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Opinión

Los que aún tienen alma

"Nos hemos acostumbrado a habitar una realidad de plástico: relaciones de usar y tirar, conversaciones que no rozan la piel, mucho menos el alma"

La escritora y columnista zamorana Olga Seco La RazónLa Razón

Hay una soledad que no tiene que ver con estar sin compañía. Es la soledad de estar rodeados de miles de personas y no encontrar una sola que te diga algo verdadero. Vivimos en un tiempo donde todo el mundo habla, pero casi nadie dice nada. Nos hemos acostumbrado a habitar una realidad de plástico: relaciones de usar y tirar, conversaciones que no rozan la piel, mucho menos el alma.

Y sin embargo, de vez en cuando, como una ráfaga que parte el aire denso de esta modernidad hueca, aparece alguien con fondo. Alguien que no te habla desde la pose, sino desde la herida. Desde la experiencia. Desde el silencio. Esos hombres —y algunas mujeres también, aunque hoy hable de ellos— que no caben en el molde actual, que no tienen filtros de Instagram ni frases de autoayuda pegadas en la frente. Esos que piensan antes de hablar, y que no tienen miedo a quedarse solos por decir lo que piensan.

Ramiro Calle, por ejemplo, lleva media vida hablando del alma en un país que hace décadas decidió enterrarla. Lo llaman “gurú del yoga”, pero es algo mucho más complejo. Calle ha recorrido la India, ha tocado fondo, ha estado entre la vida y la muerte, y de ahí ha regresado con una verdad difícil de vender en TikTok: que solo quien ha enfrentado su oscuridad puede vivir en paz.

Mario Conde es otra figura incómoda. Incomprendida. Porque el que ha estado en la cima y se ha desplomado sabe cosas que el resto no puede ni imaginar. En un mundo de mediocres que nunca han arriesgado nada, el que cae se convierte en sospechoso. Pero yo prefiero mil veces a un caído que ha reflexionado en prisión, que a un triunfador hueco que no ha tenido jamás que mirar a los ojos a su propio vacío.

Jesús Fonseca representa esa otra nobleza: la del periodista que no traiciona su voz. En él hay una lealtad que ya no se lleva. Fonseca escribe como si viniera de otro siglo, de uno en que la palabra todavía tenía peso. Un siglo en el que los hombres podían llorar en silencio, sin exhibirse. Él no necesita ser moderno: es eterno.

Y luego está José Luis Alvite, mi maestro. No se puede hablar de fondo sin hablar de Alvite. Él vivía en la noche como si fuera su patria. Conocía las derrotas, pero las escribía con una dignidad que ya no se encuentra. Cada columna suya era un disparo elegante, una copa de whisky y un suspiro. Alvite nos enseñó a amar incluso lo que se va, incluso lo que duele. Porque él sabía que lo importante no era vencer, sino contar la batalla con estilo.

Frente a ellos, ¿qué tenemos hoy? Un ejército de perfiles vacíos, gente que confunde notoriedad con valor, presencia con sustancia. Todo es rápido, todo es cómodo. Se medita para rendir más, se ama para no estar solos, se expone todo para no mirar dentro. Hemos confundido la autenticidad con la visibilidad.

Pero algunos seguimos buscando. Seguimos escuchando entre el ruido. Porque creemos, todavía, en los que tienen alma. En los que no se rinden a la estupidez ambiental. En los que prefieren perder antes que fingir. Y aunque a veces duela ser de ese otro bando, aunque la soledad nos apriete, aunque parezca que hablamos otro idioma, seguimos aquí.

Quizás seamos los últimos. O quizás seamos los primeros de algo nuevo que está por venir. Algo más humano. Más verdadero. Más libre.