplo, una emisión de nuevas acciones dirigidas a financiar inversiones reales de alto rendimiento puede aumentar el valor del conjunto de las acciones). A contrario sensu, el valor de un activo financiero puede hundirse aun cuando su oferta se reduzca enormemente si la solvencia de su emisor se deteriora (esto es, si se espera que la obligación jurídica contenida en el activo financiero no se cumpla), mientras que ese escenario es muy improbable en el caso de los activos reales salvo en el caso extremo de que pierdan su utilidad. Por eso, un activo real será un buen medio de intercambio cuando su oferta se halle natural o jurídicamente limitada; en cambio, un activo financiero será un buen medio de intercambio cuando su emisor posea la capacidad y la voluntad de preservar su solvencia ante muy variadas circunstancias.
Segundo, los activos reales con ofertas muy rígidas responderán ante fluctuaciones de su demanda con cambios en su valor, mientras que, en cambio, los activos financieros podrán responder elásticamente al aumento de su demanda —minimizando en consecuencia las fluctuaciones de su valor— siempre que haya agentes dispuestos a emitirlos (esto es, siempre que haya agentes dispuestos a endeudarse). Por eso, un activo real sólo podrá funcionar adecuadamente como medio de intercambio en un entorno de precios muy flexibles —de modo que sus cambios de valor se trasladen de inmediato a cambios en el nivel general de precios—, mientras que un activo financiero podrá funcionar adecuadamente como medio de intercambio, incluso en un entorno de precios rígidos, siempre que haya agentes de reputada solvencia dispuestos a endeudarse.
En otras palabras, los activos reales constituyen una base más sólida y creíble para un sistema monetario pero, a su vez, también son mucho menos adaptables a los cambios de preferencias de los agentes; los activos financieros, en cambio, proporcionan una mayor flexibilidad monetaria a costa de un mayor riesgo de abuso, de descrédito y de insolvencia por parte de su emisor. Por supuesto, no es necesario escoger absolutamente entre un tipo de medio de intercambio u otro: un sistema monetario puede combinar ambos tipos de activos en diferentes contextos. Es decir, un sistema monetario puede utilizar los activos reales como unidad de cuenta y como depósito de valor de última instancia (por su mayor solidez y estabilidad) y, a su vez, emplear los activos financieros como medios comunes de intercambio y como depósitos de valor de primera instancia (por su mayor flexibilidad). Ése era, por ejemplo, el sistema del patrón oro clásico: el oro era el activo real que actuaba de facto como unidad de cuenta y también el depósito de valor de última instancia cuando cundían los pánicos ante la solvencia de los emisores monetarios de activos financieros; por su parte, los billetes o depósitos de banco, las letras de cambio, los pagarés o las letras del Tesoro (todos ellos reembolsables en oro o en otros activos financieros convertibles en oro) eran los activos financieros que actuaban como medios de intercambio y como depósitos de valor más generalizados, dotando al sistema de la elasticidad de la que habría carecido en caso de descansar exclusivamente sobre el oro.
Históricamente, han sido muchos los economistas que han reconocido esta naturaleza dual de los medios de intercambio y han construido sus teorías monetarias a partir de ella. Acaso los más relevantes a lo largo de la historia del pensamiento económico hayan sido Richard Cantillon, Adam Smith, Jean Baptiste Say, Henry Thornton, Thomas Tooke, John Fullarton, James Wilson, Carl Menger, James Laughlin, Henry Parker Willis, Felix Somary, Ralph George Hawtrey, Charles Rist, Jacques Rueff o Melchior Palyi. Pero probablemente fuera el filósofo Herbert Spencer (1858) quien mejor sintetizara la diferencia entre ambos instrumentos monetarios:
Entre pícaros sin escrúpulos, la confianza mutua es imposible. Entre personas de absoluta integridad, la confianza mutua es ilimitada. Hasta aquí sólo hemos expuesto dos perogrulladas. Si un país está integrado por mentirosos y ladrones, entonces todos los intercambios entre sus ciudadanos se desarrollarán mediante una moneda de valor intrínseco: nada que consista en una promesa de pago será aceptada como pago en efectivo; y es que, por hipótesis, tales promesas jamás se respetarán y por tanto nadie creerá en ellas. Por otro lado, en un país de personas totalmente honestas —personas tan preocupadas por los derechos ajenos como por los suyos propios—, prácticamente todos los intercambios se desarrollarán mediante deudas y créditos, los cuales serán cancelados recíprocamente en el balance de los bancos: dado que, por hipótesis, nadie asumirá nunca una deuda que no pueda pagar con sus activos reales y financieros, sus pasivos serán endosados de mano en mano a su valor nominal. En este último caso, el dinero metálico sólo sería necesario como medida de valor y para aquellas transacciones donde resulte más conveniente por su pequeño importe. De nuevo, hemos expuesto otras dos perogrulladas.
Así llegamos a la conclusión de que un país que no esté totalmente compuesto por gente honesta o deshonesta, terminará estableciendo un sistema monetario mixto (formado en parte por moneda de valor intrínseco y en parte por moneda basada en el crédito). El porcentaje de estos dos tipos de moneda dependerá de diversas circunstancias.
Sin embargo, no todos los economistas han distinguido tradicionalmente entre ambas clases de activos monetarios. A lo largo de la historia del pensamiento económico, ha habido dos grandes corrientes que han rechazado esta clasificación básica: el metalismo y el chartalismo.
Para el metalismo, sólo los activos reales —en concreto, los metales preciosos— pueden aspirar a convertirse en medios de intercambio: si otros activos no reales devienen activos monetarios, entonces es porque reemplazan exactamente al activo real que habría circulado en su lugar. El economista David Ricardo fue uno de los padres del metalismo al equiparar analíticamente un activo real como el oro con un activo financiero como el papel moneda, con la única salvedad de que el oro poseía valor fuera de las fronteras nacionales y el papel moneda no: «Los efectos del papel moneda inconvertible no se diferencian en nada con respecto a la moneda metálica, siempre que se prohíba estrictamente la exportación de metal» (Ricardo 1811, p. 50). Pocos años después de Ricardo, el metalismo terminó evolucionando al llamado «principio monetario», según el cual todo activo financiero empleado como medio de intercambio indirecto debía ser analizado y regulado como si fuera un activo real. Por ejemplo, uno de los más insignes representantes de la Escuela Monetaria, Georg Ward Norman, afirmó:
Considero que la moneda metálica es el tipo de moneda más perfecto que existe, salvo por su coste y por algunos inconvenientes en su uso. En todo lo demás, la moneda metálica es el medio de intercambio más perfecto y debe ser analizada como el estándar de todos los demás; los billetes de banco sustituyen a una parte de la moneda metálica debido a su mayor facilidad de uso y a su menor coste, pero los billetes de banco deberían ser gestionados como si poseyeran todas las demás características de la moneda metálica, y entre esas características creo que la más importante es que su oferta aumente o disminuya como lo haría la moneda metálica. (Citado en Tooke 1844, pp. 4-5)
La evolución natural del metalismo y del principio monetario es el cuantitativismo: a saber, la idea de que el valor de la moneda depende esencialmente de su cantidad. Como ya expusimos, esta proposición puede resultar aproximadamente cierta para los activos reales, pero no para los activos financieros: en este último caso, lo que importa para determinar su valor es la utilidad presente de los activos reales futuros que se vayan a proporcionar en el futuro. Una mayor oferta de activos financieros no implica necesariamente una reducción de su valor: sólo trasladando el marco analítico de los activos reales al estudio de los activos financieros puede alcanzarse la conclusión de que su valor depende esencialmente de su cantidad.
Por ejemplo, uno de los proponentes más célebres de cuantitativismo fue el premio Nobel Milton Friedman. Para Friedman, el valor de un activo financiero monetario, como los billetes de banco, tendería a caer hasta el valor del papel en el que se hallaba emitido como consecuencia del incremento ilimitado de su oferta:
La moneda fiat carece a efectos prácticos de coste de emisión, a diferencia de lo que sucede con las monedas basadas en mercancías. En un sistema de emisores competitivos, ambos tipos de moneda tenderán a ser producidos hasta que su valor se equipare con su coste. Esa restricción sirve para limitar la emisión de moneda-mercancía, pero en el caso de la moneda fiat implica que su cantidad aumentará indefinidamente y que su valor se reducirá igualmente de manera indefinida; así pues, en un sistema competitivo, no existe un equilibrio para la moneda fiat salvo acaso cuando se haya hundido tanto de valor que pase a ser una moneda-mercancía, donde la mercancía está compuesta por su papel y por el resto de servicios que se han usado en producirla. (Friedman 1951)
Evidentemente, la oferta de los activos financieros se halla limitada no por su coste de producción (como sucede con los activos reales), sino por la capacidad y la voluntad del deudor para continuar endeudándose. Pero como el cuantitativismo analiza todo activo monetario como si fuera un activo real, entonces debe analizar los activos financieros como si fueran activos reales. Los premios Nobel Thomas Sargent y Neil Wallace resumieron perfectamente este error teórico (1981a):
Una debilidad de la teoría cuantitativa cabe hallarla en el modo en que sus defensores definen «dinero». El dinero se define en función de su uso: todas las cosas que parecen ser «medios de pago» son categorizadas como dinero. Pero al definir dinero de ese modo, los teóricos cuantitativos optan por ignorar otras posibles clasificaciones de los pasivos en función de sus distintos colaterales: clasificaciones alternativas que resultarían más operativas y significativas, por ejemplo, clasificaciones según las características de los balances y de los ingresos futuros esperados de sus emisores. Tal como nos indica la proliferación de conceptos como M1, M2, M3, etc., una definición de dinero como «medio de pago» es muy poco operativa. Este fracaso de la definición de dinero como «medio de pago» a la hora de proporcionar una clasificación analítica que distinga claramente una clase de activos de todos los demás ha conducido a los defensores de la teoría cuantitativa a buscar definiciones empíricas de dinero.
La consecuencia práctica de este error del cuantitativismo se observa en su preocupación por controlar la oferta monetaria, ya sea por mecanismos naturales (limitación natural de la oferta de oro) o por reglas monetarias (como la exigencia legal de un coeficiente de caja del ciento por ciento en ciertos activos financieros que se considere que actúan como activos monetarios). Al cabo, y desde su perspectiva, la creación de activos reales a muy bajo coste (pues, recordemos, los activos financieros monetarios son analizados como si fueran activos reales que pueden crearse a un «coste de producción» prácticamente nulo) sólo contribuye a proporcionar un enorme señoreaje a su emisor desestabilizando el poder adquisitivo del dinero. ¿Cuál puede ser la ventaja de concederle al emisor de moneda un poder tan grande a costa de desestabilizar la estructura de precios de la economía? De ahí que los cuantitativistas hayan sido históricamente los abanderados de limitar la oferta monetaria para garantizar la estabilidad de precios: por ejemplo, Irving Fisher (1935), Henry Simons (1936), Milton Friedman (1960) o Murray Rothbard (1962).
El reverso histórico del metalismo es el chartalismo: la teoría según la cual todo medio de intercambio es, en última instancia, un activo financiero cuyo valor depende de la obligación de ser aceptado por parte de otro agente. Tal obligación podrá surgir de la ley o del compromiso del emisor de recomprar ese activo financiero. Así, por ejemplo, entre los primeros chartalistas encontramos a algunos autores mercantilistas como Nicholas Barbon (1690), para quien «el dinero es valor creado mediante la ley»: palabras prácticamente idénticas a las que siglos después pronunciaría Friedrich Knapp —padre del término «chartalismo»— para quien «el dinero es una criatura de la ley» (Knapp 1905, p. 1). Según Knapp (1905, pp. 93-103), dinero era cualquier signo representativo que sea aceptado por el Estado en forma de pago de impuestos (lo que él denominaba «pagos epicéntricos») y, sobre todo, aquel que el Estado obligara a aceptar en sus pagos al sector privado (lo que él denominaba «pagos apocéntricos»). Por consiguiente, para Knapp el dinero era todo aquello que el Estado se comprometía a aceptar del sector privado o aquello que el sector privado tenía la obligación de aceptar del Estado. El propio Keynes se adhirió a esta corriente de pensamiento reivindicando a Knapp en su explicación de que el origen del dinero debía buscarse en su función como unidad de cuenta de las deudas registradas entre agentes económicos (Keynes 1930, pp. 3-4).
Sin embargo, fue probablemente el escocés Henry Dunning Macleod quien mejor expresó la idea chartalista de que todo medio de intercambio es un activo financiero: «el dinero es simplemente el derecho a exigir un bien o servicio a otra persona (...) dinero es lo que denominamos crédito» (Macleod 1889, p. 67). Tan es así que Macleod llega a afirmar que «en rigor, el oro y la plata podrían denominarse “crédito metálico”» (Macleod 1889, p. 72). Este economista, junto con su coetáneo Knapp, desempeñará una influencia notable sobre el chartalismo moderno, también denominado «neochartalismo».
El rasgo característico del neochartalismo es que la deuda que otorga valor a los medios de intercambio es el pago de los impuestos: es decir, un signo representativo tiene valor porque el Estado lo acepta a modo de pago de impuestos. En palabras de Alfred Mitchell-Innes (1914): «La emisión de dinero por parte del Estado debe ir de la mano de un impuesto. Es ese impuesto el que le confiere a la obligación su “valor”. Un dólar de dinero es un dólar no por el material de que está hecho, sino por el dólar en impuestos que permite amortizar».
Como hemos visto, la conclusión natural del metalismo era el cuantitativismo: si creemos que todo activo monetario es un activo real y los activos reales tienden a depreciarse cuando se incrementa su oferta, es normal que un metalista concentre su atención teórica en la necesidad de estabilizar la oferta de medios de intercambio. En el caso del chartalismo, sucede algo parecido pero a la inversa: la existencia de todo activo financiero implica que un agente —el acreedor— está proporcionando financiación a otro agente —el deudor, normalmente el propio emisor del activo financiero—, sin necesidad de que el valor de ese activo financiero fluctúe. El interés teórico del chartalismo es, por tanto, más amplio que el del metalismo: no se preocupa sólo —ni esencialmente— de la estabilidad del valor de los activos monetarios, sino también de cómo se gasta la financiación implícita en todo activo financiero. O dicho de otro modo, el chartalismo tiende a preocuparse también de la demanda total de endeudamiento por parte de los emisores de activos financieros y de las repercusiones sobre la economía real (crecimiento económico, pleno empleo, innovación, etc.) que conlleva su exceso o su defecto de demanda de financiación.
Evidentemente, el chartalismo se equivoca al presuponer que todos los activos monetarios han de ser, por necesidad, activos financieros: los activos reales pueden ser activos monetarios —cuestión distinta es que convenga que lo sean— y, en tal caso, deberán ser analizados mediante un prisma teórico distinto al de los activos financieros. De hecho, una cuestión de enorme interés teórico es si un sistema monetario puede autorregularse si los activos financieros no son reembolsables para sus tenedores en otros activos que no sean, a su vez, el pasivo de otros agentes (esto es, en activos reales). O dicho de otra manera, un sistema monetario compuesto exclusivamente por activos financieros es un sistema donde los usuarios de medios de intercambio están forzados a proporcionar permanentemente financiación al emisor de esos activos financieros: ¿es posible disciplinar el comportamiento de ese emisor —conseguir que no deteriore su liquidez en exceso— si los acreedores no puedan dejar de extenderle crédito cuando consideren que se está comportando imprudentemente? Y, ligada con la anterior, ¿un sistema monetario que canalice ilimitadamente financiación hacia proyectos reales (al margen del valor por unidad de tiempo que éstos contribuyan a generar) no genera ningún tipo de descoordinación intertemporal?
En el fondo, y desde una perspectiva estrictamente teórica, tanto el metalismo como el chartalismo pecan de reduccionistas: el primero por obsesionarse con la oferta de activos monetarios —dejando de lado los beneficios derivados de una cierta elasticidad de los mismos ante variaciones en su demanda— y el segundo por obsesionarse con la demanda de transacción de los activos monetarios —dejando de lado los beneficios que pueden derivarse de un sistema con capacidad para restringir esa provisión de financiación incluso en presencia de recursos ociosos—. En última instancia, el conflicto entre metalismo y chartalismo es un conflicto entre dos tendencias implícitas en todo sistema monetario: la disciplina que impone su escasez y la flexibilidad que posibilita su elasticidad. En palabras de Perry Mehrling (2013):
Las oscilaciones del sistema monetario desde la escasez a la elasticidad y de la elasticidad a la escasez tienen sus contrapartes intelectuales en las oscilaciones del predominio de distintas tradiciones del pensamiento monetario: desde el principio monetario al principio bancario, desde el monetarismo al keynesianismo, desde el metalismo al chartalismo, y viceversa. Una vez nos desplazamos hacia una elasticidad extrema, se impone la reivindicación de mayor escasez monetaria; si nos ubicamos en una escasez extrema, triunfa la reivindicación de la elasticidad. Ninguna tradición tiende a vencer completamente, porque el sistema monetario que ambas tradiciones intelectuales pretenden comprender posee siempre ambos aspectos [la escasez y la elasticidad].
El presente libro se centra en analizar una de las ramas más populares del neochartalismo: la Teoría Monetaria Moderna (TMM). Algunos de sus representantes más preeminentes a escala internacional son los economistas Randall Wray, Warren Mosler o William Mitchell; en España, sus seguidores se concentran alrededor de la Asociación por el Pleno Empleo y la Estabilidad de Precios (por ejemplo, Jorge Amar, Stuart Medina o Esteban Cruz) y también poseen una cierta penetración en Unidos Podemos a través del economista Eduardo Garzón, hermano del líder de Izquierda Unida, Alberto Garzón.
Las ideas de la TMM fusionan el pensamiento monetario neochartalista con el pensamiento económico poskeynesiano: es decir, la TMM sostiene, por un lado, que los Estados con soberanía monetaria son capaces de crear el dinero que articula el sistema monetario de una economía merced a su prerrogativa para exigirlo como medio para el pago de tributos (neochartalismo) y, por otro, que la creación de moneda fiat por parte del Estado no genera inflación salvo a través de sus repercusiones sobre la demanda efectiva (poskeynesianismo).
Así, para la TMM, los Estados pueden financiar sus gastos sin cobrar impuestos y sin endeudarse: basta con que emitan aquellas cantidades de moneda fiat que necesitan para cubrir su presupuesto anual. Dicho de otro modo, cualquier Estado soberano puede adquirir todo aquello que esté a la venta en su propia divisa por el mero hecho de que los Estados soberanos son capaces de crear cuanta moneda fiat necesiten para pagar su precio. Y dado que los súbditos del Estado están obligados a utilizar la moneda fiat para saldar sus obligaciones tributarias futuras, la emisión de moneda fiat no tendrá un carácter inflacionista per se: los precios únicamente subirán si la emisión de moneda fiat estimula un exceso de gasto agregado que no pueda ser atendido a corto plazo mediante incrementos de la oferta agregada.
Esta capacidad de los Estados soberanos para emitir moneda fiat de un modo no inflacionista tendrá dos importantes implicaciones sobre la economía real y sobre la economía financiera. En primer lugar, si los Estados soberanos pueden comprar cualquier bien o servicio que esté a la venta en su propia moneda sin necesidad de generar inflación, eso significa que los Estados soberanos podrán contratar a todos los trabajadores en situación de desempleo involuntario sin tensiones inflacionistas: esto es, la TMM proporciona una receta —la contratación pública de los parados mediante la emisión de moneda fiat— para garantizar el pleno empleo no inflacionista. En segundo lugar, si los Estados soberanos pueden comprar cualquier activo que esté a la venta en su propia divisa sin necesidad de generar inflación, será imposible que esos Estados soberanos quiebren, ya que, aún en el caso de que hubieran emitido excesivos títulos de deuda pública, siempre podrán recomprarlos a su valor nominal emitiendo más moneda fiat: esto es, la TMM proporciona una receta —la amortización de deuda pública mediante la emisión de moneda fiat— para solventar sin inflación las crisis de solvencia de todo Estado soberano.
A la luz de las dos recomendaciones anteriores, se entenderá con facilidad por qué la TMM se esté volviendo crecientemente popular durante un período de depresión deflacionista como el actual: los dos problemas económicos más visibles durante una depresión son el desempleo y los impagos de deuda, y la TMM promete recetas aparentemente mágicas para ambas dificultades sin que, además, las amenazas inflacionistas de su programa político se sientan cercanas por parte de la población.
Sin embargo, lo cierto es que sus promesas son completamente ilusorias y sus riesgos inflacionistas totalmente reales. El propósito de este libro es justamente el de demostrar que la TMM se equivoca tanto a la hora de describir el funcionamiento del sistema monetario moderno como a la hora de proponer políticas económicas basadas en tales errores analíticos previos. Así, en el primer capítulo estudiaremos por qué el dinero es una institución que surge espontáneamente del mercado sin necesidad de que ningún Estado lo imponga centralizadamente; en el segundo capítulo expondremos cómo la moneda fiat no es más que un título de deuda pública que se rige por las mismas leyes que el resto de pasivos estatales y cómo, en consecuencia, la amortización de deuda pública mediante la emisión de moneda fiat no permitirá que un Estado salga de su situación de insolvencia, sino que en el mejor de los casos constituirá una simple refinanciación; en el tercer capítulo desarrollaremos las implicaciones sobre el sector privado de que la moneda fiat sea un título de deuda pública; en el cuarto criticaremos el plan de empleo garantizado —financiado con emisión de moneda fiat— propugnado por la TMM para remediar los problemas de desempleo involuntario; y en el quinto reflexionaremos sobre el comportamiento de la moneda fiat en el ámbito internacional, esto es, fuera de la jurisdicción del Estado soberano que la ha emitido.
En conjunto, confiamos en poder demostrar que las leyes económicas que rigen a la moneda fiat y a su emisor no son en absoluto excepcionales frente al respecto de activos financieros que componen una economía: es decir, confiamos en poder demostrar que las partes modernas que posee la TMM no son buenas teorías económicas y que, al mismo tiempo, las partes buenas que contiene la TMM no son en realidad demasiado modernas.
✕
Accede a tu cuenta para comentar