Religion

El discurso de Macrón a los obispos

El discurso de Macrón a los obispos
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El discurso de Emmanuel Macrón ante los obispos católicos el pasado lunes, abogando por una reparación del vínculo roto entre el Estado y la Iglesia católica y promoviendo un mayor compromiso público de los católicos, ha provocado confusión no sólo porque Francia es el único país europeo que tiene explícitamente consagrada la laicidad en su Constitución, sino de un modo especial porque el propio presidente francés impulsa políticas contrarias a la familia natural y promueve una legislación favorable al aborto y la eutanasia. No es posible defender la dignidad de la persona y llevar adelante una legislación contraria a la dignidad humana, es decir, al reconocimiento del valor absoluto de cada ser humano, excluido de cualquier cálculo y merecedor de un respeto incondicional.

Hay que comenzar por desterrar el mito de que el Estado debe ser neutral. Todos los Estados tienen una idea sobre cómo deben ser sus buenos ciudadanos, aunque lo nieguen. En septiembre de 2013, el Gobierno francés colgó la Carta de la laicidad (una declaración de principios, derechos y deberes) en miles de escuelas públicas. El artículo 14 de esta Carta dice así: “En los establecimientos escolares públicos las reglas de vida de los diferentes espacios, precisadas en el reglamento interior, son respetuosas de la laicidad. Está prohibido llevar objetos o prendas por las cuales los alumnos manifiestan ostensiblemente una pertenencia religiosa”. Esto prueba que Francia considera buen ciudadano al que no muestra su pertenencia religiosa, y malo al que sí lo hace. Por tanto, la gran misión del Estado será promover valores que cohesionen a los distintos autores de la sociedad, promuevan la solidaridad y respeten la dignidad del ser humano.

Habermas concibe la secularización como un “proceso doble y complementario de aprendizaje” entre el pensamiento laico y el religioso. Cuestiona la idea de John Rawls de que las tesis de origen religioso deben adaptarse asimétricamente en aras de alcanzar el “consenso solapado”. Para Rawls, creyentes y no creyentes son ciudadanos que comparten una esfera pública en la que, para que se lleve a efecto la racionalidad intersubjetiva que exige el overlapping consensus, el consenso por superposición, deben usar el mismo lenguaje, es decir, que lo único que se les va a exigir a los creyentes es que “traduzcan” sus creencias para que los ciudadanos secularizados accedan a su “potencial contenido de verdad”. Según Rawls, la razón es suficiente para descubrir nuestras obligaciones morales y políticas. Esto le permite distinguir entre razón pública y razón privada. Para Rawls, nada impide que los ciudadanos que participan en la deliberación pública política ofrezcan razones procedentes de las doctrinas comprehensivas, metafísicas o religiosas en las que creen, pero siempre que ofrezcan además razones accesibles a todos los ciudadanos que justifiquen dichas doctrinas. Si estas doctrinas comprehensivas no pueden apoyarse en razones públicas paralelas deben excluirse de la deliberación. El problema de esta concepción salta a la vista: ¿se puede pedir a un ciudadano que sacrifique sus aspiraciones de corrección sustantiva para satisfacer las aspiraciones de legitimidad democrática?

La propuesta del presidente Macrón, solicitando a la Iglesia católica ser una voz activa en la vida pública, disponer de un mayor compromiso público de los católicos en la vida política, ya ha sido criticada con vehemencia por Flores d’Arcais, laicista y ateo militante, quien considera que es una cuadratura del círculo pretender conciliar los principios del Estado democrático liberal con un rol activo de las razones religiosas en cuanto tales, es decir, aquellas que recurren a Dios. Una cosa serán las motivaciones, que cada quien es muy libre de optar por las religiosas o por cualquier otras, pero en el terreno de los argumentos sólo se puede recurrir a los valores inscritos en el “patrimonio constitucional”, un patriotismo contestado a su vez por Charles Taylor, quien considera indispensable la constitución de un pueblo con una identidad colectiva sólida, un alto grado de compromiso mutuo y un fuerte sentido de identificación común. Las sociedades liberales no pueden fundarse sólo en la adhesión a las democracias, los derechos humanos o la igualdad, sino que resultan también necesarias referencias a las tradiciones históricas, lingüísticas y religiosas.

A Tocqueville, que le impactaba ver en su país alienados de un lado los hombres que estiman la moralidad, la religión y el orden, y del otro aquellos que aman la libertad o la igualdad de los hombres ante la ley, le habría proporcionado un cierto regocijo ver a Macrón pidiendo perdón a los católicos y abogando por el entendimiento mutuo. Semejante proyecto político y filosófico, que busca fundar una nueva manera de plantearse la construcción de la sociedad en Francia, intentando concebir juntas las nuevas ideas liberales de libertad política y las ideas antiguas de la moral y la creencia religiosa, resulta impensable, no ya para posiciones conservadoras o para la “pasión irreligiosa” francesa, ni siquiera para la ideología, sino sobre todo para quienes advertimos líderes demagógicos, pertrechados en la Realpolitik, capaces de ajustarse con habilidad a los distintos escenarios públicos, de enfocar adecuadamente la verdad para situarse a distancia de ella y así despreciarla. El episcopado francés mostraba su satisfacción: “Creo que el discurso de Macrón marcará la historia de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado”, manifestó Olivier Ribadeu Dumas, portavoz de la Conferencia episcopal francesa, ignorando que la corrupción del hombre conduce a la del lenguaje.