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“Palillo” y los burócratas

“Palillo” y los burócratas
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Por Álvaro de Diego

El nombre latino de la antigua Puteoli -“Pocitos”- aludía a las cavidades de agua volcánica conocidas ya desde la Edad Antigua. Cerca de allí, Eneas había descendido a los Infiernos atendiendo el consejo de la Sibila. A su puerto había arribado San Pablo, asido solo a un saco de cereales tras naufragar en Malta. Y en su anfiteatro, uno de los más grandes de Italia, había sobrevivido San Genaro a las bestias africanas un suspiro antes de que el cristianismo sojuzgara al Imperio.

En enero de 1944 era un mísero villorrio de Nápoles. En sus muelles los vendedores ambulantes ofrecían postales de Anzio a la atribulada soldadesca aliada; les desvelaban así su secreto destino a los primeros conquistadores que asaltarían Roma desde el sur en mucho, mucho tiempo. La moderna Pozzuoli albergaba también el hogar de una pequeña enclenque a la que llamaban Stuzzicadenti (“Palillo”) los otros niños; a la vista de la portentosa obra operada por la naturaleza y el tiempo, no se les podría considerar precisamente unos visionarios.

Todo lo anterior lo relata Rick Atkinson en El Día de la Batalla, una monografía de 1.200 páginas sobre la Segunda Guerra Mundial en suelo de Italia. La obra se lee como pocas. Combina el relato de los progresos militares y la evocación de los clásicos con la fluidez y amenidad que acostumbran los grandes narradores anglosajones. A mí me ha devuelto a su lectura la reciente polémica transalpina sobre la degradación patrimonial que implica el turismo masivo. Las autoridades italianas se plantean limitar el número de visitantes en las grandes ciudades e, incluso, desviarlos hacia otras joyas monumentales menos conocidas que se sitúan al sur del país.

Muchos consideran la masificación del turismo una de las grandes lacras de la Europa del siglo XXI. Como fenómeno multitudinario, resulta “enemigo declarado de la perspectiva” (véase la viñeta de CAÍN del pasado 18 de julio). Basta para comprobarlo con aguardar a pie firme el desembarco de esas muchedumbres asilvestradas que a menudo vomitan los cruceros. Pero más funestas se me antojan las maniobras de distracción ideadas para los coleccionistas de selfies. Porque si ofuscamos de turba la belleza, invertiremos el toque de Midas: el oro se trocará en hojalata. A fin de cuentas, de “tropel” deriva “tropelía”.

Hace más de dos siglos que Goethe emprendió su viaje a Italia. Desembarazado de criados, por primera vez resuelve lo cotidiano por sí mismo (“tengo que ocuparme del cambio de la moneda, de pagar, anotar y escribir, mientras que antes solo pensaba, quería, planeaba, ordenaba y dictaba”). Y aunque observador en ocasiones prepotente (se refiere a Lepanto como “una antigua victoria sobre los turcos”) y arbitrario (en Venecia la algarabía nocturna le parece algo “espantoso”, ignorante de lo que se le avecina en el sur), el genio alemán se descubre disfrutando como un crío. Italia le concede la oportunidad de eliminar las arrugas que se le han grabado en el alma. Puede volver a ver las cosas que no ha visto nunca. Vive a los clásicos en su ambiente privativo. Sus propios personajes le salen al encuentro.

El Goethe que desea celebrar la fecha de su entrada en Roma como un “segundo cumpleaños”, descubre en la Campania “la región más bella del mundo”. No se le puede reprochar a los napolitanos que quieran sobrevivir cobijados bajo la amenazante sombra del Vesubio. La ciudad del Tíber se le representa así “como un monasterio viejo y mal emplazado” en comparación con la partenopea, pues “uno no podrá ser completamente desgraciado mientras se acuerde de Nápoles”.

Algunos imaginan que las ciudades son mujeres. Yo estoy convencido de que hay mujeres que son ciudades. La que un día fue “Palillo” no puede ser otra cosa que Nápoles. Se crió en una de las barriadas de esa Pompeya insepulta y malapartiana que, a diferencia de Ilión, Nínive o Babilonia, constituye “la única ciudad del mundo que no se ha hundido en el naufragio de las civilizaciones antiguas”. Ella, aquella niña, también sobrevivió al hambre, al miedo y a las bombas. Con la dignidad y alegría de vivir de aquellos escasos pueblos que, como el napolitano, saben perder las guerras.

Es por ello que comprendo, como Goethe y un genial columnista ya desaparecido, que “en los momentos difíciles el Norte se derrumba sobre sus contables mientras que el Sur permanece como siempre ha sido, luminoso y esperanzado, lleno de azaleas y chiquillos, lejos de lo racional, de espaldas a lo sensato, como ocurre en Italia, ese país en el que dieron lo mejor de sí mismos los poetas ingleses y alemanes, aquellos tipos que huyeron de la pulcra y fría isobara de la razón y se marcharon al Sur, a esos parajes meridionales en los que los marineros cavan vaginas de agua al hincar en el mar de Positano la turgencia sudada de sus remos”. Porque también yo sueño de vez en cuando con aquellas tierras calcinadas por el sol. Y con aquella urbe sucia y caótica que a veces parece hecha con material de derribo y frente a la cual los peces continúan conversando en latín. Bendito paisaje humano y sentimental que ahora amenaza un hatajo de burócratas.

PD: A Sophia Loren, “Palillo”, que celebra su cumpleaños uno de estos días.